viernes, 2 de mayo de 2014

El derecho a la soledad



Es grande la ciudad, demasiado grande para imaginar que alguien pueda escapar al amontonamiento de los cuerpos y las voces de la necesaria vida colectiva. Incluso en el encierro están siempre los demás, los que habitan el hogar, las voces de la sangre o los amigos que en el afán de hacer pasajera la existencia cumplen puntillosamente los rituales de la convivencia, la fiesta o la risa. El alcohol o el olvido serán acaso sus mayores atractivos; incluso los desahogos permitidos del festejo se convierten en rutina.  
El miedo a la soledad, a los instantes vacíos, suelen obligar a la ansiosa búsqueda de actividades y de rostros. En el juego social desfilan las máscaras de la profesión y los valores alguna vez elegidos, las ideas portadas como estandarte y medio de identificación. Personajes son fabricados para actuar en sociedad y lucir sus galas. Sin la mirada de los otros, queda dirigir la propia al interior: la soledad obliga a la crítica, al ahondamiento. Es posible ver entonces las fisuras de la máscara, los remiendos del disfraz, la absoluta arbitrariedad con que, en la mayor parte de los casos, fueron elegidos los rasgos fisionómicos y las ideas o experiencias que los alimentan. La sola idea de no ser quienes creemos nos angustia, subyace en los momentos de silencio, cuando parece alzarse una interrogación “¿Y si estoy equivocado?”
Hay que aplastar esa pregunta, sacar de sus órbitas los escrutadores puntos de la interrogación  que miran desde arriba y desde abajo todo el panorama de la duda. Para eso están los bares, los centros comerciales, las tiendas de golosinas disfrazadas de cafés, las conexiones interactivas hechas para forjarnos un rostro que lucir y contonear frente a los otros. Se vuelve necesaria la distracción del ruido, la luminosa promesa de los anuncios espectaculares, las carcajadas de la cerveza y la estupefaciente diversión.
Leer, escuchar el silencio o abrir los oídos a las dudas, a viejas preguntas formuladas desde el pasado y que no hemos querido enfrentar, también es una ocupación noble. Requiere su tiempo y su espacio, requiere un poco de paz y la exclusiva presencia de uno mismo. Saber estar con todos los que hemos sido y hemos podido ser, o hemos querido sin poder es un acto necesario de purificación sin más intermediarios que la propia consciencia, sin gurús, ídolos o imágenes. Cobramos entonces consciencia de lo que somos y aprendemos a quitarnos el disfraz, nos volvemos realmente responsables de cuanto podemos dar al mundo, también de nuestros límites. El gesto se relaja, mas no por laxitud o indiferencia, sino por haber perdido la angustia de ser descubiertos en la farsa.
Si  alguien ejercita estas facultades es visto como inadaptado, amargado, raro –cuando menos. Así como es posible y sano ejercitar el cuerpo en soledad, al correr, al caminar o masturbarse, el espíritu requiere sus momentos de autoexamen, de reflexión, mínimo de lectura. Es duro lidiar con la incomprensión que devenga el solitario a costa de un aislamiento que no debe turbar a nadie, ni nadie debería turbar. Cuando alguien está solo corre el único peligro de encontrarse, de demostrar lo innecesario de las religiones grandilocuentes, de las patrias demagógicas, de las ostentosas genealogías.  
Cuando era niño, veía corretearse a los otros y gritar, reír; de pronto me aventuraba a participar para experimentar quizá, para no quedarme al margen de la vida. Sin embargo, muchas veces el rincón desde donde observaba me fue más grato. Venían entonces mis padres a sacarme del “indeseable” aislamiento, como si éste necesariamente equivaliera a mi infelicidad. Poco cambia con el tiempo: ahora suelo verme abrumado en los dilemas de la vida social y los afectos, incompatibles con el aislamiento placentero de la lectura, la escritura, el pensamiento. No termino de encontrar la forma de rechazar la convivencia sin desairar, sin parecer amargado o cortante, sangrón, grinch, loco y hasta miserable. A fin de cuentas cada quien se come su pan, por inevitable que parezca no ser la comidilla de los otros.
Resulta difícil hacer entender, en un mundo pensado para la interacción y el libre-comercio, que también la soledad es un derecho, una elección; no una patología, no un crimen. Morir sin saber quiénes fuimos ¿es humano? ¿es de humanos? Y cuando digo saber, me refiero a saberlo desde las propias dudas o certezas que nada más que el ejercicio de la soledad puede develar. Morir sin el peso de las máscaras, sin deber a nadie alguna explicación, sin debérnosla a nosotros mismos ¿no es un logro de la libertad? Porque la muerte es el más solitario de los actos y también el más definitivo.  
En el fondo, la gente intuye algo distinto en quien ejercita la soledad.  Entre la rareza y la amargura que se les imputa, se deja entrever algo como el despecho: “se cree mucho”, “se hace el digno”; como si también fuera una pose o una máscara. Mas no puede serlo, pues no habiendo ante quien lucirla se vuele innecesaria. Para quienes acostumbran a llevarlas y darlas a notar, no es fácil entender que haya quien se despoje de ellas para mirarse los lunares de la mejilla y vaya aprendiendo a aceptarlos como las heridas viejas que han cicatrizado y son parte del conjunto de rostros que el tiempo archiva hasta llegar a la versión definitiva del rictus en donde se conjuntan todas sus aristas, todas sus etapas.
Si la soledad es triste, también es necesaria como lo es en cada casa el rincón excusado donde a solas nos sentamos a contemplar y hacer fluir los pocos y malolientes frutos de la vida diaria. Escatología indispensable y comprensible, lavativa de la infección social que pulula en la ciudad, ya demasiado grande.


2 comentarios:

  1. Expediente 221876, dr. Freud. Paciente inadaptado, enajenado con sueños onanistas de tipo esquizofrénico-intelectuales. Problemas orales de la infancia: fiestas, panes, pasteles. Confunde patología con derecho humano. Palabra tabú: soledad. Obsesiones: redactar preguntas retóricas sobre lo que es ser hombre y las máscaras. V. El expediente que trata sobre su esquizofrenia. Se recomienda que siga en su grupo de control, contraseña: taller y FFyL. Por último observar sus evacuaciones, tal parece que no lleva una dieta balanceada, quizá dos raciones más de fibra.

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  2. De acuerdo contigo, Digitigrado, la soledad es necesaria, sobretodo la soledad interior en la que no nos acompañan ni los pensamientos. Y sí, creo que es un derecho.

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