martes, 20 de mayo de 2014

Poética del encierro



Para la convivencia amorosa, a diferencia de quienes vagan por la ciudad, de café en café y panadería en panadería, preferimos la reclusión en casa. No es sólo la intimidad de los cuerpos sino la convivencia de los gestos, las palabras (alguien diría de los espíritus) lo que nos arroja a la guarida que encuadran las paredes. Nos aleja del sol y las miradas, no porque tengamos algo que ocultar sino por una suerte de celo por compartir nuestro espacio con los otros, nuestras actuaciones, el lenguaje que hemos creado y que en la calle está fuera de lugar pues no podemos apropiárnosla toda.
    No necesitamos distracciones. Basta compartir la cama o el sofá, la sal y la mesa y las sonrisas y las riñas y las tardías, quizá deliberadamente retardadas conciliaciones. La calle es tan vasta que nos aleja de la contemplación de nuestros rostros, estado de idiotez en el que nos perdemos cuando cerramos la puerta y disfrutamos a solas el tesoro, las caricias como joyas de la mirada o el chiste consabido que no pierde sus efectos, revitalizado por la repetición.
     El cofre judaicamente celado de la habitación se llama nosotros y no lo mostramos por que no lo roben, por que no le caiga el polvo o el smog lo asfixie; mejor ahogarlo de nuestros alientos o de nuestra carne, del cansancio de los huesos que rebotan en el colchón y crece con el fervor del cuerpo. Pero nada es grave cuando hay un colchón debajo, cuando dormimos nuestra dicha desnuda y rutinaria.
     Porque afuera nos persigue el tiempo y hay que usar zapatos. Afuera sólo hay dichas pasajeras: la comida, el cine, los trayectos fluyen pronto, y aunque en la habitación también avancen los relojes, no hay instantes perdidos. Somos bobos, somos éxtasis, somos nada más. El verbo cobra sentido absoluto cuando se lo conjuga en esa primera del plural, sólo legitimada entre cuatro paredes. Afuera únicamente estamos, transitamos. Finalmente para qué es la calle. Se camina lado a lado, dando el perfil, apenas la silueta de quien nos acompaña. Hay que detenerse para mirar de frente y beberse al otro con los ojos, para percibir completa la sonrisa. Detenidos, basta acercar los rostros para que se multipliquen en la deformidad del bizco, del desenfoque que es desvanecerse para ser bebido por el otro, para el beso. 
     Así exploramos la ciudad interna, cuyas arterias llevan la confundida sangre de nuestras pequeñas muertes, planicies de piel sembradas de lunares, minas explosivas de la risa o del placer, la fuente de una boca inagotable, desencantado goce que la mano alcanza. No da para mucho escribir, pues no se sufre, no para relatar y sí para envidiarse. ¡Hasta qué hora son cuatro estas paredes! –decía Vallejo, mas es el cascarón si estamos juntos, si miramos hacia la hondura, no hacia el límite; es el útero en que descasamos cuando en posición fetal –de a cucharita– nos acoplamos el uno en el otro, con la puerta cerrada del sarcófago cuyos ojos abiertos al mundo nos inmortalizan en la intemporalidad del sueño.  No hace falta el café ni los pasteles, no las flechas del sol que nos marchiten o la lluvia que nos difumine.

1 comentario:

  1. En esta época es un lujo vivir en el claustro del hogar, que no el de las oficinas, y más si hay un otro y tramposamente, entonces, dejas de vivir encerrado, pues otra piel es un universo entero. No, no, no, no me hablas de un encierro, más bien es un capítulo de una poética del viaje, ni siquiera hay soledad, pues que un otro observe y no se burle de nuestros gestos más vitales es una forma de presumir la felicidad y la holgura en que se vive. Tramposo

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