Cuando
se trata de aniversarios y homenajes suelo ser un poco lento en tomar parte. Si
los cumpleaños de los vivos no me parecen motivo suficientemente festivo, debe
ser aún más drástico el caso de los adelantados. Sin embargo ha caído bien el
aniversario con la programación de mis cursos escolares, con lo contradictorio
de estos tiempos y hasta con otra palindrómica musa que lleva varios meses
intrigándome con su ingenio.
No
quiero decir de sor Juana lo que sabemos todos. Tampoco me interesa hacerle el
panegírico que su figura merece o intrigar como han hecho varios estudiosos
sobre su vida y sus motivaciones. En todo caso me gustaría bosquejar la imagen
que se me ha ido formando de ella a través de mi experiencia con sus lecturas.
La
primera confesión, que ha de servir para que el lector juzgue con qué clase de
pelmazo se las está viendo, es que todos mis intentos por leer –y sobre todo
por comprender– el Sueño han sido tan
vanos como este engaño colorido. No
he dado con la edición anotada –o con la suficiente fuerza de concentración y
voluntad– que me permita leer en un cristiano del siglo XX ese portento de la
lírica, espanto de legos y tesoro de sabios. Ya puedes saber, lector, si
valdrán los tres o cinco minutos que te lleve leer este relato.
Como
nos habrá pasado a todos, la primera vez que escuché el nombre de sor Juana
Inés de la Cruz, venía éste adherido a los títulos de Escuela Primaria o
Biblioteca Pública. Después vendrían los ecos vagos de la pomposa palabrería de
algunas maestras de primaria, obligadas seguramente a decirnos algo
sobre ella. El para mí inexplicable sobrenombre de “la décima musa” llegó a mí
por ahí del quinto grado de primaria, cuando tuve que
comprar la indispensable biografía de la papelería Arcoiris para ilustrar
alguna tarea.
Aunque
fui lector desde niño, mi incompatibilidad con sor Juana se vio fuertemente
estimulada por mi feroz filosofía del club de Toby, según la cual cualquier
cosa hecha por una mujer tenía que ser producto de una locura o una brujería,
pero sobre todo por esa brillantísima afirmación de mi padre (cuyas secuelas
sufrí hasta la licenciatura), quien postulaba sin temor al error –él nunca se
equivocaba– que “la poesía es para maricones”.
Curiosamente,
el interés por la poetisa me lo despertó mamá, de la mano de una moneda de mil
pesos, donde ella aparecía como Juana de Asbaje; a mis preguntas respondió con
los imprescindibles versos de los “hombres necios”, adosados con algunas
lecciones de ese feminismo que ella seguramente ya enarbolaba como grito de
guerra contra su fallido matrimonio (ya
imaginarán ustedes el marido que resulta de una afirmación como la antes citada.
En su defensa diré que de él me vino la afición por la lectura, en general). Sin
embargo, la admiración de mi madre por la monja, conjugada quizá con las
salvajes resonancias del apellido Asbaje, despertó mi curiosidad, que había de
quedarse en stand by hasta muchos
años después, mientras la adolescencia con sus barros, su onanismo y baloncesto
calmaba sus punzadas.
Poco
decir de los profesores en el bachillerato lasallista, donde el director
terminó improvisadamente fungiendo como profesor de literatura mexicana y no
hacíamos más que hojear el libro de texto. En la licenciatura, ya tortuosamente
ascendiendo por el camino de las letras, me encontré con un profesor cuya
máxima aportación a mi conocimiento de sor Juana fue decir que “no era una
monjita que hacía rompopes” mientras sacudía golosamente la papada, además del
hecho de haber citado los trabajos de Paz y de Alatorre. Se le dedicaron un
par, quizá un tercio de sesiones, de esas en las que lo mejor es leer el texto
e ignorar los ruidos exteriores en los que, por supuesto, debe incluirse la jerigonza
del “doctor en letras”.
Poco
antes del insigne curso, mientras caminaba entre los patios de la Facultad, una
chica se me acercó preguntando mi nombre. Mi respuesta le sirvió para constatar
que era yo a quien el sobre azul que llevaba en su mano estaba destinado.
Carta de alguien que quizá llegue a ser la única admiradora secreta que tenga
en vida y cuyo nombre no llegué a saber, ni a sospechar su identidad, pues la
mercurial estudiante echó a correr sin que lograra yo enterarme de nada. Junto
a su declaración había un soneto de sor Juana: Yo no puedo tenerte ni dejarte…. y esa carta, minutos después, en mi
petrarquista idea de un amor que a esas alturas ya no podía ser tan infantil, la puse en manos de mi novia, como queriéndole advertir que más valía que
cuidara a su galán. Es probable que ése fuera el detonante de mi gusto por sor
Juana: la perplejidad por el modo como ese texto llegó a mí, y la perplejidad
en que me hundió el leerlo, pues entonces comencé a leerla y disfrutarla.
Las
posteriores visitas al claustro en san Jerónimo y a Panoaya me la acercaron
más; sin embargo, el acercamiento definitivo ha sido la docencia, donde intento
hacer todo lo contrario que aquí: profundizar en la lectura de la poetisa y
repetir, como remate del tema, la frase dorada de mi profesor, siempre y cuando
hayamos ya leído una suficiente selección de textos. Algo hay en sor Juana (me
parecería demasiado mérito atribuirlo a mi forma de entregarla a los
estudiantes) que despierta un interés en los jóvenes: su rebeldía, su halo
genial, las leyendas que se han construido alrededor de ella, la tormentosa
verdad de su poesía amorosa… Ello me recuerda en cada curso que mi misión como
lector de sor Juana no ha acabado, que, si bien el Sueño
es una deuda inexorable, hay una infinidad de poemas que ni siquiera han pasado
por mis manos, éstas, que han gozado en teclear en unos cuantos trazos cómo fue
mi contacto con quien para mí –por duro que siga siendo afirmarlo y a sabiendas
de todo lo que ignoro– es el poeta nacional que más he disfrutado leer, placer que
podrían confirmar las cinco sesiones de dos horas que, a costa de mis pobres
alumnos, me he procurado hasta hace un par de semanas.
Son las seis de la mañana y a mí se me espantó el sueño, y en lugar de recuperarlo ando leyendo a tu sor Juanita que me recuerda los billetes de 200 tan chulos y difíciles de poseer, al menos un poeta alcanzó la materialidad del dinero, ya eso también es loable. De las clases no recuerdo en la universidad nada de ella y recuerdo muchos poemas por otro lado. Eso me dio tu entrada, a eso quería llegar, me abrió la puerta de los recuerdos, me enseñó a mi sor Juana tan juvenil como ese retrato que tienes al inicio. Con recuerdos así da gusto salir del sueño
ResponderEliminar