martes, 27 de mayo de 2014

Salpimentar la escritura

Después de haber dormido tantas horas (quizá la enfermedad me haya agotado de más esta semana) me declaro listo para cumplir con la cuota semanal de una entrada. Hay veces como ésta, aunque últimamente ha ocurrido más, en que me es difícil elegir el tema. Sin embargo ya recurrí alguna vez a la temática de la ausencia de temas y descubrí, mientras iba escribiendo la entrada, que prácticamente se puede hablar de cualquier cosa. Un escritor de oficio tiene que ser capaz de hacerlo, y si esa es nuestra tirada…
     Entiéndase que para decir algo sobre las cosas, así sea la frescura de la mañana o la cocina de la casa materna donde estoy sentado, o sobre la enfermedad de la semana o sobre la probabilidad de explotación de cualquier tema no se necesita más que un poco de observación y de memoria; inteligencia nivel básico para encontrar relaciones entre las cosas y lo que nos hacen sentir, nuestra experiencia de ellos, sus relaciones con otras que nos evoquen una vivencia más intensa. Y tal vez a nadie le interese cuanto puedo decir sobre los litchis que tengo a la izquierda o sobre los nuevos azulejos de la cocina, es verdad, y el lector está en su justo derecho de cerrar la página y decir: “a éste ya se le acabaron los temas”, pero no faltan las poéticas donde el papel del lector quede en segundo si no es que en tercer plano. La escritura ha sido para mí un modo particular de respiración, perdonen ustedes si molesta el ronquido o el rozne, pero sin ella me ahogo, me desconecto del mundo y cuanto lo integra.
     Desde luego tampoco se trata de excluir al lector y encerrarme en mi mundillo de palabras chuecas; finalmente se escribe también desde la experiencia que concebimos como humana y común. Entonces cualquiera que haya mordido un litchi y se haya enfrentado al puerco espín de su coraza entenderá que a alguien se le haya ocurrido hacer una hipérbole sobre el acto épico de hincarle el diente, y quien haya experimentado cambios en la cocina de su casa podrá evocar los tiempos en que ésta era distinta, desde que su madre lo alejaba con un exceso de precaución del fuego en esa estufa vieja de cerillos, hasta el momento en que somos nosotros, ahora, quienes ponemos el agua para el café y tenemos que explicar a mamá que basta con apretar la perilla y torcerla un poco para que se haga la luz y su calor sazone las sempiternas delicias que salen de sus manos, que los cerillos se fueron con el siglo y nuestra niñez.   
     Y nos podemos pasear por cualquier tema como nos podemos pasear el litchi por la mano y sentir la aspereza de su armadura y luego acariciarlo desnudo con la lengua y evocar las suavidades de la uva o del zapote, contrastar su sabor y la dureza de su núcleo. Entonces estaremos dando el toque exacto de cada ingrediente a un texto que arrancó de una temática aparentemente insulsa, prescindible para todos. Quizá después caigamos en la cuenta de que todo puede tan prescindible o tan indispensable como nuestra propia manera de acercarnos a la vida nos lo exija.
     No todos estamos del humor, o simplemente carecemos de la capacidad para minar los grandes temas, como de las máscaras del mexicano para no rajarse (disculpen pero ayer releía a Paz) en el carnaval del mundo, ni todos podemos hablar del Ser y el Tiempo (en la semana le di la bendición a mi pobre hermana con su tarea) y aun así, todos cabemos en lo que esos textos tratan de decirnos, en la serie universal de cosas que somos incapaces de entender de buenas a primeras y que mentes privilegiadas intentan traer a nuestro lenguaje. Para lograrlo, Paz o Heidegger tuvieron que recorrer caminos más o menos largos y llenos de vericuetos, acercar objetos pequeños a su inteligencia e iluminarlos después con la claridad u obscuridad de su palabra. 
     Salpimentar la escritura. Puede no ser el término más acertado: suena a echar un poco de esto por aquí y de esotro por allá. No hay que simplificar. Para salpimentar correctamente hay que saber acercarse al objeto, radiografiarlo bien y luego compartirlo bajo la luz de nuestra propia inteligencia, esta herencia de los siglos cuando los escritores pensaban con seriedad en su objetos; observaciones y descripciones decimonónicas que nos llegaron a ser cansadas como lectores pero a las que debemos mucho quienes queremos escribir.
     Pienso también, por contraste, en Gómez de la Serna y la intención lúdica de sus greguerías, que eran poco más que un cambio de iluminación, un juego de brevedad, plasticidad y humor que podía invertir las habituales perspectivas sobre los objetos. Pienso también, o me pregunto, sobre el daño que su experimento pudo hacerle a la literatura con tanto minificcionista o cuentweeista barato, incapaz de escribir ya no con la calidad sino con la extensión de El caballero del hongo gris, o cuando menos de una tesis de licenciatura; pero pienso también en Monterroso o en Ana María Shua y creo que el daño no lo infligieron tanto las greguerías como la posmodernidad y su aceleración, el paladeo rápido del texto o la preferencia de la imagen, o el juego de ingenio que muchas veces no pasa de ser una bufonada y quiere sustituir la necesaria profundidad del pensamiento.

