Después
de haber dormido tantas horas (quizá la enfermedad me haya agotado de más esta
semana) me declaro listo para cumplir con la cuota semanal de una entrada. Hay
veces como ésta, aunque últimamente ha ocurrido más, en que me es difícil
elegir el tema. Sin embargo ya recurrí alguna vez a la temática de la ausencia
de temas y descubrí, mientras iba escribiendo la entrada, que prácticamente se
puede hablar de cualquier cosa. Un escritor de oficio tiene que ser capaz de
hacerlo, y si esa es nuestra tirada…
Entiéndase
que para decir algo sobre las cosas, así sea la frescura de la mañana o la
cocina de la casa materna donde estoy sentado, o sobre la enfermedad de la
semana o sobre la probabilidad de explotación de cualquier tema no se necesita
más que un poco de observación y de memoria; inteligencia nivel básico para
encontrar relaciones entre las cosas y lo que nos hacen sentir, nuestra
experiencia de ellos, sus relaciones con otras que nos evoquen una vivencia más
intensa. Y tal vez a nadie le interese cuanto puedo decir sobre los litchis que
tengo a la izquierda o sobre los nuevos azulejos de la cocina, es verdad, y el
lector está en su justo derecho de cerrar la página y decir: “a éste ya se le
acabaron los temas”, pero no faltan las poéticas donde el papel del lector
quede en segundo si no es que en tercer plano. La escritura ha sido para mí un modo
particular de respiración, perdonen ustedes si molesta el ronquido o el rozne,
pero sin ella me ahogo, me desconecto del mundo y cuanto lo integra.
Desde
luego tampoco se trata de excluir al lector y encerrarme en mi mundillo de
palabras chuecas; finalmente se escribe también desde la experiencia que
concebimos como humana y común. Entonces cualquiera que haya mordido un litchi
y se haya enfrentado al puerco espín de su coraza entenderá que a alguien se le
haya ocurrido hacer una hipérbole sobre el acto épico de hincarle el diente, y
quien haya experimentado cambios en la cocina de su casa podrá evocar los
tiempos en que ésta era distinta, desde que su madre lo alejaba con un exceso
de precaución del fuego en esa estufa vieja de cerillos, hasta el momento en
que somos nosotros, ahora, quienes ponemos el agua para el café y tenemos que
explicar a mamá que basta con apretar la perilla y torcerla un poco para que se
haga la luz y su calor sazone las sempiternas delicias que salen de sus manos,
que los cerillos se fueron con el siglo y nuestra niñez.
Y
nos podemos pasear por cualquier tema como nos podemos pasear el litchi por la
mano y sentir la aspereza de su armadura y luego acariciarlo desnudo con la lengua
y evocar las suavidades de la uva o del zapote, contrastar su sabor y la dureza
de su núcleo. Entonces estaremos dando el toque exacto de cada ingrediente a un
texto que arrancó de una temática aparentemente insulsa, prescindible para
todos. Quizá después caigamos en la cuenta de que todo puede tan prescindible o
tan indispensable como nuestra propia manera de acercarnos a la vida nos lo
exija.
No
todos estamos del humor, o simplemente carecemos de la capacidad para minar los
grandes temas, como de las máscaras del mexicano para no rajarse (disculpen
pero ayer releía a Paz) en el carnaval del mundo, ni todos podemos hablar del
Ser y el Tiempo (en la semana le di la bendición a mi pobre hermana con su tarea) y aun así, todos cabemos en lo que esos textos tratan
de decirnos, en la serie universal de cosas que somos incapaces de entender de
buenas a primeras y que mentes privilegiadas intentan traer a nuestro lenguaje.
Para lograrlo, Paz o Heidegger tuvieron que recorrer caminos más o menos largos
y llenos de vericuetos, acercar objetos pequeños a su inteligencia e
iluminarlos después con la claridad u obscuridad de su palabra.
Salpimentar
la escritura. Puede no ser el término más acertado: suena a echar un poco de
esto por aquí y de esotro por allá. No hay que simplificar. Para salpimentar
correctamente hay que saber acercarse al objeto, radiografiarlo bien y luego
compartirlo bajo la luz de nuestra propia inteligencia, esta herencia de los
siglos cuando los escritores pensaban con seriedad en su objetos; observaciones
y descripciones decimonónicas que nos llegaron a ser cansadas como lectores
pero a las que debemos mucho quienes queremos escribir.
Pienso
también, por contraste, en Gómez de la
Serna y la intención lúdica de sus greguerías, que eran poco más que un cambio
de iluminación, un juego de brevedad, plasticidad y humor que podía invertir
las habituales perspectivas sobre los objetos. Pienso también, o me pregunto,
sobre el daño que su experimento pudo hacerle a la literatura con tanto
minificcionista o cuentweeista barato, incapaz de escribir ya no con la calidad
sino con la extensión de El caballero del
hongo gris, o cuando menos de una tesis de licenciatura; pero pienso
también en Monterroso o en Ana María Shua y creo que el daño no lo infligieron
tanto las greguerías como la posmodernidad y su aceleración, el paladeo rápido
del texto o la preferencia de la imagen, o el juego de ingenio que muchas veces
no pasa de ser una bufonada y quiere sustituir la necesaria profundidad del
pensamiento.
Porque
no se necesita ir tan hondo ni agotar el tema para que el texto mueva y suma a
quien nos lee en una reflexión que vale para él. Ayer, una breve entrada sobre
Memphis en el blog o diario o bitácora de Muñoz Molina fue suficiente para
hacerme recobrar la fe, aunque fuera unos momentos, en el género humano. Y nunca el escritor me dijo que fuera esa su
intención, sino que supo mostrar, con su
talento ya consolidado, una parte del mundo que yo desconocía; movió
momentáneamente mis prejuicios, las nubes ideológicas que obnubilan la razón en
nuestros pensamientos cotidianos. Del mismo autor recuerdo un texto sobre los
bocetos y los borradores, sobre el valor de los diarios: el inacabamiento o el
carácter también provisional de la escritura muestran el proceso, el camino.
Pocas cosas podemos agradecer más quienes estamos aprendiendo a colocar en los
textos la justa cantidad de sal y de pimienta para hacerlos digeribles, y si no
es mucho pedir, lo suficientemente nutritivos.