Desde
la niñez he practicado deportes: futbol americano, natación, basquet, karate,
un poco de pesas; ahora, junto con la carrera, uso la bicicleta como transporte
y calculo que ruedo más de cien kilómetros a la semana. Mi cuerpo está
habituado al movimiento, al esfuerzo. Aunque el sudor me desagrada, he
aprendido a verlo como una cuota necesaria. Podrá decirse que mientras no
pierda el hábito todo estará bien, que es casi como comprar un seguro de vida.
Sin
embargo, en los últimos meses me he descubierto preocupaciones que antes no
tenía. El esfuerzo y la preparación para completar pruebas como el maratón son
importantes: hay que comer bien, hay que seguir un programa de entrenamiento,
hay que cuidarse de las lesiones. De pronto hay en casa más revistas sobre
deportes de las que nunca tuve, me descubro leyéndolas, investigando en
internet, preguntándome qué será lo mejor para rendir más.
Pero
la idea de “rendir más” me angustia. Me preocupa descansar bien, alimentarme
adecuadamente para cumplir con el entrenamiento. Tristemente, con las
preocupaciones comienzo a sospechar de la obsesión, del régimen. Más aún, me
inquieta pensar que mi energía ya no es inagotable, que debo cuidar minuciosamente
mis reservas para cumplir doblemente con el esfuerzo del entrenamiento y el deber,
el trabajo. Hay noches en que, al acostarme, siento en las piernas no el dolor
gustoso y agudo de quien ha entrenado duro y espera recompensa, sino la
molestia desvanecedora del agotamiento, del cansancio. No por ello pierdo el
gusto que al correr, al pedalear, percibo en el golpe del aire o en la
consciencia de mis fuerzas que aumentan o se mantienen. Lo difícil es
levantarse cada mañana y entrenar, bajar la bicicleta por la escalera del
departamento al salir o subirla al volver, sentir que el cansancio se acumula.
Ni
el ciclismo ni la carrera son deportes que moldeen el cuerpo de un hombre
musculoso, un torso ancho y temible. Siento el poder de mis piernas y mi
abdomen pero encuentro en el espejo una figura cada vez más delgada, consumida;
aunque luce saludable, ha perdido volumen, significación, presencia. Esta
confrontación con la imagen me lleva a preguntar si me he esforzado por
desaparecer, por volverme invisible, comienzo a dudar si la carrera es una
especie de fuga, un exilio autoimpuesto, partida a un lugar adonde nadie pueda
alcanzarme. Entonces la idea me parece demasiado terrible y la evado pensando
en la falta de proteínas, en ejercicios alternativos para ganar la masa
muscular que devuelva al espejo los retazos mutilados de mi imagen pasada.
Siempre
he creído que los mejores libros nos llegan en momentos donde cobran mayor
significado para nosotros mismos. Por ello la vuelta al pasaje en que Iván Ilich
se adentra en la naturaleza de su malestar y entiende que el verdadero problema
no está entre el riñón flotante o el intestino ciego, sino entre la vida y la
muerte. La misma lógica podría aplicar al dilema entre las proteínas y las
pesas, el complejo B y mi regreso a las albercas. Entonces temo haber corrido
para esconderme de la caducidad, porque recorrer distancia es recorrer la vida,
el tiempo; el golpe de cada zancada es una afirmación de que los pies pisan la
tierra y pesan sobre ella. Pero en un sentido quevediano –o barroco si se
prefiere– la distancia al destino se acorta con cada paso. Nos comemos el
camino pero él nos devora a su vez.
