En
cama, reposando la embriaguez de la jornada, descubro que todo me importa a
medias. No es el esplín, el aburrimiento del que todo lo ha leído o el que se
aburre de la carne, no. Todavía me habitan ciertos deseos que brotan en
chispazos sin fruto y son ellos quienes evidencian el origen de mi abulia y mi
inmovilidad: estoy pleno. Si alguna vez imaginé mi vida, es probable que no
haya podido ver más allá de este punto: esta habitación felizmente solitaria e
independiente, esta maestría concluida, esta novela escrita, este maratón
logrado, los países visitados que nunca creí conocer…
Me
gustaría decirlo con la boca llena de orgullo, y no es improbable que lo
sienta. El problema es que sigo aquí. No sé si me explico: las metas, tan
lejanamente planteadas se han rebasado y nunca preví esta situación.
–“Cuando
sea grande… – solía decir en la casa
materna hace no muchos años, luego soltaba algún plan que parecía remoto para
cerrar con un –entonces podré morirme”.
–Ya estás grande– decía mi sarcástica hermana,
urgiéndome a que actuara, a que dejara de soñar.
Pero
ahora todos los “cuando-sea-grande” se han cumplido. Nunca preví esta
situación. Estoy pleno. ¿Y bien? Ya me he y me han felicitado en los momentos
justos, ¿entonces?
–Ya
puedes morirte –dirán los cáusticos, y
sí, ya puedo, pero no ha pasado y no me siento con derecho a ejecutarlo –no estaba en los planes –por así decirlo. No me muero de ganas, no.
Desde
siempre desconfié de las secuelas. Las películas con final feliz me disgustaban,
porque el “vivieron felices para siempre” implicaba una tremenda omisión que
nunca me expliqué cómo podían pasar todos por alto: cuando los enamorados se
casan, cuando el misterio se resuelve, cuando desaparece la amenaza, la vida
sigue, y ésta, amiguitos y amigotes, ni es feliz ni es uniforme ni es para
siempre.
–Cásate
–dirán los peores enemigos. ¿En semejante plenitud? ¿Renunciar a la felicidad
lograda y encima hacer que otro arrastre el dolor de mi renuncia, junto con mis
manías, mi olor de axilas y mis ansiedades? Mi pobre joven noviecita no se lo
merece, ni yo, ni los changuitos resultantes de semejante desvarío
decimonónico. Mientras escribo, los vecinos de abajo se gritan como cada noche,
el niño berrea.
–Escribe
más – dirán los buenos amigos. Pero no me da el cerebro para tantas prisas, mi
atención es dispersa: voy a la cocina y tengo que regresar a la habitación
porque no sé qué diantre estaba haciendo
en la cocina. No, no por ahora.
–Trabaja,
no seas huevón – diría mi madre, quizá el más sabio de los consejos. Pero si no
lo necesitara, no buscaría el dinero, la verdad. Me cae bastante gordo y a la
vez me enferma, me pone verde y tacaño. Lo veo como un número abstracto que
sube y baja sin alarma en determinadas fechas del mes. Ni quiebro ni me duermo
en mis laureles. Trabajo lo justo para mantener mi posición. ¿Para qué más?
Plenitud,
amigos, plenitud. La verdad es que no le puedo pedir nada más a la vida o más
bien, ya no sé qué más pedirle y ése es el maldito problema.
Quienes
me envidien dirán: “la vida no te ha golpeado, ya verás cuando te toque”.
Quienes me conocen sabrán que también he tenido mi ración del “gordo del caldo
del sufrimiento” –diría Bonifaz, y mis “golpes, en la vida, tan fuertes” –diría
Vallejo, salvo “el golpe del odio de Dios” tal vez, pues a cambio de mi
incredulidad me ha dado a manos llenas.
En
los últimos días se me han vuelto preocupantes mi afición al alcohol y mi irresponsabilidad
en el trabajo. Ambas deben provenir de este desencanto posterior a la boda con
mis metas. Quedó atrás el final feliz. Se hace forzoso citar a un mal poeta,
pero “¿qué hago yo con mis huesos a esta hora?”
Cuando
escribía los primeros párrafos tuve hambre. Sólo encontré unos frijoles viejos,
queso baboso y tortillas de harina momificadas en conservador. Devoré los dos
burritos antes de terminar un párrafo. Soy un ansioso. Siempre he de esperar,
frotándome las manos en las fondas, a que mis acompañantes terminen de comer.
Sospecho que algo parecido me esté pasando con la vida. Por suerte mi memoria
es buena para reconstruir el pasado, de otra manera no sabría alargar los
placeres…
Hace
unas mañanas leía el excelente poema de un excelente amigo (si es que cabe la
embriaguez en la excelencia). Me extrañó que él, siempre respetuoso de la
tradición, se burlara de la Beatriz de Dante. –La contemplación es ridícula –me
dijo –es un estado de idiotez. Efectivamente, el absoluto anula la
inteligencia: Dios, en su acto primigenio, separó la luz de las tinieblas.
Sobre esa distinción se ha sostenido el mundo y sigue sosteniéndose ahora que
la Astrofísica estudia la materia oscura.
Me
gustaría pensar que el pozo hacia donde mi vida se dirige es la amable
contraparte del éxtasis (bastante ecuánime, por cierto) causado por el logro de
mis metas. Es probable que de él se desprendan otras nuevas que den sentido a mis
días, a este “sentarse en la calle de la vida, para verla pasar sin
entenderla”, pues me siento como el indio Jesús del cuento de Reyes.
A
estas horas, el poeta borracho debe estar en la plenitud de su sueño o de sus
libros. Vive, para colmo, en la colonia Plenitud Azcapotzalco, por si le
quieren ir a reclamar que me haya extendido tanto en esta entrada. Sin su
poesía y sin su embriaguez nunca habría escrito estas líneas. No me hubiera
percatado de que el principal atributo de la plenitud es ser acomodaticia.
Ya el título me parecía curioso, pero ya que le digas a ese poetastro borracho..., dónde está la amistad. Ahora bien, si la amistad es compartir el caldo gordo del sufrimiento o extender la mano o la boca para decirte todo lo que te falta por hacer; porque, Pati, estás en pañales, vas a la mitad del camino y... Pero bueno, ciertamente no muchos vivien en la Plenitud, al menos yo tengo la ventaja del nombre, aunque nada más sea por el nombre y. Sí, por los grandes amigos que me tocó en suerte. Gracias por extenderte un poquito, como te dije, sin contemplaciones.
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