Tengo
la mala costumbre de escuchar disimuladamente las conversaciones ajenas, sobre
todo las de desconocidos que, en la obligatoria proximidad de la vida urbana,
se acomodan en los gabinetes de los restaurantes o en los asientos del transporte
público. No me esforzaría en sacudirme la acusación de “chismoso”, pues
seguramente lo soy, aunque no es tanto por enterarme de vidas ajenas como por
sondear el modo en que las opiniones de cada persona llegan a construirse en su
imaginación cuando hablan. Es decir, no me interesa tanto el “chisme” como tal,
los hechos narrados, sino la manera en que los hablantes los juzgan, la
interpretación final de cada experiencia; me da un retrato más completo de
quien habla y en muchas ocasiones me sorprende lo mucho que la imagen esbozada
por el discurso se corresponde con la apariencia del hablante.
No me interesan los hechos porque, finalmente, la
vida de la mayoría de quienes habitamos las ciudades está inserta en un
universo estrechamente limitado de preocupaciones, obsesiones grises de una
sociedad aletargada, ignorante, ególatra, acomplejada, cínica. Es realmente
raro toparme con alguna historia que escape a la vulgaridad noticiosa o
chismosa de lo común. Entre mujeres, las dificultades del amor o los hijos son
los temas que dominan las conversaciones según la edad; entre los hombres, las
donjuanadas, la fanfarronería de machos; en el peor de los casos (que casi
siempre denota desconfianza entre los interlocutores) el tema es el futbol,
asunto peliagudo que es mejor tratar con tiento para no herir orgullos o abrir
heridas de derrotas recientes.
Ante estos temas, mi escucha voyerista deja los
hechos en segundo plano: que gane el América o que el gañán de atrás ya se haya
echado a la Rosa o se haya reventado al Pedro me tiene sin ningún cuidado –la
mayoría de las veces es mentira, pues hay entre los machos un gusto por dominar
al interlocutor con el relato de las hazañas propias–. Pero entre los nudos de
narración acaba por asomar el juicio, el se
lo merecía, el eso no está bien,
los debería. Finalmente, muchas veces
recurrimos a la narración para dar a entender una parte incómoda del mundo,
incluyendo esa que tocamos cuando, sabiéndonos nadie, recurrimos a la mentira
para mostrar algo, cualquier cosa que disimule nuestra miseria. Esas partes que
incomodan nos obligan a posicionarnos frente a ellas, a mostrar cuánto hemos
aprendido, cómo fuimos criados, cómo somos hábiles para reaccionar, qué tan
prudentes o tan sabios, qué tan desgraciados o duros nos ha vuelto la vida. Ahí
reside el verdadero relato de cada chisme, subyacente en las consideraciones o
condenas del narrador, en su ira o su tristeza, su ilusión o decepción, su
pasajera alegría, sus meditabundas pausas.
Nunca termina uno de sorprenderse con lo que
escucha. Al terminar el Maratón de la Ciudad de México, pasé a reponer fuerzas,
acompañado de mi familia, a un restaurante de la zona Sur. Varias mesas acogían
las camisetas verdes de corredores aficionados, como yo. A la contigua llegó
también un grupo de competidores: “jóvenes” de cuarenta y tantos –treinta ocho, quizá, el más joven– entonación
de chicos bien, forever Colonia del
Valle. Largo tiempo he supuesto mis niveles de neurosis rayanos en lo
patológico, he creído que mi irritabilidad o mi ansiedad salían de lo común,
pero me bastó escuchar unos segundos para comprender la poca gravedad de mi
caso:
--Había muchísima gente. Sí, por una parte está bien
pero ¡pinche escándalo! O sea, está bien que vean pero llega un momento en que
te cagan con tanto grito y tanto ¡vamos! O sea, sí, pero llegó un momento en
que ya iba así de ¡ya cállense, déjenme concentrar!
Es paráfrasis, desde luego, pero me he esforzado
porque varias frases quedaran intactas: Que ya se callen, que dejen concentrar
al rey, es decir, renuncien a la alegría de una fiesta colectiva que cruza 42
kilómetros de ciudad porque el señor necesita (¡ojo!) concentrarse para correr.
