viernes, 14 de diciembre de 2018

Newtoniana




Veía a esos tipos pegados todo el tiempo al teléfono: caminando, en autobús, en un taxi, en casa, en el café. Despreciaba su desapego del mundo, el enajenamiento causado por lo remoto, como si la realidad fuera ineludible, como si no hubiera siempre peligros acechando: el tránsito, algún ladrón tras una presa fácil, una vieja de andar torpe que podrías golpear mientras caminabas sin fijarte (el viene de nuevo, porque cuando escapas al flujo de tus palabras ves que eres tú uno de esos tipos y no sabes cómo te has convertido en eso que antes yo detestaba) que andas por la calle sin arreglar asuntos importantes, que no tienes asuntos importantes o más bien que los asuntos tuyos no le importan a nadie. Eso.
    Eres como todos y avanzas apenas fijándote un poco en los adoquines, en la cebra peatonal, en el auto que sale desesperado del caos de la glorieta. No te has convertido por completo en zombi, pero vas de camino, miras de nuevo al teléfono, ya eres como ellos. Levantas la mano y jalas un poco la petaca con la otra, abres la puerta del taxi. Le avisas, cortas un poco la llamada, das indicaciones: a la Alberca Olímpica, tal calle, tal ruta. El mapa de la ciudad en tu cabeza, consciencia de las horas y su tránsito, tu prisa, la de todos, el bochorno del medio día. No estás aquí. Todo se mueve automático, escuchas cerrarse la puerta del taxi tras de ti. No recuerdas haberlo hecho. Automático. El cuerpo y su nueva modalidad de operación. No estás aquí. Eres como ellos. No sabes cómo, sólo por qué.

     El porqué está lejos. Su lejanía sólo será angustiante cuando cortes la llamada. Mientras no, crees estar ahí. Un minuto, dos. El taxi ha avanzado cincuenta metros, tal vez menos. El tránsito de su voz y de la tuya, el tránsito de la ciudad, el tránsito de la sangre que arde en tus venas, el tránsito de datos en una red infinita de intercambios, red de tránsitos de otras palabras que emocionan y dan vida, que informan de vidas que han llegado y que se han ido, que han cambiado, que se han arruinado, que se han despedido de la vida.

     Su voz y el océano anulado, ninguneado, ignorado por tu voz que a veces se detiene. No sabes qué decir, no sabes enfrentar la realidad al otro lado. Intuyes el océano pero no lo aceptas. Dices cualquier cosa entonces. Seguir la conversación, inercia, impulso inicial que se resiste; seguir en este mundo, inercia; seguir fingiendo que hay un sentido para cada una de las acciones, inercia; seguir portando la máscara, inercia; seguir escribiendo por inercia… 


Inercia. f. Propiedad de los cuerpos de mantener su estado de reposo o movimiento si no es por la acción de una fuerza.


     No hay cuerpos aquí. Apenas sus representaciones y sus reminiscencias. Cuerpos sentados en el asiento posterior de un taxi perdido en una ciudad infinita. Cuerpos sentados en la silla giratoria de una habitación perdida en otra ciudad infinita. Inconsciencia del cuerpo. Un cuerpo revela al otro cuerpo. Cuerpos que no se tocan, que no se tocaron cuando pudieron, que tal vez nunca vayan a tocarse. ¿Sin cuerpos hay inercia, señor Newton?

     Platonismo. Almas y voces. Espíritus liberados de los cuerpos. Romanticismo incompatible con la imagen de todos esos tipos pegados al teléfono en ciudades abarrotadas de claxonazos. Un hombre camina por la acera y pasa junto al taxi, se aleja. Energía cinética del peatón, energía potencial del auto en cuasi-reposo. Hay que moverse. No. Mejor olvidar la corporalidad. Hacerse a la ilusión de que se es libre y se puede ignorar los océanos, el tránsito, el hambre y el dinero.

     Unos girasoles han cruzado el Atlántico. Bueno, algo así: energía potencial de la palabra. Son mis flores favoritas. Son preciosas. Energía cinética de las redes mercantiles, potencial de la voluntad. Voluntad y representación. Voluntad encarnada en sitio web. Representación de objetos disponibles, stock. Representación de valores, costos. Energía potencial de una tarjeta de crédito. Energía cinética del botón “comprar” que lleva girasoles a los hogares. Menosprecio del océano.

