lunes, 18 de noviembre de 2013

"No era una monjita que hacía rompopes"




Cuando se trata de aniversarios y homenajes suelo ser un poco lento en tomar parte. Si los cumpleaños de los vivos no me parecen motivo suficientemente festivo, debe ser aún más drástico el caso de los adelantados. Sin embargo ha caído bien el aniversario con la programación de mis cursos escolares, con lo contradictorio de estos tiempos y hasta con otra palindrómica musa que lleva varios meses intrigándome con su ingenio.
No quiero decir de sor Juana lo que sabemos todos. Tampoco me interesa hacerle el panegírico que su figura merece o intrigar como han hecho varios estudiosos sobre su vida y sus motivaciones. En todo caso me gustaría bosquejar la imagen que se me ha ido formando de ella a través de mi experiencia con sus lecturas.
La primera confesión, que ha de servir para que el lector juzgue con qué clase de pelmazo se las está viendo, es que todos mis intentos por leer –y sobre todo por comprender– el Sueño han sido tan vanos como este engaño colorido. No he dado con la edición anotada –o con la suficiente fuerza de concentración y voluntad– que me permita leer en un cristiano del siglo XX ese portento de la lírica, espanto de legos y tesoro de sabios. Ya puedes saber, lector, si valdrán los tres o cinco minutos que te lleve leer este relato.
Como nos habrá pasado a todos, la primera vez que escuché el nombre de sor Juana Inés de la Cruz, venía éste adherido a los títulos de Escuela Primaria o Biblioteca Pública. Después vendrían los ecos vagos de la pomposa palabrería de algunas maestras de primaria, obligadas seguramente a decirnos algo sobre ella. El para mí inexplicable sobrenombre de “la décima musa” llegó a mí por ahí del quinto grado de primaria, cuando tuve que comprar la indispensable biografía de la papelería Arcoiris para ilustrar alguna tarea.
Aunque fui lector desde niño, mi incompatibilidad con sor Juana se vio fuertemente estimulada por mi feroz filosofía del club de Toby, según la cual cualquier cosa hecha por una mujer tenía que ser producto de una locura o una brujería, pero sobre todo por esa brillantísima afirmación de mi padre (cuyas secuelas sufrí hasta la licenciatura), quien postulaba sin temor al error –él nunca se equivocabaque “la poesía es para maricones”.
Curiosamente, el interés por la poetisa me lo despertó mamá, de la mano de una moneda de mil pesos, donde ella aparecía como Juana de Asbaje; a mis preguntas respondió con los imprescindibles versos de los “hombres necios”, adosados con algunas lecciones de ese feminismo que ella seguramente ya enarbolaba como grito de guerra contra su fallido matrimonio  (ya imaginarán ustedes el marido que resulta de una afirmación como la antes citada. En su defensa diré que de él me vino la afición por la lectura, en general). Sin embargo, la admiración de mi madre por la monja, conjugada quizá con las salvajes resonancias del apellido Asbaje, despertó mi curiosidad, que había de quedarse en stand by hasta muchos años después, mientras la adolescencia con sus barros, su onanismo y baloncesto calmaba sus punzadas.
Poco decir de los profesores en el bachillerato lasallista, donde el director terminó improvisadamente fungiendo como profesor de literatura mexicana y no hacíamos más que hojear el libro de texto. En la licenciatura, ya tortuosamente ascendiendo por el camino de las letras, me encontré con un profesor cuya máxima aportación a mi conocimiento de sor Juana fue decir que “no era una monjita que hacía rompopes” mientras sacudía golosamente la papada, además del hecho de haber citado los trabajos de Paz y de Alatorre. Se le dedicaron un par, quizá un tercio de sesiones, de esas en las que lo mejor es leer el texto e ignorar los ruidos exteriores en los que, por supuesto, debe incluirse la jerigonza del “doctor en letras”.
Poco antes del insigne curso, mientras caminaba entre los patios de la Facultad, una chica se me acercó preguntando mi nombre. Mi respuesta le sirvió para constatar que era yo a quien el sobre azul que llevaba en su mano estaba destinado. Carta de alguien que quizá llegue a ser la única admiradora secreta que tenga en vida y cuyo nombre no llegué a saber, ni a sospechar su identidad, pues la mercurial estudiante echó a correr sin que lograra yo enterarme de nada. Junto a su declaración había un soneto de sor Juana: Yo no puedo tenerte ni dejarte…. y esa carta, minutos después, en mi petrarquista idea de un amor que a esas alturas ya no podía ser tan infantil, la puse en manos de mi novia, como queriéndole advertir que más valía que cuidara a su galán. Es probable que ése fuera el detonante de mi gusto por sor Juana: la perplejidad por el modo como ese texto llegó a mí, y la perplejidad en que me hundió el leerlo, pues entonces comencé a leerla y disfrutarla.
Las posteriores visitas al claustro en san Jerónimo y a Panoaya me la acercaron más; sin embargo, el acercamiento definitivo ha sido la docencia, donde intento hacer todo lo contrario que aquí: profundizar en la lectura de la poetisa y repetir, como remate del tema, la frase dorada de mi profesor, siempre y cuando hayamos ya leído una suficiente selección de textos. Algo hay en sor Juana (me parecería demasiado mérito atribuirlo a mi forma de entregarla a los estudiantes) que despierta un interés en los jóvenes: su rebeldía, su halo genial, las leyendas que se han construido alrededor de ella, la tormentosa verdad de su poesía amorosa… Ello me recuerda en cada curso que mi misión como lector de sor Juana no ha acabado, que, si bien el  Sueño es una deuda inexorable, hay una infinidad de poemas que ni siquiera han pasado por mis manos, éstas, que han gozado en teclear en unos cuantos trazos cómo fue mi contacto con quien para mí –por duro que siga siendo afirmarlo y a sabiendas de todo lo que ignoro– es el poeta nacional que más he disfrutado leer, placer que podrían confirmar las cinco sesiones de dos horas que, a costa de mis pobres alumnos, me he procurado hasta hace un par de semanas.  
  

1 comentario:

  1. Son las seis de la mañana y a mí se me espantó el sueño, y en lugar de recuperarlo ando leyendo a tu sor Juanita que me recuerda los billetes de 200 tan chulos y difíciles de poseer, al menos un poeta alcanzó la materialidad del dinero, ya eso también es loable. De las clases no recuerdo en la universidad nada de ella y recuerdo muchos poemas por otro lado. Eso me dio tu entrada, a eso quería llegar, me abrió la puerta de los recuerdos, me enseñó a mi sor Juana tan juvenil como ese retrato que tienes al inicio. Con recuerdos así da gusto salir del sueño

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