jueves, 25 de septiembre de 2014

Lugar de encuentro, lugar de desencuentro



Cuando se niega la dignidad de las distancias, la Tierra,

 junto con sus éxtasis locales, se encoge en una cuasi-nada,

hasta que de su extensión regia ya no queda más

 que un logo demasiado usado.



                                                                                                                 Peter Sloterdijk


Hay en cada memoria lugares vívidos y tan fugaces que parecerían destinados a concedernos la sola dicha de un  encuentro. Casi podemos sonreírnos la certeza de que no hemos de volver a ellos. Y, sin embargo, quedan siempre en ellos historias comenzadas, hechos que no devienen acontecimientos contra todas nuestras predicciones y apuestas. Queda en ellos la intensidad de lo vivido, la fuerza de los quizá y de los hubiera, cuya semilla acabó mellada con nuestra partida.
     Pienso en Julia, recuerdo la mirada con que nulificaba los anteojos y me mantenía colgado de su voz; su mano fina sobre el vermú y en su voz, apenas alejados, sus tonos: el desafiante con que abrió el debate en ese simposio sobre “El texto fracasado” y el desalentado, como cuando a una niña rubia le negamos algo y se resigna con un puchero, porque le hablé de México, de la muerte de sus pintorescas utopías –es curioso que algunos europeos que no conocen América, al menos la hispánica, sigan viéndola como una tierra prometida (producto tal vez de la imagen folclórica que nuestra publicidad y buena parte de nuestra literatura les ha vendido)–. Pienso en lo que esa amistad pudo haber sido, en ese algo más que pudo ser –algo tiene de aventura la vida–, pero pienso también en Granada, el escenario del romance y la epopeya, pues al día siguiente, cuando Julia se había ido y los restante volvimos a juntarnos en el bar, mientras dejaba resbalar el tiempo antes de la salida de mi autobús al Lisboa, sospeché que Granada me echaría para siempre, cerrando sus puertas y muralla.
     Los momentos luminosos de la vida señalan su finitud inmediatamente, incluso cuando no hemos acabado de vivirlos.  La velocidad del vuelo a Madrid barría la mirada de Julia, la impresión que le dejaron mis palabras; mi rostro y mi conmoción, la tristeza que me causaba responder sus preguntas sobre mi origen con razones sórdidas, dictadas por la sinceridad.
     La maga de Granada, escribí después, floja alusión a un Cortázar casi ya desdibujado, a una Julia irrepetible y perdediza, azarosa como nuestro encuentro o el fracaso del autor sobre el que hablé en ese simposio donde su mirada me hacía sentir escuchado.
     En Lisboa, el goce de la soledad, saudade dulce de estar lejos y contemplar el mundo al otro lado de las aguas por primera vez; castillos escalados en Sintra; goce del viaje ante una arropadora certeza de encontrar la vida con la vuelta. Ilógico mas obligado, el itinerario me llevaba de vuelta a Granada para tomar el vuelo a casa. La ciudad parecía haber dado muerte a un pasado que apenas unos días atrás era presente, vida. Cerrada en su provincianismo y sus murallas, en su envidiosa Alhambra que no se me abrirá de nuevo.
     Tras unos años en México, he viajado a Madrid, como turista. Pero Julia ha de vivir en un Madrid que no me fue dado conocer, lejos de los paseos a pie para extranjeros, de la Plaza Mayor y del Prado y los caminos obligados de Toledo y el Escorial. Julia debería estar enfrentándose a un presente demandante. A pesar del verano y el pasado, a pesar de la correspondencia y la declaratoria electrónica de amor, fui en Madrid un forastero. Madrid es un lugar de desencuentros, capital de olvidos.
     Esta idea, a la que me gustaría encontrarle alguna justificación me lleva a la sospecha de que cuando Julia estuvo en Nueva York, esperaba que fuera a encontrarla. Pero sería subestimar su lógica geográfica, y pienso que, para alguien que ha brincado el océano, los más de tres mil kilómetros entre México y Nueva York podrían parecer poca cosa. ¿Sería lo de Madrid un desquite intercontinental? ¿En qué barrio madrileños habita esta Julia sin reencuentros? ¿Por qué calle paralela caminaba?
     –Siempre tendremos Granada– queda por decir, un cálido rincón en la memoria: vaporización de un espacio que las aerolíneas desdeñan y los pasos magnifican. El espacio mítico, azaroso locus amoenus que se abrió, cuántico portal, entre el mundo de Julia y el mío, ese 18 de abril de 2012 ha dejado de exisitir.
     –¿Encontraré a la Maga?
    –Es improbable. Aunque viajemos tan de prisa que la distancia entre México y Madrid tenga apenas diferencia con el trayecto entre los Champs-Élyseés y el Pont des Arts, los lugares de encuentro son únicos, como cada evento que origina una leyenda. Los hombres que buscan significados, los necesitados de milagro, pretendemos dar continuidad a cada hecho, volverlo hito o acontecimiento; atar, tras el naufragio, unas balsas con otras para no perdernos, para que no nos trague el infinito de los rostros sin nombre, el laberinto sin minotauro del mapamundi donde nosotros mismos no sabemos encontrarnos.

1 comentario:

  1. Tú tienes un gran problema con las mujeres o quizá sólo yo perciba que son más palabras, literatura que concreciones. ¿Habrán existido con la misma fuerza con que las evocas o incluso más? No sé, para mí son arena pra el desierto de la escritura, quizá más, quizá espejismos y palmeras y alhambras y un poco de agua para calmar la sed del que está preso en su escritura, en la constataciónpor medio de las malditas palabras de que existe, no que existió, el pasado.

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