Algo
de heroicidad, de ególatra complacencia hay en los esfuerzos propios que nos
orillan a la acción y nos acercan al entendimiento; una necedad que se torna milagrosa en cuanto alcanzamos y
nos vuelve próceres sin importar que la nación para la cual nos volvemos
venerables apenas esté habitada por nosotros mismos. El dolor de mis piernas y
el sueño donde me adentro sin retorno, como una planicie uniforme sin
referencias que nos orienten, son una seña inconfundible de que estoy
alcanzando mis límites.
Y
sin embargo nada parece suficiente. Nos proponemos leer hasta tal página,
escribir algunas líneas, dar cuenta de ciertos pendientes que nos disgustan
pero sabemos inexorables y vemos como normal en enfurecernos cuando no lo
conseguimos. Nos sentimos débiles, perdemos las virtudes sólo reconocibles ya
en el pasado, esa instancia añorada como una serie de actos legendarios que
nuestros vanos esfuerzos del presente nos hacen dudar si alguna vez los
realizamos. Vienen las recriminaciones, las acusaciones de pereza y de estarnos
llevando la vida con una comodidad que nos parece odiosa pero a la vez
necesaria o cuando menos irresistible, pero cuál comodidad –nos preguntamos, y
sentimos el ácido láctico pulsar contra los muslos y los antebrazos, escuchamos
las frases enmarañadas en un intelecto débil, incapaz de penetrarlas y mucho
menos de evocarlas y reproducirlas en un textos. Finitud y humanidad,
envejecimiento; quizá exceso de metas.
La
vida que, repentina y justamente por sus comodidades, por su templada sumisión
a la rutina, nos parece vacía, resulta estar plena; pero esa plenitud apenas si
la vemos, obcecados por el objetivo que está más allá, por el paso siguiente.
Para nadie, más que para nosotros es tan trascendente cuanto buscamos, desafío
que hemos edificado contra el mundo y en el cual hay que vencer a costa de casi
todo. Es más duro cuando ni siquiera sabemos qué nos impulsa a actuar y la
neurosis deja ver su rostro cuando empezamos a sospechar lo irremediable de
nuestra satisfacción. La plenitud sirve de molde al vacío.
Pienso
entonces en esos multimillonarios cuya ambición me asquea y me pregunto si no
soy como ellos. De inmediato recuerdo mi batalla contra el sueño y mi derrota;
saber que tengo límites me devuelve a las cuatro paredes de mi humilde
recámara, percibo que tal vez no llegue muy lejos: gran parte de mis esfuerzos
se vierte en mantener esta habitación y otros tantos objetos que apenas alimentan mi
vanidad. Hay un faltante, uno serio hacia el cual hasta hace pocos años me sentía
encaminado. Estoy sin brújula. Según mis cálculos, he persistido en el camino
que preví, pero ahora desconozco el rumbo. En medio del desierto es peligroso
mover los pies si ladeamos un poco el cuerpo, necesitamos los crepúsculos para
orientarnos, las estrellas que no sabemos ya leer y vemos todas iguales, pues
no seguimos ninguna y en este mediodía que cae a plomo, llenando de blancura los
cielos y la arena, no perderse es un milagro. Debo estar, aproximadamente, a la
mitad de mi vida.
Tengo
fuerzas, pero siento la fatiga. A veces sueño con oasis y casi siempre los ignoro
para no perder mi rumbo. Parecen tan reales como mi sed o las tormentas que me
hacen tumbarme y apuntar con mi cabeza adonde me dirijo, porque al levantarme
la duna de la izquierda habrá desaparecido, y los cactus que se erguían a la
derecha quedarán cubiertos. ¿Qué seguir entonces? Y entonces Machado: “cada
cual el rumbo siguió de su locura”. Me levanto y corro, kilómetros y kilómetros;
la vista sobre páginas y páginas, nunca tantas como quisiera, pero así son los
días en estas planicies infinitas sin senderos.
Una
corriente de aire fresco anuncia el crepúsculo, el cielo se va encarnando. Si
hemos caminado errados podremos corregir el rumbo. El tiempo perdido se vuelve
intrascendente ante la infinidad de la llanura; el pasado, mal que bien, ya es
nuestro. ¿Quién me ha puesto en estos pasos? No es momento de preguntas. Pronto
vendrá la noche, el sueño, las estrellas fugaces de las ideas que no logramos
llevar a papel. Tendremos que conformarnos con esta bitácora. Vendrán la noche
y las interrogantes, quizá el fuego y unos sorbos de agua con el alba y el
rocío de nuestra piel. ¿A dónde vamos? ¿Por qué seguir caminando?
El
sueño nos ha vencido. También es una planicie: todo lo que vemos en ella se
desvanece en cuanto abrimos los ojos. Si por ventura recordamos algo, nos
apuramos a anotarlo en la bitácora, perfectamente conscientes de que no es
igual a lo que vimos. Nos levantamos y sentimos el cuerpo aún ágil, pero
cansado. No sabemos cuánto hemos avanzado, nos enfurecemos porque nunca parece
suficiente. ¿Cuánto faltará? Última pregunta antes de que amanezca y nos
encontremos de nuevo ante la uniformidad del día.
Debo
estar, aproximadamente, a la mitad de mi vida.
Hay tres versos que me recuerdan tu entrada: caminante no hay camino...; en medio del camino de la vida; y juventud divino tesoro. Tres siglos: XX, XIX y XVII. El primero, siglo sin centros; el otro, la añoranza del pasado en la decadencia del presenté; y el más antiguo, la tensión, el cuerpo y el alma desgarrándose en el extremo, irreal, del equilibrio. Y en los tres, el sueño, las cegueras del deseo, esenciales para seguir viviendo. Buena entrada Pati...
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