Las polvorientas
calles, la ligera cuesta y el sol plomizo que no logra calentarme se acoplan a
las paredes amarillas que anuncian ya el campanario. Se acoplan también al
recuerdo luminoso, también ya algo enfriado de tu rostro y a mis pasos que, aun
contra la pendiente, siguen.
La perecedera mancha de
oro de las casas hace relumbrar, en algún punto del pasado, las pisadas que
sobre esta misma calle he dejado sembradas, regadas quizá en dos pares de
líneas paralelas, reducidas ahora al único par que mis solitarios pies permiten
ahora. Al vuelo de cada partícula de tierra, del polvo –ese posible y verdadero
dios que quería Reyes– se esparcen las imágenes, doradas como los retablos del
templo pero todavía más inasibles, rasgadas por la espada del tiempo y de esa
finitud contra la que los jesuitas quisieron resguardar a San Francisco Javier.
La modernísima y
costosa carretera me condujo con celeridad hasta el nicho vivo de un pasado que
no me es ni remoto ni inmediato: resiste cada vez contra el olvido y cuando
menos pienso él parece ausente. Obviedad, pero engañosa, porque alguna mota de
polvo llegada a mi solapa lo hace entrar de golpe. Entonces yo soy el ausente y
viajo con la misma celeridad, no, con más: ya estoy ahí sin haber abordado
vehículos, sin peajes ni kilómetros por hora. Estoy ahí como también lo estabas.
Me hiere el filo de la espada temporal y espesa un légamo que adhiere mis
pestañas. Un suspiro lo sacude todo y la mota de polvo se va, se va
Tepotzotlán, nuestras dos pésimas visitas en sentidos diferentes, se va el frío
de sus hoteles y las infracciones y los choques y tu rostro que ya no podía disimular
su hastío. El lugar está marcado y tiene el sello de la casa vieja, la de la
crianza.
Entro al colegio, ahora
museo. Qué bien que nunca dimos –quizá de intento– con la entrada, absortos en
tantas cosas nuestras. Gracias a eso puedo percibirlo sin sobresaltos, sin
convulsivos golpes de pasado y verlo con mayor templanza. Aunque es la segunda
vez que lo visito, no estoy para guiar a nadie. Prefiero confundirme entre los
rostros ahítos de mis alumnos, novicios que absorben la grandeza del recinto
con un golpe desmesurado y terminan por aburrirse demasiado pronto. También a
ellos los llaman asuntos más vitales. Esta excursión es un escape, una
oportunidad; ya quieren correr al acueducto, al arroyo, a los labios de sus
acompañantes, edificar un presente que cuando menos lo esperen estará
llamándoles con las garras descarnadas
de lo extinto. Y querrán huir o volver, hechizados, débiles, al regazo maternal
de lo perdido, del agua que escapaba de sus manos.
No, no puede uno entrar
dos veces en el mismo río, por eso preferimos la quietud de los estanques. Pero
las verdean aguas, enmohecen, dejan que nazcan los sapos y el nenúfar; ya repugna
la permanencia, purulenta linfa, nata espesa de vida tumefacta en sus humores.
Creemos que podemos volver y encontrar otra vez las mismas aguas diáfanas, mas
no, se han olvidado de nosotros y
siempre seremos forasteros. A veces las fuentes no hacen más que empantanarse,
recordamos con dolor lo que un día fueron. Así Tepotzotlán y sus paredes de oro,
así el templo del mártir San Francisco, su campanario y su portada que se
desespera contra el vacío, contra el cráneo que alguien carga desde las
pechinas. Queremos desprendernos de sus huesos y volver, encarnarnos otra vez
en otro sitio, pero el hueso tiene su atractivo y nos cautiva. Nos reduce al
polvo de las calles, el que alguna vez trajimos en los tenis, abrazados contra
el inesperado frío de la primera visita, y ahora vuelve a mi solapa, enfriando mis
pasos que rehacen la pendiente bajo un sol de plomo, bajo un pasado también de
plomo que lucha por devolverme al estanque, a las viscosas aguas del recuerdo.
Qué seríamos sin el polvo, sin pasado, cómo asir la arquitectura sin las edades que han ido quedando en nuestra vida. El oro brilla más por el recuerdo que por el hoy, por ello volvemos a los lugares queridos y nos empolvamos de lo que fue que es una constatación de lo que seremos. Ya lo decía Góngora, Quevedo y sor Juana, sin el polvo, sin ese pasado, sin ceniza, sólo quedaría el estanque de la nada.
ResponderEliminar