viernes, 13 de diciembre de 2013

Una gana ubérrima, política



El placer de la playa, el haber terminado un maratón, haberle puesto el punto final a una novela, entre otros hechos dichosos de los últimos días podrían ser el motivo para una entrada festiva; individualmente tengo mucho que celebrar. Sin embargo, las cosas no marchan bien. Me queda claro que yo no soy el mundo y que, siendo parte de él, marcho su mismo camino.
Tenía en mente un texto gracioso que jugara con el nombre de Isla Mujeres, donde estuve hace unos días, con el mito de las amazonas. Estaba casi escrito. Con todo, no puedo cerrar los ojos a cuanto se vive en mi ciudad, en el país. La Reforma Energética ha sido aprobada esta semana frente a los cada vez más impotentes defensores, ya no de los logros revolucionarios, sino de la soberanía misma de la nación. Las voces de quienes se oponen  a la desaparición de la autoridad de un, mal que bien pero aún existente Estado, no se dejan oír. Se ha encontrado la manera de silenciarnos. Sin atreverme a calificar la pureza de sus intenciones, me compadezco ante los gritos desesperados, desarticulados y vacíos de los diputados autollamados de izquierda que recurren incluso al escándalo del desnudo para llamar la atención sobre el grave “error”, premeditado por las altas esferas del poder empresarial, que se está cometiendo.
La insignificancia de estos gestos, la ridiculez del desnudo y el martirio frente a la turba de traidores deja clara nuestra indefensión: si un grupo de diputados no han podido frenar esto, los ciudadanos, aplastados, encapsulados por los escudos de la policía ¿qué podemos? Estamos a merced de los cómplices en un régimen todopoderoso cuya mejor arma es la simulación.
Televisión e imagen, futbol, devoción católica; alimento para perros amaestrados. Alguna vez se me habló del desencanto de la política, de la pérdida de toda esperanza. Todavía el año pasado la ciudad vivía el sueño de un poder aparentemente preocupado por la gente, lo suficientemente tolerante como para permitir que miles de jóvenes saliéramos a la calle a manifestar nuestro repudio, nuestro temor al histórico error que se avecinaba con la vuelta del “Partido Revolucionario” al poder. Todavía el año anterior soñé con democracia, con cambios, con la fuerza de la gente que despertaría. Bastó el transcurrir de éste para ver cómo el temor a la represión, la multiplicidad de las causas, la desarticulación de las luchas, son instrumentos aprovechados por quienes viven bien en medio de la deshonestidad y la avaricia; bastó un año para que los sueños y mi juventud se diluyeran. En la antesala de los treinta, soy un hombre desilusionado, tan cobarde, resignado y sin futuro como el resto de mi generación, prematuramente envejecida.
La ciudad donde algunos jóvenes nos permitimos soñar hasta hace poco ha dejado de existir. El “gobierno democrático” ha regresado a los años de la regencia, bajo las órdenes de la federación. Con los mismos salarios miserables, gran parte de la población tendrá que enfrentar una nueva tarifa del medio de transporte más importante de la ciudad para seguirse desplazando por el mismo inacabable trayecto. Trabajar para vivir, para poder pagar por seguir trabajando y seguir viviendo lo mismo, día con día, como un tormento al que debemos llamar vida. Esta semana muchos se han unido a “dar el salto” para manifestar su inconformidad, manifestación lúdica de poco impacto ante la solemne imposición de la tarifa, y la solemne expresión de nuestros rostros cuando busquemos en los bolsillos las monedas para pagarla. Porque esta fiesta del salto durará cuando mucho dos semanas, así como el esperanzador movimiento #Yosoy132 se apagó con la vuelta a clases, a la rutina diaria.
Estamos atrapados entre nuestras pequeñas comodidades que nos hacen continuar con nuestra vida y soportar una civilidad lejana e insignificante ante las motivaciones individuales. Porque nos han enseñado a estar aislados, a vivir en pequeñas burbujas de comodidad que encontramos en casa, en el televisor, en nuestros libros, en nuestro baño con agua corriente. La comodidad, la capacidad, por mínima que sea, del consumo, es la droga de la clase media a la que pertenezco. Ahí están mis libros, mi viaje a la playa el fin de semana, mi gusto por el deporte, mi necesidad de trabajar, el no saber el nombre de mis vecinos de la puerta de enfrente…
El Club América seguirá jugando, quizá le toque ser campeón una vez más. El futbol es la batalla épica mejor planeada por los guionistas de los medios, y los bares se siguen llenando. Quizá haya un gusto en simular que esas cosas nos emocionan, que las sentimos, un gusto por simular que estamos vivos y cuando menos podemos gritar “goool”, que es el único grito que no atrae los escudos y los gases lacrimógenos.
Me he permitido medio verso de un poema demasiado hermoso para el horror que acabo de escribir. No siempre es tan injusto el mundo como las palabras.

1 comentario:

  1. He tratado de comentar esta entrada y algo no me deja, ya sea, mi inutilidad para la tecnología o ese como escozor por ser un texto de izquierda, el desencanto fue lo que me decidió a escribirte, pero, qué decir, hace mucho que la situación del país me ha dejado sin palabras, y tú de repente me las traes todas y duelen, se me quedan allí, en la mente, pues saben que ante la realidad, ellas son unas huerfanitas que nada pueden hacer ante el sistemático olvido de todo y de todos. La escritura ya no sirve ni siquiera de archivo, nadie lee nadie tiene memoria, nadie tiene nada

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