Cuando se niega la dignidad de las distancias, la
Tierra,
junto con
sus éxtasis locales, se encoge en una cuasi-nada,
hasta que de su extensión regia ya no queda más
que un logo
demasiado usado.
Peter Sloterdijk
Hay
en cada memoria lugares vívidos y tan fugaces que parecerían destinados a
concedernos la sola dicha de un
encuentro. Casi podemos sonreírnos la certeza de que no hemos de volver
a ellos. Y, sin embargo, quedan siempre en ellos historias comenzadas, hechos
que no devienen acontecimientos contra todas nuestras predicciones y apuestas. Queda
en ellos la intensidad de lo vivido, la fuerza de los quizá y de los hubiera,
cuya semilla acabó mellada con nuestra partida.
Pienso
en Julia, recuerdo la mirada con que nulificaba los anteojos y me mantenía
colgado de su voz; su mano fina sobre el vermú y en su voz, apenas alejados,
sus tonos: el desafiante con que abrió el debate en ese simposio sobre “El
texto fracasado” y el desalentado, como cuando a una niña rubia le negamos algo
y se resigna con un puchero, porque le hablé de México, de la muerte de sus
pintorescas utopías –es curioso que algunos europeos que no conocen América, al
menos la hispánica, sigan viéndola como una tierra prometida (producto tal vez
de la imagen folclórica que nuestra publicidad y buena parte de nuestra
literatura les ha vendido)–. Pienso en lo que esa amistad pudo haber sido, en
ese algo más que pudo ser –algo tiene
de aventura la vida–, pero pienso también en Granada, el escenario del romance
y la epopeya, pues al día siguiente, cuando Julia se había ido y los restante
volvimos a juntarnos en el bar, mientras dejaba resbalar el tiempo antes de la
salida de mi autobús al Lisboa, sospeché que Granada me echaría para siempre,
cerrando sus puertas y muralla.
Los
momentos luminosos de la vida señalan su finitud inmediatamente, incluso cuando
no hemos acabado de vivirlos. La
velocidad del vuelo a Madrid barría la mirada de Julia, la impresión que le
dejaron mis palabras; mi rostro y mi conmoción, la tristeza que me causaba
responder sus preguntas sobre mi origen con razones sórdidas, dictadas por la
sinceridad.
La
maga de Granada, escribí después, floja alusión a un Cortázar casi ya
desdibujado, a una Julia irrepetible y perdediza, azarosa como nuestro
encuentro o el fracaso del autor sobre el que hablé en ese simposio donde su
mirada me hacía sentir escuchado.
En
Lisboa, el goce de la soledad, saudade dulce de estar lejos y contemplar el
mundo al otro lado de las aguas por primera vez; castillos escalados en Sintra;
goce del viaje ante una arropadora certeza de encontrar la vida con la vuelta.
Ilógico mas obligado, el itinerario me llevaba de vuelta a Granada para tomar el
vuelo a casa. La ciudad parecía haber dado muerte a un pasado que apenas unos
días atrás era presente, vida. Cerrada en su provincianismo y sus murallas, en
su envidiosa Alhambra que no se me abrirá de nuevo.
Tras
unos años en México, he viajado a Madrid, como turista. Pero Julia ha de vivir
en un Madrid que no me fue dado conocer, lejos de los paseos a pie para extranjeros, de la Plaza Mayor y del Prado y los caminos obligados de Toledo y el
Escorial. Julia debería estar enfrentándose a un presente demandante. A pesar
del verano y el pasado, a pesar de la correspondencia y la declaratoria
electrónica de amor, fui en Madrid un forastero. Madrid es un lugar de
desencuentros, capital de olvidos.
Esta
idea, a la que me gustaría encontrarle alguna justificación me lleva a la
sospecha de que cuando Julia estuvo en Nueva York, esperaba que fuera a
encontrarla. Pero sería subestimar su lógica geográfica, y pienso que, para
alguien que ha brincado el océano, los más de tres mil kilómetros entre México
y Nueva York podrían parecer poca cosa. ¿Sería lo de Madrid un desquite
intercontinental? ¿En qué barrio madrileños habita esta Julia sin reencuentros?
¿Por qué calle paralela caminaba?
–Siempre
tendremos Granada– queda por decir, un cálido rincón en la memoria:
vaporización de un espacio que las aerolíneas desdeñan y los pasos magnifican.
El espacio mítico, azaroso locus amoenus que
se abrió, cuántico portal, entre el mundo de Julia y el mío, ese 18 de abril de
2012 ha dejado de exisitir.
–¿Encontraré
a la Maga?
–Es
improbable. Aunque viajemos tan de prisa que la distancia entre México y Madrid
tenga apenas diferencia con el trayecto entre los Champs-Élyseés y el Pont des
Arts, los lugares de encuentro son únicos, como cada evento que origina una
leyenda. Los hombres que buscan significados, los necesitados de milagro,
pretendemos dar continuidad a cada hecho, volverlo hito o acontecimiento; atar,
tras el naufragio, unas balsas con otras para no perdernos, para que no nos
trague el infinito de los rostros sin nombre, el laberinto sin minotauro del
mapamundi donde nosotros mismos no sabemos encontrarnos.