miércoles, 23 de abril de 2014

Lugar común. Índice de primeros versos

Antes de que nuestra voz se escuche, antes de que el lenguaje sea aprehendido por la mente y por las manos que tocan el mundo, algunos ya escribíamos. Escribíamos cosas “desde el fondo de nuestro corazón” y pedíamos besos que nos hacían soltarle a alguien promesas de trascendencia como la de “estarás en mis poemas”. Cuando la escritura empieza a madurar nos avergonzamos de esos antiguos versos, los escondemos. Mostrarlos suele ser un portento de generosidad o estupidez, porque cuando uno escribe en serio le gusta saberse único y genial, como si hubiera nacido con el secreto de la escritura puntual y decorosa.
     Incluso quienes más tarde tomaron la decisión correcta y dejaron de escribir, tendrán guardadas algunas líneas. Ocultos en los bajos de los cajones o en la solapa de libros insospechados, con pliegues cuidadosos, hay papeles que sabemos únicamente nuestros, hijos de momentos que nosotros llamamos “de debilidad”. Aunque a veces nos olvidemos de ellos, sabemos perfectamente dónde los guardamos e incluso el porqué.
     Conservamos nuestros primeros versos como una liga a un pasado de oro, porque nos reconocemos en ellos momentos antes de lanzarnos de lleno a la adultez y a sus agrores. A veces la pena amorosa que dejamos entintada y perfumada en los papeles secretos del buró o la agenda de hace veinte años fue el motivo de nuestro abandono de la adolescencia, etapa donde forjamos el rostro y el camino, que muchas veces reconocemos en el otro: el amor es un espejo doble.
     Cuando la soberbia de escribir nos invade solemos decir que esos versos juveniles están plagados de lugares comunes, los juzgamos por su cursilería, por su mala calidad. Todo eso es cierto, mas sospecho que en el fondo ocurre que nos hacemos rudos para las palabras, que nuestro contacto con ellas nos hace lo que la fragua a las manos del herrero. Nuestra sensibilidad hacia ellas se ha curtido de manera empezamos a ver su revestimiento, su forma, por eso la palabras desnudas como los verbos amar, querer, adorar; las flores, los amaneceres, los besos, la “belleza indescriptible” nos parecen ridículos. Los andrajos del lenguaje transparentan las vergüenzas de los sentimientos, son las rudimentarias hojas con que los expulsados del edén salieron y reconocieron sus cueros, vivos y abiertos, ante un mundo que ya no era inocente.
     Muchas veces no logramos superar ese nivel de lenguaje, nos quedamos en andrajos, y no se puede andar así por la vida. Entonces callamos los afectos y reservamos la desnudez del sentimiento para el terapeuta, a quien pagamos para que vea nuestras vergüenzas –pago más que justo– en una especie de secreto posmoderno de confesión, pues ya no podemos confiar en la gratuita secrecía de los curas.
     Quienes nos dedicamos a escribir, en realidad hacemos vestiditos para los sentimientos que deberían quedar ocultos. Como un buen diseñador de modas, el escritor exitoso será quien consiga sugerir con gracia lo que hay debajo de sus creaciones. El escritor sabio conoce el arte de cortar la vestidura de modo que permitan respirar la piel, o ceñir la tela para lucir exactamente las curvaturas, sin escandalizar.
     Mas hay gente cuya vida está alejada de ese “lujo” que es la buena literatura. Lee libros prácticos para hacerse rica o sabia, y defenderse en otros terrenos de la experiencia humana. Sus primeros y últimos versos quedarán guardados en un lugar que cada quien sabrá; el secreto es tan suyo como el olor de las primeras caricias o el sabor de las únicas, secretas lágrimas. Desde entonces podrían haberse propuesto no volver a llorar, y las caricias irían desprovistas de todo afecto y entrega, afanadas exclusivamente en el hallazgo de nuevas experiencias sensoriales.
     Pero llorar y acariciar son actos tan humanos como escribir versos y ocultarlos bajo la plantilla de los más empolvados zapatos del armario, el rincón al que nadie llega. Si los guardamos es porque hay una implícita sospecha de que el tesoro de nuestra humanidad está escondido en esas líneas: nuestra sensibilidad, nuestra necesidad de afecto, nuestras primeras preguntas sobre el mundo. Somos seres de lenguaje. Quizá hayamos tenido la suerte de encontrar las respuestas en la vida, pero lo más común es avanzar por ella y dejar olvidadas las preguntas, así, abiertas.
     Lugares comunes –decimos los sabihondos. Olvidamos que es precisamente el hecho de ser comunes lo que les da valor, son un fragmento de la experiencia de todos, la herencia adánica, el retazo compartido del paradisíaco origen que vamos cubriendo de realidades grises, de amarguras adultas. Entregar –generalmente por la vía amorosa– ese tesoro, es compartir la plenitud del Edén. Como en un infinito juego de espejos, la experiencia se multiplica si la entrega es correspondida sin reservas.
     Nunca nada en el resto de nuestra vida volverá a sabernos así. Para salvarnos de la desdicha (o para hacerla aún más evidente) tenemos el índice de nuestros primeros versos, que muchas veces se reduce a una sola entrada. Aunque ya no sea posible regresar al prado de la dicha, tendremos siempre su imagen a la mano, amarillenta y arrugada, tal vez, con las huellas de cuando quisimos destruirla y no pudimos. El no haber podido debería hacernos, si no dichosos, al menos sí mejores hombres: incapaces de matar lo que fuimos, incapaces de cortar de tajo el cordón umbilical con nuestra edad dorada, lugar común de todos los que envejecemos. Si hay Dios, deberá apiadarse de los desalmados que sí lograron destruir el humilde y cursi testimonio de lo único que quizá haya valido la pena de toda su desgraciada vida; roguemos por quienes nunca lo escribieron, por los que nunca sintieron algo parecido. Amén.

1 comentario:

  1. Tu entrada me gustó tanto que me hizo pensar en el hecho de la escritura misma, de ese vestí digo que dices que le ponemos a la brutalidad de los sentimientos, y al paradisíaco momento de rompe y rasga , irrepetible, según tú, que dio pie a tanto caudal de amor y salvaguarda de fama através de la pluma. Estoy de acuerdo en el valor de la escritura, pues es dar nuestra opinión sobre el mundo y sobre nosotros mismos, pero pienso que cuando es grande la literatura nos muestra la realidad aún más profunda y muchas veces desgarradora y humana que un te amo desde el fondo de mi corazón puede darnos. En las dos para mí hay sinceridad, pero en la segunda está ya el oficio calcado en la sangre, en cada gesto de la vida. Tampoco pienso que sólo en esa etapa primigenia, de balbuceo escritural la vida sé siente más vida, quizá el golpe sea más inmediato, pero al menos para mí, con mi edad, el golpe ahora es más profundo, más hijo de la chiingada. Perdona los errores no me pare a ver los estragos d el autocorrector. Un gran abrazo, me encantó la entrada

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