martes, 2 de septiembre de 2014

Maratónica concentración neurótica



Tengo la mala costumbre de escuchar disimuladamente las conversaciones ajenas, sobre todo las de desconocidos que, en la obligatoria proximidad de la vida urbana, se acomodan en los gabinetes de los restaurantes o en los asientos del transporte público. No me esforzaría en sacudirme la acusación de “chismoso”, pues seguramente lo soy, aunque no es tanto por enterarme de vidas ajenas como por sondear el modo en que las opiniones de cada persona llegan a construirse en su imaginación cuando hablan. Es decir, no me interesa tanto el “chisme” como tal, los hechos narrados, sino la manera en que los hablantes los juzgan, la interpretación final de cada experiencia; me da un retrato más completo de quien habla y en muchas ocasiones me sorprende lo mucho que la imagen esbozada por el discurso se corresponde con la apariencia del hablante.  
No me interesan los hechos porque, finalmente, la vida de la mayoría de quienes habitamos las ciudades está inserta en un universo estrechamente limitado de preocupaciones, obsesiones grises de una sociedad aletargada, ignorante, ególatra, acomplejada, cínica. Es realmente raro toparme con alguna historia que escape a la vulgaridad noticiosa o chismosa de lo común. Entre mujeres, las dificultades del amor o los hijos son los temas que dominan las conversaciones según la edad; entre los hombres, las donjuanadas, la fanfarronería de machos; en el peor de los casos (que casi siempre denota desconfianza entre los interlocutores) el tema es el futbol, asunto peliagudo que es mejor tratar con tiento para no herir orgullos o abrir heridas de derrotas recientes.
Ante estos temas, mi escucha voyerista deja los hechos en segundo plano: que gane el América o que el gañán de atrás ya se haya echado a la Rosa o se haya reventado  al Pedro me tiene sin ningún cuidado –la mayoría de las veces es mentira, pues hay entre los machos un gusto por dominar al interlocutor con el relato de las hazañas propias–. Pero entre los nudos de narración acaba por asomar el juicio, el se lo merecía, el eso no está bien, los debería. Finalmente, muchas veces recurrimos a la narración para dar a entender una parte incómoda del mundo, incluyendo esa que tocamos cuando, sabiéndonos nadie, recurrimos a la mentira para mostrar algo, cualquier cosa que disimule nuestra miseria. Esas partes que incomodan nos obligan a posicionarnos frente a ellas, a mostrar cuánto hemos aprendido, cómo fuimos criados, cómo somos hábiles para reaccionar, qué tan prudentes o tan sabios, qué tan desgraciados o duros nos ha vuelto la vida. Ahí reside el verdadero relato de cada chisme, subyacente en las consideraciones o condenas del narrador, en su ira o su tristeza, su ilusión o decepción, su pasajera alegría, sus meditabundas pausas.
Nunca termina uno de sorprenderse con lo que escucha. Al terminar el Maratón de la Ciudad de México, pasé a reponer fuerzas, acompañado de mi familia, a un restaurante de la zona Sur. Varias mesas acogían las camisetas verdes de corredores aficionados, como yo. A la contigua llegó también un grupo de competidores: “jóvenes” de cuarenta y tantos  –treinta ocho, quizá, el más joven– entonación de chicos bien, forever Colonia del Valle. Largo tiempo he supuesto mis niveles de neurosis rayanos en lo patológico, he creído que mi irritabilidad o mi ansiedad salían de lo común, pero me bastó escuchar unos segundos para comprender la poca gravedad de mi caso:
--Había muchísima gente. Sí, por una parte está bien pero ¡pinche escándalo! O sea, está bien que vean pero llega un momento en que te cagan con tanto grito y tanto ¡vamos! O sea, sí, pero llegó un momento en que ya iba así de ¡ya cállense, déjenme concentrar!
Es paráfrasis, desde luego, pero me he esforzado porque varias frases quedaran intactas: Que ya se callen, que dejen concentrar al rey, es decir, renuncien a la alegría de una fiesta colectiva que cruza 42 kilómetros de ciudad porque el señor necesita (¡ojo!) concentrarse para correr. Entonces hay que callar a los niños que alegran las calzadas con sus gritos y sus porras, alentando a los competidores por sus nombres que apenas pueden leer en el número; detengan los impulsos de esas mujeres de edad que compraron unos kilos de plátano y los rebanaron y los llevaron en una charola para obsequiar a los corredores y librarlos de los calambres; a los jóvenes que compraron bolsas de dulces o cuidadosamente llenaron bolsas de agua o de coca-cola para reabastecernos de azúcar y refrescarnos a cambio de nada; los que escribieron pancartas que habían de desbaratarse con la lluvia de la mañana, los voluntarios que no llevaron impermeable y se levantaron a las 4 de la mañana y se resfriaron… que se callen; hay que negarles las calles incluso a quienes ya se vieron de por sí afectados en sus actividades individuales y de todos modos salieron a participar en una colectiva, alegre y sana, solidariamente…   