Entonces hay que callar a los niños que alegran las calzadas con sus gritos y
sus porras, alentando a los competidores por sus nombres que apenas pueden leer
en el número; detengan los impulsos de esas mujeres de edad que compraron unos
kilos de plátano y los rebanaron y los llevaron en una charola para obsequiar a
los corredores y librarlos de los calambres; a los jóvenes que compraron bolsas
de dulces o cuidadosamente llenaron bolsas de agua o de coca-cola para
reabastecernos de azúcar y refrescarnos a cambio de nada; los que escribieron
pancartas que habían de desbaratarse con la lluvia de la mañana, los voluntarios
que no llevaron impermeable y se levantaron a las 4 de la mañana y se
resfriaron… que se callen; hay que negarles las calles incluso a quienes ya se
vieron de por sí afectados en sus actividades individuales y de todos modos
salieron a participar en una colectiva, alegre y sana, solidariamente…
Esta ciudad la piso yo, la corro yo, es mía, es mi
maratón, mi meta, mi prueba. Algunas personas me han expresado su preferencia
por los deportes de grupo frente a los individuales, como la carrera o el
ciclismo. Yo argumento que en éstos la competencia es uno mismo y lo
emocionante está en ver cómo se progresa, cómo se sufre por recompensas sólo
entendidas por nosotros, entre otros placeres personales como el golpe del aire
en el rostro o el ritmo de la respiración, el dolor muscular que cede conforme
avanza el día y sabemos fortalecedor. Sin embargo, nunca reparé en los extremos
a los que puede llevar la demasiada atención en uno mismo, la envenenada manera
de ver el deporte como una obligación, como una meta no cumplida por gusto sino
por obsesión, por cierta sensación de superioridad que aísla al individuo del
resto de la gente. Y cuando me descubro, al entrenar, haciendo muecas porque
una señora camina demasiado despacio en medio del paso, o chocando con el codo
a un caminante (los parques no son los mejores lugares para el entrenamiento)
llego a caer en la cuenta de que la ciudad no tiene la culpa de que yo haya
decidido correr esa mañana y de que necesite un espacio inexistente o
inaccesible por cuestiones prácticas para hacerlo. Entonces tengo un vago
remordimiento por haber estado demasiado irritable o desesperado y ese
remordimiento, como muchos otros, no lo compartiría, pues me avergüenza.
Pero soltar a bocajarro y sin cautela palabras que
son la plena expresión de la egolatría, de la indiferencia ante los demás,
implica reducir extensión kilométrica de la ruta a unos cuantos centímetros de
superficie: apenas los que son pisados por el corredor a cada paso. En vez de
impulsarse del aplauso y la alegría de todos, el individuo se encierra en su
propio martirio, en una obligación autoimpuesta para demostrar, ahora sí a
todos, que es capaz de lograr cualquier cosa; logro, por supuesto, compartido
sólo con los más cercanos. La medalla se colgará en algún muro de la recámara
–de la sala si se es demasiado fanfarrón– y acrecentará el tesoro del altar dedicado a
uno mismo.
La sorpresa de esas palabras me distrajo de las
respuestas de los contertulios, pero temo mucho que esa opinión haya sido
compartida. Imagino a los tres amigos largamente acostumbrados a una vida
confortable en la Colonia del Valle, encerrados en una burbuja donde todo es
privado y suyo: la casa, el coche, la escuela, la mesa del antro, la fiesta en
Cancún. Sé que exagero, que me rindo a los estereotipos, pero por algo existen.
Es lógico que alguien así criado y crecido lleve sus ansias de privacidad a las
calles, al derecho de la gente a la alegría.
Cuando me levanté para servirme pude observar mejor:
las medallas puestas al cuello, la ropa deportiva de marca, los cortes de moda,
los relojes, el modo de llevar la comida a la boca. Niños bien y fanfarrones.
Bueno, a los cuarenta y tantos la palabra “niño” se vuelve ridícula, como
ciertas frases caprichosas, berrinchudas, hijas de los demasiados mimos de
quienes las profieren.
–Estuvo muy bien que corriéramos los 21, nos evitamos problemas y lesiones o demasiado
cansancio, y fue un esfuerzo importante–. No pude evitar sonreír. Para eso me
gustaban los que exigen concentración y silencio de la gente. Algún día tendré
esa edad. Espero, al menos, no llegar a ese grado de neurosis y egoísmo; y si
eso fuera inevitable, si aún sigo corriendo, me gustaría por lo menos seguir
terminando la prueba completa y guardando mi medalla en el bolsillo, para no ir
por la calle como un niño con una estrella dorada en la frente que yo mismo me puse.
Pues allí te vas dando tus topes, no te hagas. Buena entrada, hasta ganas de correr me dieron, pero al ver lo bien que describes a los vallistas se me quitaron, ni modo, eso me gano por leer buenas crónicas.
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