     Porque no se necesita ir tan hondo ni agotar el tema para que el texto mueva y suma a quien nos lee en una reflexión que vale para él. Ayer, una breve entrada sobre Memphis en el blog o diario o bitácora de Muñoz Molina fue suficiente para hacerme recobrar la fe, aunque fuera unos momentos, en el género humano. Y nunca el escritor me dijo que fuera esa su intención, sino que supo mostrar, con su talento ya consolidado, una parte del mundo que yo desconocía; movió momentáneamente mis prejuicios, las nubes ideológicas que obnubilan la razón en nuestros pensamientos cotidianos. Del mismo autor recuerdo un texto sobre los bocetos y los borradores, sobre el valor de los diarios: el inacabamiento o el carácter también provisional de la escritura muestran el proceso, el camino. Pocas cosas podemos agradecer más quienes estamos aprendiendo a colocar en los textos la justa cantidad de sal y de pimienta para hacerlos digeribles, y si no es mucho pedir, lo suficientemente nutritivos.             

martes, 20 de mayo de 2014

Poética del encierro



Para la convivencia amorosa, a diferencia de quienes vagan por la ciudad, de café en café y panadería en panadería, preferimos la reclusión en casa. No es sólo la intimidad de los cuerpos sino la convivencia de los gestos, las palabras (alguien diría de los espíritus) lo que nos arroja a la guarida que encuadran las paredes. Nos aleja del sol y las miradas, no porque tengamos algo que ocultar sino por una suerte de celo por compartir nuestro espacio con los otros, nuestras actuaciones, el lenguaje que hemos creado y que en la calle está fuera de lugar pues no podemos apropiárnosla toda.
    No necesitamos distracciones. Basta compartir la cama o el sofá, la sal y la mesa y las sonrisas y las riñas y las tardías, quizá deliberadamente retardadas conciliaciones. La calle es tan vasta que nos aleja de la contemplación de nuestros rostros, estado de idiotez en el que nos perdemos cuando cerramos la puerta y disfrutamos a solas el tesoro, las caricias como joyas de la mirada o el chiste consabido que no pierde sus efectos, revitalizado por la repetición.
     El cofre judaicamente celado de la habitación se llama nosotros y no lo mostramos por que no lo roben, por que no le caiga el polvo o el smog lo asfixie; mejor ahogarlo de nuestros alientos o de nuestra carne, del cansancio de los huesos que rebotan en el colchón y crece con el fervor del cuerpo. Pero nada es grave cuando hay un colchón debajo, cuando dormimos nuestra dicha desnuda y rutinaria.
     Porque afuera nos persigue el tiempo y hay que usar zapatos. Afuera sólo hay dichas pasajeras: la comida, el cine, los trayectos fluyen pronto, y aunque en la habitación también avancen los relojes, no hay instantes perdidos. Somos bobos, somos éxtasis, somos nada más. El verbo cobra sentido absoluto cuando se lo conjuga en esa primera del plural, sólo legitimada entre cuatro paredes. Afuera únicamente estamos, transitamos. Finalmente para qué es la calle. Se camina lado a lado, dando el perfil, apenas la silueta de quien nos acompaña. Hay que detenerse para mirar de frente y beberse al otro con los ojos, para percibir completa la sonrisa. Detenidos, basta acercar los rostros para que se multipliquen en la deformidad del bizco, del desenfoque que es desvanecerse para ser bebido por el otro, para el beso. 
     Así exploramos la ciudad interna, cuyas arterias llevan la confundida sangre de nuestras pequeñas muertes, planicies de piel sembradas de lunares, minas explosivas de la risa o del placer, la fuente de una boca inagotable, desencantado goce que la mano alcanza. No da para mucho escribir, pues no se sufre, no para relatar y sí para envidiarse. ¡Hasta qué hora son cuatro estas paredes! –decía Vallejo, mas es el cascarón si estamos juntos, si miramos hacia la hondura, no hacia el límite; es el útero en que descasamos cuando en posición fetal –de a cucharita– nos acoplamos el uno en el otro, con la puerta cerrada del sarcófago cuyos ojos abiertos al mundo nos inmortalizan en la intemporalidad del sueño.  No hace falta el café ni los pasteles, no las flechas del sol que nos marchiten o la lluvia que nos difumine.

