Cuando
era niño tenía unos palitos de madera con muescas que servían para hacer
estructuras. Había que cruzarlos bien, perpendicularmente, para que encajaran
unas muescas en las otras y la construcción se mantuviera sólida. Pero una vez dominada la técnica, las formas
resultaban aburridas, pues poco se podía hacer que no fueran cajas o corrales
de tres muros con una que otra ventana. Si la estructura no me gustaba, la
deshacía a patadas. Entonces oía la risa de mi madre cuando el estallido de los
palitos llegaba de mi cuarto a la cocina, donde ella, incansable, fregaba o
cocinaba. Era uno de mis muchos juegos solitarios, que sólo tenían sentido
cuando había una historia que requiriera de ese espacio rígido y cuadrangular.
Tenía
también una colección de luchadores de plástico y algunos playmobil de brazos giratorios, soldaditos que se
mantenían en posición; caballitos, ovejas y perros; camiones de escuela,
patrullas y coches deportivos de fricción que cuando se encarreraban demasiado
destruían los muros de palo. Podía pasar tardes enteras imaginando historias y
diseñando ciudades hasta que el timbre sonaba y me llamaban los vecinos a jugar
la cascarita. Odiaba que pasara eso: el mundo ya no era sólo mío ni funcionaba
bajo mi lógica. Pero a mis padres no les gustaba mi encierro y me presionaban
para salir. Así descubrí los encantos del aire libre y de las bicicletas,
porque también la calle era un pequeño mundo que soñábamos entre todos,
construyendo, si no con palitos, sí con árboles que eran casas y horquetas que
eran sofás; bicicletas que acortaban las distancias entre una ciudad y la otra que
estaba al torcer la esquina, donde otro gran árbol nos acogía. Las tardes eran
interminables, las historias también.
Hace
varios días que no he escrito una línea, ni una sola. Quienes me conocen han de
sospechar que soy poco más que un quejoso, un procastinador o un indolente. Tienen
razón, pero debo aceptar que no doy más, mis límites son tan estrechos como los
de cualquiera. El mundo lo tengo tan asimilado como los aburridos corrales de
madera que construí en la niñez, y me gustaría agarrarlo a patadas y
desbaratarlo. Nada más porque sí, o porque no me gusta su cuadratura y
reconozco no tener las fuerzas ni la imaginación para curvearlo. Me cansa
hablar de mí mismo y por ahora no me habita nadie que amerite algunas líneas. Una serie de ensayos sobre mis obsesiones
viriles –que podrían no ser más que
complejos– es mi proyecto más ambicioso, lo veo con cierta pereza, como si me
estuviera obligando a escribirlo, a cuentagotas, además.
Es
como si las historias se hubieran agotado. Como si hubieran tocado a la puerta
para sacarme a echar la cascarita. Aburrido, aburrido. Correr de ida y vuelta, quitar el balón, dar
pase; echarlo al oponente, recibir el gol y los reproches; ser el último
elegido, perder siempre. Tropezar con el balón o con una corbata, con una
cuenta de banco y querer patearlo todo. Luego había que recoger los palitos,
todos. Mamá ya no reía al pedírmelo.
Tengo
una bicicleta que los Santos Reyes nunca me hubieran traído, pero ya no hay más
ciudades al torcer la esquina: apenas corre de una portería a la otra. Me
aferro al manubrio para no dejar de pedalear
la vida –como dice mi amigo– en la que no he acabado de instalarme. Me
acuesto todas las noches con la rigidez mortuoria de un playmobil que deja ir
de lado la cabeza. Había veces en que colocaba palitos arbitrariamente sin
importar si encajaban bien las muescas y la estructura se mantenía en pie. Más
que divertirme, me causaba asombro ver cómo semejante desorden, cómo la
acumulación fortuita de elementos podía resistir sin colapsar. Un edificio así no podría habitarlo nadie.
La
bicicleta encuentra edificios derruidos a su paso, casas asombrosas con muros
de llanta o latas de conserva. Están de pie y son habitadas, cuando no
habitables. No he escrito una línea hace semanas porque se me han acumulado
tantas cosas que me mantiene en pie el milagro y no logro entender de dónde
salieron setecientas palabras sin plan alguno, sin muescas ni palitos ni reglamentos para cascarear ni hechos que
merezcan una reflexión particular en estas horas. Soy un quejoso, sí, un hombre
no tan consciente de sus límites como sometido por ellos, uno que pierde en las
cascaritas cotidianas porque no le gusta el juego y no sabe cómo salir de él.
Acaso teme caer en uno más terrible.
Bueno, la ventaja de las palabras ya publicadas es que no se pueden tirar de una patada, al contrario creas otras en la mente del lector, da gusto, necesitaba unas paredes de palitos para esta mañana que se me va demasiado rápido. Saludos.
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