Porque
no sucede nada, porque así es la vida. Una tarde ordinaria de trabajo entre
risas y uniformes que pasan cerca sin ser nuestros. Cansancio de fin de semana,
proximidad del reposo y de la mente dispuesta a despejarse algunas horas.
Murmullos, pasos que se reflejan en la pantalla mientras escribo. Me integro
por medio de la imagen que me llega de rebote desde la realidad hasta el
espacio electrónico en el cual me evado de ella. Miradas encerradas en pequeños
círculos alrededor de las mesas. Imposible saber por qué se curvan las sonrisas
o brincan las cejas queriendo escapar a la circunferencia de las caras: no
escucho, los audífonos me rebosan de una música que pasa de lado como un río,
mientras voy dictándome a mí mismo las palabras. No hay emociones ni
eventualidades dignas de alterar el curso de la neutralidad. Ejercicio de
observación, me digo, y decido colocarlo en la página. Está la tentación de
recurrir a la memoria literaria y hablar de Alfonso Reyes y su indio Jesús, de
su silueta diseminada en la ficción, en la memoria de un lector que se empeña
en ver cómo pasa la vida, de un escritor atento a capturarla como la lente que
se desdobla hacia adentro del diafragma y del disparo, hacia la mirada y las
ideas de quien escribe. Porque no sucede nada, en realidad, ni denunciable ni
encomiable, digno de atención.
Todo,
mientras tanto, se sostiene. La televisión encendida en la cafetería escolar,
ignorada por todos, afortunadamente. Las mismas imágenes melodramáticas.
Momento de calma entre los trabajadores del comedor sin clientes, al menos en
este desierto instante de la tarde. Porque se puede escribir sobre absolutamente
nada, sin intención de buscar más allá de la vida que se deja vivir por
nosotros tal como nos ha tocado en suerte. Me mudo en busca de una postura más
cómoda. El resultado no me favorece. Insignificancias como una velocidad de red
que se entorpece distraen me atención y me obligan a cambiar la música para
evitar demoras. Que corra como un arroyuelo, que silencie al mundo y sus signos
vacíos (para mí vacíos, pues ni siquiera me están dirigidos). Alguna vez hablé del correr como una huída;
no sé si la escritura se encuentre en un caso semejante. Me preguntaba sobre el
caso que tenía, porque finalmente se vuelve siempre a casa, al mundo, a la
horas como ésta, absolutamente vacías, semejantes a sí mismas, a las gotas
disueltas en el torrente de la cascada que vuelven a agruparse bajo superficie
tensa, confundida.
Empiezo
a sentir el freno. La inercia, el impulso inicial de la escritura ha topado de
frente con el vacío de la temática. La pared reticulada de adobes se mantiene
firme, las ondas del televisor irradian hacia la excusable tarde. Alguien se ha
sentado en el sitio donde estaba hasta hace unos momentos, se colma con un olor
de queso derretido que me hace pensar en mi cuerpo, en la hinchazón del vientre
por haber comido demasiado, en los problemas que podría acarrear en cuanto
empiece la clase. La hora se acerca y al momento paralítico de inactividad
habrá que agregarle la cuota diaria del trabajo, del deber. Para que el muro
siga en pie, para poder sentarme en tardes como ésta a escribir, aislado y
silencioso, habituado a su presencia y a su condición de muro. El escote de una
chica que se levanta a saludar atrae mi mirada. Algo se ha movido dentro de mí,
pero las palabras siguen fluyendo, porque el instante capturado se disuelve en
la corriente, porque en su sonido siempre refrescante nos empeñamos absurdamente
en cambiar de cauce. ¿Es que me siento derrotado?
No
me gusta que la escritura empiece a volverse análisis, no me gustan las voces
que se han acercado demasiado a la membrana de soledad y concentración que
levanté alrededor de mí mismo. Parece ser la señal. La hora se acerca. Han
subido el volumen del televisor. Empiezo a percibir la agitación de las
personas. Los alumnos han salido de las aulas. Ha terminado su clase y es mi
turno. Tengo que jugar a que sé cosas, a que pasan cosas en el mundo que vale
la pena recordar. Puede que sí, puede los recuerdos se integren al flujo
finalmente. ¿Qué será entonces de los textos que captan instantes vacíos, de
las radiografías de tardes como ésta en las que parece que la realidad nos
muestra la frialdad del esqueleto?