lunes, 12 de mayo de 2014

Lolita de la tarde



No debe ser, honrados y celosos padres de familia, que mandan a sus hijas al colegio. No debe ser, piadosas madres que las engendran para perpetuarse en ellas. Y sin embargo puede, puede contundentemente en los descuidos de la carne, cuando despiertan mayo y su deseo, cuando se van los cursos al olvido. El libro, las gafas, el cruce de piernas bajo la falda oscura y corta, “peces sorprendidos” de Lorca que no se me escapaban sino me invadían, me tragaban.
     He visto tantas chicas leyendo, tan pocos afeites que las enchulen como ése; el hecho simple de pertenecer al mundo ajeno de la lectura que las cautiva. Pero a solas, en el patio bullente de trallazos y gambetas, de palabrotas arrancadas a la justa de muchachos que ella parece ignorar, embebida en los fustes y patines de una letra que sus lentes hacen parecer minúscula y romana, eso no le he visto nunca. 

     Estimados padres de familia, respetables madres:

     Hace falta malicia para combinar de esa manera los encantos del cuerpo y de la mente. El libro grande y blanco sobre el regazo, sobre los medios muslos que asoman su lisura y su flagelo. Justamente frente a mi puerta –¿por qué?– a la hora más silvestre de la tarde, entre el recuerdo de la siesta y la opresión de las obligaciones. Es verdad, ilustrísimos progenitores de lolitas, que también se es malicioso por fisgar desde atrás de un escritorio repleto de pruebas finales, en hora de clase, frente a un grupo ocioso y aburrido que espera la chicharra…
     Con una tersura sostenida por el viento, la puerta le hacía el marco de una virgen. Jóvenes sudorosos la rodearon de pronto, alumnos míos que esperaban turno para jugar una vez más, para quemar testosterona y juventud en una cáscara sin triunfos ni derrotas. Pluma en mano envidiaba sus años, su ignorancia, el descaro de sus merodeos que poco después la obligarían a cubrir sus piernas con un suéter. Quizá haya sido el frío o la culpa secreta que empecé a sentir cuando lo hizo, como si me hubiera descubierto, como si la hubiera ultrajado mi mirada o la energía viril de sus colegas transmitiera mi deseo y mi asombro, mi salivante contemplación.   
     Sonreíste a los muchachos, alguno de ellos fanfarroneó con unas flexiones igualmente ajenas a tu mirada, volcada sobre las páginas. Cuanto hubiera dado por saber qué leías, lo doy ahora por no haberlo sabido, por dejar en el misterio un significante que podría haber destruido la veneración de tu imagen, serenidad pulsante de tus años tiernos, flamantes carnes rebosadas.
     Señores padres de familia, disculparán ustedes que deje de dirigirme a sus personas para regodearme en el lenguaje de mi deseo, de mi recuerdo, pues para escribir hay que volver a la imagen, que es su nido. Disculparán entonces la fotografía que me permití tomar desde el escritorio, descaradamente, pues sabía que sin ella la fantasía habría de esfumarse en una impresión desvaída, como la comba del cabello sobre sus hombros… Ya sabrán ustedes qué medidas aplicar en mi caso.
     Me pesa la obligación moral de disculparme, de reconocer la prohibición, de explicar que el encanto consistía en la conjunción simbólica de la civilización y la barbarie, la prohibición social y el llamado de la especie, de las expectativas cumplidas cuando una mujer es inteligente y sexy al combinar literatura y minifalda. Pesa también la posibilidad de la simulación o de la pose, mas a estas horas a quién puede importar, con el trabajo hecho y el deseo despierto. Y sin embargo no he ido más allá del escritorio, aún en el desahogo de la página; el escritorio que es la barrera entre tu imagen y su olor, entre la fantasía que he fabricado y el timbre tal vez nasal de tu voz que la lectura ha silenciado para acentuar la perfección de mi deliquio. El deseo es frágil y valioso como un himen, ingenuo y subversivo, como la minifalda de tus diecisiete años.   
     Detrás del escritorio mi carne está a sus anchas, disfrazada, Lolita de la tarde. Tú lo estabas en la silla y en el patio; la caricia del aire sobre tu uniforme y tu literatura ignota. Entre  tropezones y osadías me pregunto si

aventurar el verso es adentrar la mano en tu rodilla
la nariz en tus humores,
en la mini oscura
la sonrisa-luna de mi climaterio
escritorios y ventanas
destejen el nudo de tus muslos
con palabras;
humedad amarga del verano,
la lengua y sus alcances
de rincón convulso.

