Aunque
el título haya salido del humor por lo general superfluo de las redes sociales,
el asunto da que pensar. “El año de Octavio Paz”, que celebran las instancias
gubernamentales de cultura, parece erigir una efigie dorada sobre la conciencia
escasamente interesada por los asuntos literarios de un pueblo hambriento de
ídolos. Para que parezca que al gobierno le interesan sus escritores, destina
presupuestos millonarios a la difusión del centenario de nuestro Nobel y deja a
la ventura de nuestra desmemoria la celebración de otros
natalicios centenarios, entre ellos el de Efraín Huerta y el de José Revueltas.
El
desinterés por la literatura entre nuestra gente hace parecer benéfica la
conmemoración del “año de Octavio Paz”, que se difunde de muy peculiar
manera: programas radiofónicos y televisivos
especiales, encuentros de grandes personalidades del arte y la
literatura que charlan sobre su obra, y una difusión de alcances propagandísticos
donde la imagen del poeta juega un papel de ídolo –no me sorprendió la anécdota
de una mujer que hablaba y besaba la fotografía colocada en la publicidad mural
del Metro. No me he enterado de una difusión más seria, basada, por ejemplo, en la publicación y distribución masiva de las obras de poeta. Hasta ahora sólo el FCE imprimió una
introducción de Alberto Ruy Sánchez junto con otros textos, sin que el
hecho haya trascendido de los círculos ya habituados a la lectura. ¿Deberá contarse
la obviedad de que los herederos del poeta, cobijados en el prestigio de la revista
Letras Libres, no podían dejar de
lanzar un número especial?
La
celebración se vuelve entonces una mera formalidad: al autor no es necesario
leerlo, reimprimirlo ni estudiarlo, basta con elogiarlo y hacer crecer su
figura; homenaje de forma y no de fondo, como esos gobiernos del PAN que
resolvieron las problemáticas del país a fuerza de spots. Formalidad irónica
para un intelectual que sin apartarse de los contenidos, buscó trascender en la
forma, crear su imagen y su posteridad. Para evitar amarguras personales e
injustificadas en alguien que conoce con insuficiencia la obra del poeta,
prefiero remitir al artículo de Hermann Bellinghausen, “La voluntad de perdurar” que valora al poeta con sobriedad pero lanza a la vez afirmaciones de
este tenor: “No esperemos candor en alguien que al final consideraba sus poemas
homenajes a la muerte del muerto que seré”. Algo hay de eso, obra construida
para perdurar y llamar la atención sobre su artífice.
El
indiscutible portento lírico flota sobre una ética empantanada que haría correr
tinta sobre cuestiones tan baladíes como la chismografía literaria, pero
también sobre debates más profundos como la finalidad de la literatura, o las
consabidas dicotomías: literatura autónoma/ literatura comprometida, literatura
de la belleza/ literatura de la experiencia, poesía de forma/ poesía de fondo;
dicotomías que en obras tan diferentes como la de José Revueltas cobran más
sentido, o cuando menos se dejan ver más claramente.
Para
desgracia del pensamiento dicotómico, la obra de Paz es a la vez profunda y
bella, no se le pueden poner peros. El cuestionamiento está en la base de su creación, pues se trata de una obra que conforma la
imagen de un hombre, una especie de narciso post-mortem
que aplasta al resto de las presencias y de las voces, terminando por
convertirse en algo así como una dictadura cultural, no gratuitamente
fotografiada en las celebraciones del poder y afincada en las cúpulas de la
autoridad literaria.
Porque
lo mínimo que puede pasar con fenómenos como Paz es que quienes creemos en la
literatura como recurso del diálogo, como desfogue de la diversidad y expresión
del complejo cultural en donde nos desenvolvemos, veamos esta actitud
con el rabillo del ojo y desconfiemos de esta Paz, de pronto semejante a la de
los sepulcros, el silencio “de la calle antes del crimen”, que decía Villaurrutia.
Es una desconfianza que condena, porque el afán de aguar las fiestas tarde o
temprano acarrea el disgusto de los correctos y los satisfechos, el susurro del
vocablo “revoltosos” empieza a delinearse en algunos labios. Quizá lo seamos:
siempre hay quien goza de ver al rey desnudo ufanándose en su manto, ése que no
logramos ver los tontos, no porque carezca de urdimbres y colores sino porque
nos puede más el boato de la majestad, porque sencillamente nos sulfura –por
envidia, si quieren– pero quizá en el fondo haya una desnudez o algún descaro
que nos indigna y nos hace murmurar, señalar con el índice, aparatarnos del
festejo.
Para
estos revoltosos hay un Revueltas: el silencioso y severo, el encerrado y
torturado, el que se apretujaba en el autobús para ver la maravilla del
naciente Paricutín y terminaba escribiendo sobre el hombre que lloraba la
pérdida de sus tierras, el desamparo ante esa naturaleza despiadada y ardiente
como un volcán, que es la humana. Quizá esos hombres sin arco ni lira,
sin llama doble estén condenados a los días terrenales, los muros de agua que de
una u otra manera terminan aislándolos en un laberinto de soledad, ya sea el
que les construye la megalomanía o ése al que suelen conducir la rectitud de
ideales y de acciones, la valentía de decirle incluso a los nuestros lo
equivocados que están, que estamos todos. Acaba el laberinto de la soledad
engullendo a los que prefieren las Revueltas, la denuncia de los errores a la
Paz del status quo; los deja sin
posteridad ni convergencias, sin pompas oficiales por la centena de años que en
algún valle de lágrimas habrían de celebrarse en honor de una existencia aprisionada.
La Paz de los sepulcros es premiada entonces por su astuta (para algunos discreta) complicidad con lo establecido, libertad bajo palabra cada vez menos confiable por mucho que se
anuncie con bombos y platillos.
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