Antes
de que nuestra voz se escuche, antes de que el lenguaje sea aprehendido por la
mente y por las manos que tocan el mundo, algunos ya escribíamos. Escribíamos
cosas “desde el fondo de nuestro corazón” y pedíamos besos que nos hacían
soltarle a alguien promesas de trascendencia como la de “estarás en mis
poemas”. Cuando la escritura empieza a madurar nos avergonzamos de esos
antiguos versos, los escondemos. Mostrarlos suele ser un portento de
generosidad o estupidez, porque cuando uno escribe en serio le gusta saberse
único y genial, como si hubiera nacido con el secreto de la escritura
puntual y decorosa.
Incluso
quienes más tarde tomaron la decisión correcta y dejaron de escribir, tendrán
guardadas algunas líneas. Ocultos en los bajos de los cajones o en la solapa de
libros insospechados, con pliegues cuidadosos, hay papeles que sabemos
únicamente nuestros, hijos de momentos que nosotros llamamos “de debilidad”. Aunque
a veces nos olvidemos de ellos, sabemos perfectamente dónde los guardamos e
incluso el porqué.
Conservamos
nuestros primeros versos como una liga a un pasado de oro, porque nos
reconocemos en ellos momentos antes de lanzarnos de lleno a la adultez y a sus
agrores. A veces la pena amorosa que dejamos entintada y perfumada en los
papeles secretos del buró o la agenda de hace veinte años fue el motivo de
nuestro abandono de la adolescencia, etapa donde forjamos el rostro y el
camino, que muchas veces reconocemos en el otro: el amor es un espejo doble.
Cuando
la soberbia de escribir nos invade solemos decir que esos versos juveniles
están plagados de lugares comunes, los juzgamos por su cursilería, por su mala
calidad. Todo eso es cierto, mas sospecho que en el fondo ocurre que nos
hacemos rudos para las palabras, que nuestro contacto con ellas nos hace lo que
la fragua a las manos del herrero. Nuestra sensibilidad hacia ellas se ha
curtido de manera empezamos a ver su revestimiento, su forma, por eso la palabras
desnudas como los verbos amar, querer, adorar; las flores, los amaneceres, los
besos, la “belleza indescriptible” nos parecen ridículos. Los andrajos del
lenguaje transparentan las vergüenzas de los sentimientos, son las
rudimentarias hojas con que los expulsados del edén salieron y reconocieron sus
cueros, vivos y abiertos, ante un mundo que ya no era inocente.
Muchas
veces no logramos superar ese nivel de lenguaje, nos quedamos en andrajos, y no
se puede andar así por la vida. Entonces callamos los afectos y reservamos la
desnudez del sentimiento para el terapeuta, a quien pagamos para que vea
nuestras vergüenzas –pago más que justo– en una especie de secreto posmoderno
de confesión, pues ya no podemos confiar en la gratuita secrecía de los curas.
Quienes
nos dedicamos a escribir, en realidad hacemos vestiditos para los sentimientos
que deberían quedar ocultos. Como un buen diseñador de modas, el escritor
exitoso será quien consiga sugerir con gracia lo que hay debajo de sus
creaciones. El escritor sabio conoce el arte de cortar la vestidura de modo que permitan
respirar la piel, o ceñir la tela para lucir exactamente las curvaturas, sin
escandalizar.
Mas
hay gente cuya vida está alejada de ese “lujo” que es la buena literatura. Lee
libros prácticos para hacerse rica o sabia, y defenderse en otros terrenos de
la experiencia humana. Sus primeros y últimos versos quedarán guardados en un
lugar que cada quien sabrá; el secreto es tan suyo como el olor de las primeras
caricias o el sabor de las únicas, secretas lágrimas. Desde entonces podrían
haberse propuesto no volver a llorar, y las caricias irían desprovistas de todo
afecto y entrega, afanadas exclusivamente en el hallazgo de nuevas experiencias
sensoriales.
Pero
llorar y acariciar son actos tan humanos como escribir versos y ocultarlos bajo
la plantilla de los más empolvados zapatos del armario, el rincón al que nadie
llega. Si los guardamos es porque hay una implícita sospecha de que el tesoro
de nuestra humanidad está escondido en esas líneas: nuestra sensibilidad,
nuestra necesidad de afecto, nuestras primeras preguntas sobre el mundo. Somos
seres de lenguaje. Quizá hayamos tenido la suerte de encontrar las respuestas
en la vida, pero lo más común es avanzar por ella y dejar olvidadas las
preguntas, así, abiertas.
Lugares
comunes –decimos los sabihondos. Olvidamos que es precisamente el hecho de ser
comunes lo que les da valor, son un fragmento de la experiencia de todos, la
herencia adánica, el retazo compartido del paradisíaco origen que vamos
cubriendo de realidades grises, de amarguras adultas. Entregar –generalmente
por la vía amorosa– ese tesoro, es compartir la plenitud del Edén. Como en un
infinito juego de espejos, la experiencia se multiplica si la entrega es
correspondida sin reservas.
Nunca
nada en el resto de nuestra vida volverá a sabernos así. Para salvarnos de la
desdicha (o para hacerla aún más evidente) tenemos el índice de nuestros
primeros versos, que muchas veces se reduce a una sola entrada. Aunque ya no
sea posible regresar al prado de la dicha, tendremos siempre su imagen a la
mano, amarillenta y arrugada, tal vez, con las huellas de cuando quisimos
destruirla y no pudimos. El no haber podido debería hacernos, si no dichosos,
al menos sí mejores hombres: incapaces de matar lo que fuimos, incapaces de
cortar de tajo el cordón umbilical con nuestra edad dorada, lugar común de
todos los que envejecemos. Si hay Dios, deberá apiadarse de los desalmados que
sí lograron destruir el humilde y cursi testimonio de lo único que quizá haya
valido la pena de toda su desgraciada vida; roguemos por quienes nunca lo
escribieron, por los que nunca sintieron algo parecido. Amén.