viernes, 2 de mayo de 2014

El derecho a la soledad



Es grande la ciudad, demasiado grande para imaginar que alguien pueda escapar al amontonamiento de los cuerpos y las voces de la necesaria vida colectiva. Incluso en el encierro están siempre los demás, los que habitan el hogar, las voces de la sangre o los amigos que en el afán de hacer pasajera la existencia cumplen puntillosamente los rituales de la convivencia, la fiesta o la risa. El alcohol o el olvido serán acaso sus mayores atractivos; incluso los desahogos permitidos del festejo se convierten en rutina.  
El miedo a la soledad, a los instantes vacíos, suelen obligar a la ansiosa búsqueda de actividades y de rostros. En el juego social desfilan las máscaras de la profesión y los valores alguna vez elegidos, las ideas portadas como estandarte y medio de identificación. Personajes son fabricados para actuar en sociedad y lucir sus galas. Sin la mirada de los otros, queda dirigir la propia al interior: la soledad obliga a la crítica, al ahondamiento. Es posible ver entonces las fisuras de la máscara, los remiendos del disfraz, la absoluta arbitrariedad con que, en la mayor parte de los casos, fueron elegidos los rasgos fisionómicos y las ideas o experiencias que los alimentan. La sola idea de no ser quienes creemos nos angustia, subyace en los momentos de silencio, cuando parece alzarse una interrogación “¿Y si estoy equivocado?”
Hay que aplastar esa pregunta, sacar de sus órbitas los escrutadores puntos de la interrogación  que miran desde arriba y desde abajo todo el panorama de la duda. Para eso están los bares, los centros comerciales, las tiendas de golosinas disfrazadas de cafés, las conexiones interactivas hechas para forjarnos un rostro que lucir y contonear frente a los otros. Se vuelve necesaria la distracción del ruido, la luminosa promesa de los anuncios espectaculares, las carcajadas de la cerveza y la estupefaciente diversión.
Leer, escuchar el silencio o abrir los oídos a las dudas, a viejas preguntas formuladas desde el pasado y que no hemos querido enfrentar, también es una ocupación noble. Requiere su tiempo y su espacio, requiere un poco de paz y la exclusiva presencia de uno mismo. Saber estar con todos los que hemos sido y hemos podido ser, o hemos querido sin poder es un acto necesario de purificación sin más intermediarios que la propia consciencia, sin gurús, ídolos o imágenes. Cobramos entonces consciencia de lo que somos y aprendemos a quitarnos el disfraz, nos volvemos realmente responsables de cuanto podemos dar al mundo, también de nuestros límites. El gesto se relaja, mas no por laxitud o indiferencia, sino por haber perdido la angustia de ser descubiertos en la farsa.
