Tengo
la mala costumbre de creer siempre en los perdedores, en los débiles. A veces
sospecho que más allá de identificarme con ella, esta actitud deriva de un
inevitable fastidio por el orden del mundo o un ansia de ser sorprendido por él.
Mi hermana se ríe de mí porque siempre apoyo a los equipos que pierden en el
único deporte que sigo con algo más que gusto: el futbol americano. Mi
inclinación hacia las izquierdas en un país del que no cabe esperar nada tiene
más de expectación que de esperanza, como si en la película archiconocida de
pronto se invirtieran los papeles y el villano se quedara con la chica. Mi
preferencia por los perdedores no es siquiera como la apuesta que se hace en el
hipódromo al caballo peor rankeado para ver si lo fortuito se convierte en
premio gordo, no, tampoco es eso.
Quienes
se han acostumbrado al orden de las cosas saben valerse de él. Apuestan a los
ganadores, besan los traseros adecuados y medran. Las pocas veces que pierden,
se enojan: el mundo les ha jugado una mala broma y los ha dejado en ridículo.
Pocas cosas hay tan vergonzantes para ellos como no tener razón, y como casi
siempre la tienen, triunfan. Al perdedor no se le da crédito. Ni en las casas
de apuestas ni en los bancos, en las calles tampoco.
Fernando
Texeira –así dijo llamarse– es un profesor de idiomas –Je parle français, eu
sou brasileiro– que vive en Cuernavaca, Morelos, fraccionamiento Las Delicias…
(dijo el nombre de la calle, el número, el apartado postal, cómo llegar). No
sabe cómo me hubiera gustado creerle. Tiene la piel avellanada de Rio Grande do
Sur, medía casi 1.90, altura donde pude ver sus ojos claros, aún no
enloquecidos. Y yo soy un pobre profesor también, preparatoriano, que acababa de ver a su novia en una zona
poco amena de la ciudad. Me preparaba para volver a casa cuando Fernando
Texeira me abordó, me pidió un favor, me ofreció una beca…
No
sé si el error fue suyo o fue mío. Si lo recordara claramente podría asegurar
que empezó pidiéndome un favor y tratando de desesperadamente de mantener mi
atención. Yo estaba entretenido con los aparejos de mi bicicleta, porque era de
noche. No puedo asegurar si me dijo que lo asaltaron o por qué razón había
estado en la delegación. No pudo identificarse más que de palabra, aunque no se
lo pedí. Es paradójico que la historia más verosímil sea descreída. ¿Asaltado a
unas cuadras del Chopo? ¡Qué raro, eso ni pasa!
Lo
que sí recuerdo muy bien eran mis ansias por desprenderme de su presencia. No
sé cuál sería mi prisa, cuál mi molestia por la sola sospecha de que intentara
tomarme el pelo. Fernando Texeira podía haber exagerado algunos detalles, como
el hecho de llevar tres días en la calle, sin comer, acostándose junto a
excrementos. Trabaja en el DF por proyectos temporales y en un Instituto
Tecnológico de Cuernavaca como profesor interino. No olía a alcohol ni parecía
vicioso. Podría no estarme engañando. A toda costa quería volver a casa, pero
estaba atrapado en las calles de una ciudad ajena, hambriento y sin un cinco; sin
una credencial que acreditara su nombre, Fernando Texeira no es nadie.
–Yo
no hago favores.
–Quítate
y vete a chingar a tu madre.
–No
tienes idea, Pepe –le había dicho mi nombre–de las cosas que he tenido que
aguantar. Tantas horas y hambre. –Y yo lo único que quiero es regresar a mi
casa, cabrón. –El chilango que hablaba era demasiado bueno para darle credibilidad
a su extranjería y con ella a toda su historia.
Si
pienso ahora en Fernando es por la posibilidad de que no estuviera mintiendo, por
la certeza de haberle mentido yo para no ayudarlo, por no creerle, por no
haberme atrevido a soltar 120 míseros pesos para aliviar a un desesperado, por
no haber ideado una mejor prueba para evitar el engaño y ayudarle si hacía
falta. Porque si Fernando Texeira es quien dijo ser, y porque si todo lo que me
dijo era verdad no podría perdonarme la miseria de ser tan incrédulo, tan duro
de corazón, tan codicioso hijo de perra. Mucho apoyar a los perdedores para
romper la monotonía de los hechos para no dejarse sorprender por una historia,
por la vieja historia que siempre nos cuentan los vagabundos en la taquilla del
metro para sacarnos unas monedas, las mismas que le di a Fernando para
quitármelo de encima, aunque no le ayudaran en nada para salir de su problema.
Si Fernando me hubiera engañado tampoco me lo perdonaría: por blandengue, por
ingenuo. Pero los 120 pesos (los tenía) volverían más rápido que la
tranquilidad de la conciencia, que podría valerlos.
–La
cosa es que soy estudiante y no puedo ayudarte con mucho– mentí.
Fernando
se vio arrojado con sus diez pesotes al desamparo de la ciudad. Yo monté la
bicicleta y volví a casa. Fernando podría seguir deambulando en busca de malas
caras e indiferencia. Cuando debí apoyar a los perdedores no lo hice, me dejé
llevar por el orden y usarlo a conveniencia. Mi hermana no reiría, pero otros tratarían
de justificarme. Temo verme algún día verme en su lugar. En un mundo regido por
los engaños, la incredulidad es un arma defensiva que de vez en cuando duele
accionar.