El
placer de la playa, el haber terminado un maratón, haberle puesto el punto
final a una novela, entre otros hechos dichosos de los últimos días podrían ser
el motivo para una entrada festiva; individualmente tengo mucho que celebrar.
Sin embargo, las cosas no marchan bien. Me queda claro que yo no soy el mundo y
que, siendo parte de él, marcho su mismo camino.
Tenía
en mente un texto gracioso que jugara con el nombre de Isla Mujeres, donde
estuve hace unos días, con el mito de las amazonas. Estaba casi escrito. Con
todo, no puedo cerrar los ojos a cuanto se vive en mi ciudad, en el país. La
Reforma Energética ha sido aprobada esta semana frente a los cada vez más
impotentes defensores, ya no de los logros revolucionarios, sino de la
soberanía misma de la nación. Las voces de quienes se oponen a la desaparición de la autoridad de un, mal
que bien pero aún existente Estado, no se dejan oír. Se ha encontrado la manera
de silenciarnos. Sin atreverme a calificar la pureza de sus intenciones, me
compadezco ante los gritos desesperados, desarticulados y vacíos de los
diputados autollamados de izquierda que recurren incluso al escándalo del
desnudo para llamar la atención sobre el grave “error”, premeditado por las
altas esferas del poder empresarial, que se está cometiendo.
La
insignificancia de estos gestos, la ridiculez del desnudo y el martirio frente
a la turba de traidores deja clara nuestra indefensión: si un grupo de
diputados no han podido frenar esto, los ciudadanos, aplastados, encapsulados
por los escudos de la policía ¿qué podemos? Estamos a merced de los cómplices
en un régimen todopoderoso cuya mejor arma es la simulación.
Televisión
e imagen, futbol, devoción católica; alimento para perros amaestrados. Alguna
vez se me habló del desencanto de la política, de la pérdida de toda esperanza.
Todavía el año pasado la ciudad vivía el sueño de un poder aparentemente
preocupado por la gente, lo suficientemente tolerante como para permitir que
miles de jóvenes saliéramos a la calle a manifestar nuestro repudio, nuestro
temor al histórico error que se avecinaba con la vuelta del “Partido
Revolucionario” al poder. Todavía el año anterior soñé con democracia, con
cambios, con la fuerza de la gente que despertaría. Bastó el transcurrir de
éste para ver cómo el temor a la represión, la multiplicidad de las causas, la
desarticulación de las luchas, son instrumentos aprovechados por quienes viven
bien en medio de la deshonestidad y la avaricia; bastó un año para que los
sueños y mi juventud se diluyeran. En la antesala de los treinta, soy un hombre
desilusionado, tan cobarde, resignado y sin futuro como el resto de mi
generación, prematuramente envejecida.
La
ciudad donde algunos jóvenes nos permitimos soñar hasta hace poco ha dejado de
existir. El “gobierno democrático” ha regresado a los años de la regencia, bajo
las órdenes de la federación. Con los mismos salarios miserables, gran parte de
la población tendrá que enfrentar una nueva tarifa del medio de transporte más
importante de la ciudad para seguirse desplazando por el mismo inacabable
trayecto. Trabajar para vivir, para poder pagar por seguir trabajando y seguir viviendo
lo mismo, día con día, como un tormento al que debemos llamar vida. Esta semana
muchos se han unido a “dar el salto” para manifestar su inconformidad, manifestación
lúdica de poco impacto ante la solemne imposición de la tarifa, y la solemne
expresión de nuestros rostros cuando busquemos en los bolsillos las monedas
para pagarla. Porque esta fiesta del salto durará cuando mucho dos semanas, así
como el esperanzador movimiento #Yosoy132 se apagó con la vuelta a clases, a la
rutina diaria.
Estamos
atrapados entre nuestras pequeñas comodidades que nos hacen continuar con
nuestra vida y soportar una civilidad lejana e insignificante ante las
motivaciones individuales. Porque nos han enseñado a estar aislados, a vivir en
pequeñas burbujas de comodidad que encontramos en casa, en el televisor, en
nuestros libros, en nuestro baño con agua corriente. La comodidad, la
capacidad, por mínima que sea, del consumo, es la droga de la clase media a la
que pertenezco. Ahí están mis libros, mi viaje a la playa el fin de semana, mi
gusto por el deporte, mi necesidad de trabajar, el no saber el nombre de mis
vecinos de la puerta de enfrente…
El
Club América seguirá jugando, quizá le toque ser campeón una vez más. El futbol
es la batalla épica mejor planeada por los guionistas de los medios, y los
bares se siguen llenando. Quizá haya un gusto en simular que esas cosas nos
emocionan, que las sentimos, un gusto por simular que estamos vivos y cuando
menos podemos gritar “goool”, que es el único grito que no atrae los escudos y
los gases lacrimógenos.
Me
he permitido medio verso de un poema demasiado hermoso para el horror que acabo
de escribir. No siempre es tan injusto el mundo como las palabras.
He tratado de comentar esta entrada y algo no me deja, ya sea, mi inutilidad para la tecnología o ese como escozor por ser un texto de izquierda, el desencanto fue lo que me decidió a escribirte, pero, qué decir, hace mucho que la situación del país me ha dejado sin palabras, y tú de repente me las traes todas y duelen, se me quedan allí, en la mente, pues saben que ante la realidad, ellas son unas huerfanitas que nada pueden hacer ante el sistemático olvido de todo y de todos. La escritura ya no sirve ni siquiera de archivo, nadie lee nadie tiene memoria, nadie tiene nada
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