Si  alguien ejercita estas facultades es visto como inadaptado, amargado, raro –cuando menos. Así como es posible y sano ejercitar el cuerpo en soledad, al correr, al caminar o masturbarse, el espíritu requiere sus momentos de autoexamen, de reflexión, mínimo de lectura. Es duro lidiar con la incomprensión que devenga el solitario a costa de un aislamiento que no debe turbar a nadie, ni nadie debería turbar. Cuando alguien está solo corre el único peligro de encontrarse, de demostrar lo innecesario de las religiones grandilocuentes, de las patrias demagógicas, de las ostentosas genealogías.  
Cuando era niño, veía corretearse a los otros y gritar, reír; de pronto me aventuraba a participar para experimentar quizá, para no quedarme al margen de la vida. Sin embargo, muchas veces el rincón desde donde observaba me fue más grato. Venían entonces mis padres a sacarme del “indeseable” aislamiento, como si éste necesariamente equivaliera a mi infelicidad. Poco cambia con el tiempo: ahora suelo verme abrumado en los dilemas de la vida social y los afectos, incompatibles con el aislamiento placentero de la lectura, la escritura, el pensamiento. No termino de encontrar la forma de rechazar la convivencia sin desairar, sin parecer amargado o cortante, sangrón, grinch, loco y hasta miserable. A fin de cuentas cada quien se come su pan, por inevitable que parezca no ser la comidilla de los otros.
Resulta difícil hacer entender, en un mundo pensado para la interacción y el libre-comercio, que también la soledad es un derecho, una elección; no una patología, no un crimen. Morir sin saber quiénes fuimos ¿es humano? ¿es de humanos? Y cuando digo saber, me refiero a saberlo desde las propias dudas o certezas que nada más que el ejercicio de la soledad puede develar. Morir sin el peso de las máscaras, sin deber a nadie alguna explicación, sin debérnosla a nosotros mismos ¿no es un logro de la libertad? Porque la muerte es el más solitario de los actos y también el más definitivo.  
En el fondo, la gente intuye algo distinto en quien ejercita la soledad.  Entre la rareza y la amargura que se les imputa, se deja entrever algo como el despecho: “se cree mucho”, “se hace el digno”; como si también fuera una pose o una máscara. Mas no puede serlo, pues no habiendo ante quien lucirla se vuele innecesaria. Para quienes acostumbran a llevarlas y darlas a notar, no es fácil entender que haya quien se despoje de ellas para mirarse los lunares de la mejilla y vaya aprendiendo a aceptarlos como las heridas viejas que han cicatrizado y son parte del conjunto de rostros que el tiempo archiva hasta llegar a la versión definitiva del rictus en donde se conjuntan todas sus aristas, todas sus etapas.
Si la soledad es triste, también es necesaria como lo es en cada casa el rincón excusado donde a solas nos sentamos a contemplar y hacer fluir los pocos y malolientes frutos de la vida diaria. Escatología indispensable y comprensible, lavativa de la infección social que pulula en la ciudad, ya demasiado grande.