Como
hay pocos personajes literarios en los que no podamos vernos reflejados, vuelvo
la memoria atrás y me encuentro con Elena Rincón, la protagonista de La soledad era esto, que a raíz de la
muerte de su madre empieza a tratar de entender su propia vida bajo la
atmósfera siempre sospechosa del bienestar y las comodidades. Las novelas nos
insertan en un mundo tan complejo que sería grosero resumir en unas
líneas, por ello me concentro en ese proceso particular de Elena una vez que decide
encontrarse en los significados anteriores de su existencia para encontrar un
sentido a su orfandad, a su idea casi indolente de la muerte. Para emprender la
busca, Elena ha renunciado a todo: a su marido, a la comodidad del dinero, a lo
que queda de su familia. Poco a poco tejerá la red de significados que la
acercan a su madre, a sí misma y a su hija en una serie de reflejos recíprocos
de una existencia emparentada que parecía articularse en el vacío. Desde la
perspectiva de ese gran teatro del mundo
que es la sociedad, Elena se ha destruido, se ha encerrado en una soledad
enfermiza que ha de traerle las peores consecuencias; sin embargo ella sabe que
no es así, que ha necesitado escapar de esa simulación para construir su existencia.
Lo
pertinente del caso –para quien empieza a preguntarse qué relación tiene la
novela de Millás con mis preocupaciones corporales– radica en el
descubrimiento que Elena lleva a cabo sobre su propio cuerpo: el cansancio, el
estímulo muscular del baño, el mirar a los jóvenes correr en un parque que se
divisa desde el hotel donde se aloja antes de la mudanza definitiva, la idea de
un corte distinto de cabello… constituyen un horizonte nuevo: “El futuro es un
bulto que ha empezado a crecer en alguna parte de mí y al que alimentaré como a
un hijo”. Estas palabras de Elena –pensadas, porque en la soledad sólo podrían
ser dichas cuando hay signos de esquizofrenia– muestran lo necesario que puede
ser el cuerpo cuando descubrimos la maravilla de su funcionamiento. La visión
de Juan José Millás es crítica y optimista a la vez: el individuo se
reconstruye a través del alejamiento; el autoexilio es una ruptura con el mundo
automáticamente experimentado, reproducido una y otra vez en el escenario
social. Una vez reconfigurados sus gestos en los informes de un detective que
ella contrató para que le diera cuenta de sus propios actos desde un punto de
vista exterior, Elena repara en su presencia física y decide que es necesario
renovarla también.
Es
hora de dejar a Elena Rincón, en el suyo. Por hábito, educación o afición, he
hecho deporte desde la niñez, pero es apenas, en este momento crítico de mi
vida, cuando percibo que mi cuerpo se cansa, que ya no es lo mismo, que es
preciso comenzar a cuidarlo. Si hace unos años emprendí la carrera contra los
recuerdos dolorosos de la primera juventud y me exilié en este departamento, en
los recorridos kilométricos de cada día, esta nueva consciencia de mi cuerpo –dolorosa en cuanto pone
el dedo en la llaga de su caducidad, pero consoladora en tanto me recuerda que
he avanzado o he crecido–
podría ser el inicio de una carrera nueva en contrasentido de la muerte.
¡Hasta
qué punto son curativos ya no los libros sino su solo recuerdo! Comencé el
texto pensando en reprocharme el dedicar demasiado tiempo al deporte cuando
podría dedicarlo a la lectura o a escribir, a trabajar para alcanzar lo que la
sociedad espera de mí, como si el cultivo del cuerpo necesariamente me volviera
estúpido. Pero qué triste sería vivir así, sin la afirmación de la materia que
sufre dolores y placeres, que puede disfrutar una golosina sin pensar
vanidosamente en la gordura. Un escrito que llevaba camino de centrarse en la
caducidad del cuerpo vuelve la vista hacia el goce que tal vez haya en cuidar ese
vehículo de afirmación con lo vivo, para que no se eche a perder tan pronto. Aunque
el itinerario de lecturas es siempre variable, quizá deba moverlo un poco y, por
cada dos o tres Onetti o Tolstoi, intercalar un Juan José Millás, para salir a
correr, a nadar cada mañana sin remordimiento en esta lucha –inútil quizá, mas lucha al fin–
contra lo inevitable.
Ciertamente tu texto no me hizo querer correr en vez de caminar a mi ritmo lento la ciudad, pero sí me hizo temer ante la decadencia de mi cuerpo, ante el acabamiento de mi juventud. Tengo quie cuidarme y dejar de leer un poco y moverme más. Pero cómo hacerlo si hablas de Millás y no puedo evitar sacar un nuevo libro de él y empezar a hojearlo.
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