Esta ciudad la piso yo, la corro yo, es mía, es mi maratón, mi meta, mi prueba. Algunas personas me han expresado su preferencia por los deportes de grupo frente a los individuales, como la carrera o el ciclismo. Yo argumento que en éstos la competencia es uno mismo y lo emocionante está en ver cómo se progresa, cómo se sufre por recompensas sólo entendidas por nosotros, entre otros placeres personales como el golpe del aire en el rostro o el ritmo de la respiración, el dolor muscular que cede conforme avanza el día y sabemos fortalecedor. Sin embargo, nunca reparé en los extremos a los que puede llevar la demasiada atención en uno mismo, la envenenada manera de ver el deporte como una obligación, como una meta no cumplida por gusto sino por obsesión, por cierta sensación de superioridad que aísla al individuo del resto de la gente. Y cuando me descubro, al entrenar, haciendo muecas porque una señora camina demasiado despacio en medio del paso, o chocando con el codo a un caminante (los parques no son los mejores lugares para el entrenamiento) llego a caer en la cuenta de que la ciudad no tiene la culpa de que yo haya decidido correr esa mañana y de que necesite un espacio inexistente o inaccesible por cuestiones prácticas para hacerlo. Entonces tengo un vago remordimiento por haber estado demasiado irritable o desesperado y ese remordimiento, como muchos otros, no lo compartiría, pues me avergüenza.
Pero soltar a bocajarro y sin cautela palabras que son la plena expresión de la egolatría, de la indiferencia ante los demás, implica reducir extensión kilométrica de la ruta a unos cuantos centímetros de superficie: apenas los que son pisados por el corredor a cada paso. En vez de impulsarse del aplauso y la alegría de todos, el individuo se encierra en su propio martirio, en una obligación autoimpuesta para demostrar, ahora sí a todos, que es capaz de lograr cualquier cosa; logro, por supuesto, compartido sólo con los más cercanos. La medalla se colgará en algún muro de la recámara –de la sala si se es demasiado fanfarrón–  y acrecentará el tesoro del altar dedicado a uno mismo.
La sorpresa de esas palabras me distrajo de las respuestas de los contertulios, pero temo mucho que esa opinión haya sido compartida. Imagino a los tres amigos largamente acostumbrados a una vida confortable en la Colonia del Valle, encerrados en una burbuja donde todo es privado y suyo: la casa, el coche, la escuela, la mesa del antro, la fiesta en Cancún. Sé que exagero, que me rindo a los estereotipos, pero por algo existen. Es lógico que alguien así criado y crecido lleve sus ansias de privacidad a las calles, al derecho de la gente a la alegría.
Cuando me levanté para servirme pude observar mejor: las medallas puestas al cuello, la ropa deportiva de marca, los cortes de moda, los relojes, el modo de llevar la comida a la boca. Niños bien y fanfarrones. Bueno, a los cuarenta y tantos la palabra “niño” se vuelve ridícula, como ciertas frases caprichosas, berrinchudas, hijas de los demasiados mimos de quienes las profieren.
–Estuvo muy bien que corriéramos los 21,  nos evitamos problemas y lesiones o demasiado cansancio, y fue un esfuerzo importante–. No pude evitar sonreír. Para eso me gustaban los que exigen concentración y silencio de la gente. Algún día tendré esa edad. Espero, al menos, no llegar a ese grado de neurosis y egoísmo; y si eso fuera inevitable, si aún sigo corriendo, me gustaría por lo menos seguir terminando la prueba completa y guardando mi medalla en el bolsillo, para no ir por la calle como un niño con una estrella dorada en la frente que yo mismo me puse.

1 comentario:

  1. Pues allí te vas dando tus topes, no te hagas. Buena entrada, hasta ganas de correr me dieron, pero al ver lo bien que describes a los vallistas se me quitaron, ni modo, eso me gano por leer buenas crónicas.

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