Para
la convivencia amorosa, a diferencia de quienes vagan por la ciudad, de café en
café y panadería en panadería, preferimos la reclusión en casa. No es sólo la
intimidad de los cuerpos sino la convivencia de los gestos, las palabras (alguien
diría de los espíritus) lo que nos arroja a la guarida que encuadran las
paredes. Nos aleja del sol y las miradas, no porque tengamos algo que ocultar
sino por una suerte de celo por compartir nuestro espacio con los otros,
nuestras actuaciones, el lenguaje que hemos creado y que en la calle está fuera
de lugar pues no podemos apropiárnosla toda.
No
necesitamos distracciones. Basta compartir la cama o el sofá, la sal y la mesa
y las sonrisas y las riñas y las tardías, quizá deliberadamente retardadas
conciliaciones. La calle es tan vasta que nos aleja de la contemplación de
nuestros rostros, estado de idiotez en el que nos perdemos cuando cerramos la
puerta y disfrutamos a solas el tesoro, las caricias como joyas de la mirada o
el chiste consabido que no pierde sus efectos, revitalizado por la repetición.
El
cofre judaicamente celado de la habitación se llama nosotros y no lo mostramos
por que no lo roben, por que no le caiga el polvo o el smog lo asfixie; mejor
ahogarlo de nuestros alientos o de nuestra carne, del cansancio de los huesos
que rebotan en el colchón y crece con el fervor del cuerpo. Pero nada es grave
cuando hay un colchón debajo, cuando dormimos nuestra dicha desnuda y
rutinaria.
Porque
afuera nos persigue el tiempo y hay que usar zapatos. Afuera sólo hay dichas
pasajeras: la comida, el cine, los trayectos fluyen pronto, y aunque en la
habitación también avancen los relojes, no hay instantes perdidos. Somos bobos,
somos éxtasis, somos nada más. El verbo cobra sentido absoluto cuando se lo
conjuga en esa primera del plural, sólo legitimada entre cuatro paredes. Afuera
únicamente estamos, transitamos. Finalmente para qué es la calle. Se camina
lado a lado, dando el perfil, apenas la silueta de quien nos acompaña. Hay que
detenerse para mirar de frente y beberse al otro con los ojos, para percibir
completa la sonrisa. Detenidos, basta acercar los rostros para que se
multipliquen en la deformidad del bizco, del desenfoque que es desvanecerse
para ser bebido por el otro, para el beso.
Así
exploramos la ciudad interna, cuyas arterias llevan la confundida sangre de
nuestras pequeñas muertes, planicies de piel sembradas de lunares, minas
explosivas de la risa o del placer, la fuente de una boca inagotable,
desencantado goce que la mano alcanza. No da para mucho escribir, pues no se
sufre, no para relatar y sí para envidiarse. ¡Hasta qué hora son cuatro estas
paredes! –decía Vallejo, mas es el cascarón si estamos juntos, si miramos hacia
la hondura, no hacia el límite; es el útero en que descasamos cuando en
posición fetal –de a cucharita– nos acoplamos el uno en el otro, con la puerta
cerrada del sarcófago cuyos ojos abiertos al mundo nos inmortalizan en la
intemporalidad del sueño. No hace falta
el café ni los pasteles, no las flechas del sol que nos marchiten o la lluvia
que nos difumine.
En esta época es un lujo vivir en el claustro del hogar, que no el de las oficinas, y más si hay un otro y tramposamente, entonces, dejas de vivir encerrado, pues otra piel es un universo entero. No, no, no, no me hablas de un encierro, más bien es un capítulo de una poética del viaje, ni siquiera hay soledad, pues que un otro observe y no se burle de nuestros gestos más vitales es una forma de presumir la felicidad y la holgura en que se vive. Tramposo
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