No
debe ser, honrados y celosos padres de familia, que mandan a sus hijas al
colegio. No debe ser, piadosas madres que las engendran para perpetuarse en
ellas. Y sin embargo puede, puede contundentemente en los descuidos de la
carne, cuando despiertan mayo y su deseo, cuando se van los cursos al olvido. El
libro, las gafas, el cruce de piernas bajo la falda oscura y corta, “peces
sorprendidos” de Lorca que no se me escapaban sino me invadían, me tragaban.
He
visto tantas chicas leyendo, tan pocos afeites que las enchulen como ése; el
hecho simple de pertenecer al mundo ajeno de la lectura que las cautiva. Pero a
solas, en el patio bullente de trallazos y gambetas, de palabrotas arrancadas a
la justa de muchachos que ella parece ignorar, embebida en los fustes y patines
de una letra que sus lentes hacen parecer minúscula y romana, eso no le he
visto nunca.
Estimados
padres de familia, respetables madres:
Hace
falta malicia para combinar de esa manera los encantos del cuerpo y de la
mente. El libro grande y blanco sobre el regazo, sobre los medios muslos que
asoman su lisura y su flagelo. Justamente frente a mi puerta –¿por qué?– a la
hora más silvestre de la tarde, entre el recuerdo de la siesta y la opresión de
las obligaciones. Es verdad, ilustrísimos progenitores de lolitas, que también
se es malicioso por fisgar desde atrás de un escritorio repleto de pruebas
finales, en hora de clase, frente a un grupo ocioso y aburrido que espera la
chicharra…
Con
una tersura sostenida por el viento, la puerta le hacía el marco de una virgen.
Jóvenes sudorosos la rodearon de pronto, alumnos míos que esperaban turno para
jugar una vez más, para quemar testosterona y juventud en una cáscara sin
triunfos ni derrotas. Pluma en mano envidiaba sus años, su ignorancia, el
descaro de sus merodeos que poco después la obligarían a cubrir sus piernas con
un suéter. Quizá haya sido el frío o la culpa secreta que empecé a sentir
cuando lo hizo, como si me hubiera descubierto, como si la hubiera ultrajado mi
mirada o la energía viril de sus colegas transmitiera mi deseo y mi asombro, mi
salivante contemplación.
Sonreíste
a los muchachos, alguno de ellos fanfarroneó con unas flexiones igualmente
ajenas a tu mirada, volcada sobre las páginas. Cuanto hubiera dado por saber qué
leías, lo doy ahora por no haberlo sabido, por dejar en el misterio un
significante que podría haber destruido la veneración de tu imagen, serenidad
pulsante de tus años tiernos, flamantes carnes rebosadas.
Señores
padres de familia, disculparán ustedes que deje de dirigirme a sus personas
para regodearme en el lenguaje de mi deseo, de mi recuerdo, pues para escribir
hay que volver a la imagen, que es su nido. Disculparán entonces la fotografía
que me permití tomar desde el escritorio, descaradamente, pues sabía que sin
ella la fantasía habría de esfumarse en una impresión desvaída, como la comba
del cabello sobre sus hombros… Ya sabrán ustedes qué medidas aplicar en mi
caso.
Me
pesa la obligación moral de disculparme, de reconocer la prohibición, de
explicar que el encanto consistía en la conjunción simbólica de la civilización
y la barbarie, la prohibición social y el llamado de la especie, de las
expectativas cumplidas cuando una mujer es inteligente y sexy al combinar
literatura y minifalda. Pesa también la posibilidad de la simulación o de la
pose, mas a estas horas a quién puede importar, con el trabajo hecho y el deseo
despierto. Y sin embargo no he ido más allá del escritorio, aún en el desahogo
de la página; el escritorio que es la barrera entre tu imagen y su olor, entre
la fantasía que he fabricado y el timbre tal vez nasal de tu voz que la lectura
ha silenciado para acentuar la perfección de mi deliquio. El deseo es frágil y valioso como un himen, ingenuo y subversivo, como la minifalda de tus
diecisiete años.
Detrás
del escritorio mi carne está a sus anchas, disfrazada, Lolita de la tarde. Tú lo estabas en la
silla y en el patio; la caricia del aire sobre tu uniforme y tu literatura ignota. Entre tropezones y osadías me pregunto si
aventurar
el verso es adentrar la mano en tu rodilla
la
nariz en tus humores,
en
la mini oscura
la
sonrisa-luna de mi climaterio
escritorios
y ventanas
destejen
el nudo de tus muslos
con
palabras;
humedad
amarga del verano,
la
lengua y sus alcances
de
rincón convulso.
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ResponderEliminarBuenas, la verdad es que está chulo el texto, la putada es que no puedo compararlo con Nabokov porque no lo he leído, lo empecé una vez y por historias varias lo dejé, pero si que destila ese erotismo prohibido y culpable que, al igual que a los niños los monstruos bajo de la cama acechan, el pecado se nos muestra a los adultos desnudo en su crueldad, desprovisto de ambajes, mostrandonos que, en realidad, es el ingrediente único del alma humana.
ResponderEliminarMe guardo el blog y ya lo iré leyendo.
Bye.
saca la foto come solo. A veces dudo, al leer tus entradas, del noble oficio del maestro, no sé por qué, hoy es uno de esos días. Hace unos minutos leí un cuento de Castro Leal sobre un joven que va a presentar un examen y no puede olvidar las redondeces de una amiga mientras el tiempo le va comiendo la oportunidad de pasar la materia. Mientras en ese relato se siente una vitalidad solar, en el tuyo, si la hay, sería crepuscular, casi para tener lástima del pobre maestro que como Tántalo ve con tanta hambre las manzanitas del jardín conservando el doloroso y gozoso -sí- recuerdo en una imagen, que como aquella es intangible como la soledad que rodea la isla o el escritorio donde el maestro sufre en carne propia la lección del chinito que se quedó milando
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