     Tapas el sol con la palma de tu mano y dejas de verlo. Descuelgas el teléfono y olvidas la distancia. Zombis. Todos engañados por la calle. Tropezones. Atropellos. Robos de aparatos, de las vidas que contienen. Un semáforo. La música del auto de al lado cruza también el océano. ¿Qué se escucha? La voz de todo lo que está oculto, esperando manifestarse. Las paredes de agua abiertas a nuestro lado que han de cerrarse sobre el enemigo. La tierra prometida está allá, en la anulación absoluta de las distancias con fechas casi precisas en un calendario que anuncia un apocalipsis en forma de cuerpos que se reconocen. Las paredes de agua abiertas ante el milagro de la telefonía. Hay que correr. Extender la mano sobre el mar. El enemigo es el tiempo. Llega siempre, como el invierno.

     El taxi acelera por última vez, la voz se acelera también. El horizonte de acontecimientos. La espiral que anula el espacio-tiempo, que anula los cuerpos y sus masas, los devora, los precipita en un vórtice de inercia irrefrenable. Las palabras se aceleran, las mías... 

Silencio. El taxi se detiene. Es la hora. 
 
     Pulso el botón fatal. Me reconozco en mi cuerpo, sentado aún, tomando impulso para saltar al vacío negro del asfalto. Reconozco en cada billete entregado al taxista mi sujeción a las leyes de la inercia. Reconozco la ley de la inercia en la aceleración del taxi directamente proporcional a la estridencia ascendente de su motor. Se aleja, efecto Doppler. Newton y mis pies sobre la tierra. El peso de la petaca en el hombro. El peso de la lejanía, el del océano. El de la soledad mientras me pongo el bañador negro y la gorra azul. El de mi cuerpo que cae cuando entro al agua. La alberca/océano. La hora de la clase y mi reloj sumergible. La inercia de sus números. Nadar, luchar con la corriente, que es también inercia. Hacer del enemigo un aliado. Del tiempo un aliado. Llega siempre, como el verano.

viernes, 30 de noviembre de 2018

Cuerdas, puentes y opiniones sinceras




Dar a leer un texto a otro es un acto de muchísima confianza. Lo pienso como un intento de volverse autocrítico con ojos ajenos, sobre todo porque quien lo hace reconoce los límites de su criterio y la condición de invisibilidad que provoca el estar inmerso en el lenguaje propio. Y reconocer los límites propios es ya en sí mismo un acto de sinceridad, cualidad que surge habitualmente en la hendidura horizontal de la amistad, cuando converge con la afinidad de intereses.    
     La “buena fe” de Montaigne media entre quien se deja ver en un texto, tal y como es, desnudo en la expresión de sus pensamientos e invenciones, nunca inmotivadas, y el cómplice que mira, en la serenidad de un juicio que se esfuerza por ser imparcial, aunque no siempre lo consiga. Reconocer los límites de nuestro juicio es también un acto de sinceridad. Una cuerda se tensa entre los dos extremos y oscila en direcciones imprevistas con las fuerzas del pudor, la emoción y la imagen que tenemos del autor del texto.    
     Recibir este segundo extremo de la cuerda es siempre un privilegio: nos han reconocido la capacidad de decir algo sobre lo dicho y al mismo tiempo nos han confiado una parte de sí mismos. Estas entregas ocurren todo el tiempo con motivaciones secundarias, principalmente las académicas (que incluye a los talleres de escritura creativa) y las editoriales. En ambos casos hay un interés que media el acto y basta cualquier rastro de él para que la cuerda se rompa por el medio o caiga en alguno de sus cabos.
     Y más que referencia libresca, la evocación de Montaigne se sostiene en una amistad precedente o incipiente que funde a dos personas en un mismo acto, como ocurría con La Boetie. El que lee entonces se coloca frente a la página un poco como si fuera él mismo el autor del texto e intenta reconocer qué podría hacerlo mejor o aquello que irremediablemente lo afea. Un poco como colocarse frente al espejo con el cuerpo de otro y mirarlo como si fuera el propio: arrugas y zonas de resequedad a las que el cuerpo se ha habituado y hemos dejado de notar, pero en los que otros ojos han de detenerse pronto. 
    Todo esto porque un viejo amigo y una muy reciente me han dado textos para leer y ambos me han pedido “una opinión sincera”. Tiendo muchas veces a la sobreinterpretación o soy un neurótico de las redundancias o un romántico de la verdad. Y acepto también ser un “sentido” en esta acepción mexicana de molestarnos por nimiedades muchas veces no declaradas sino apenas esbozadas en la palabra o en el gesto de otro y que creemos resultado de un desdén o de un juicio negativo sobre nuestra persona. Entendida mi susceptibilidad, declaro que el apellido “sincera” no ha de acompañar nunca a una opinión que se me pida, so pena de una ofensiva redundancia. El acto desinteresado de confiarme un texto es el lanzamiento del cabo contrario a una cuerda que podría dejar caer si mi interés por el texto y, metonímicamente, por quien me lo confía, careciera de importancia para mí.
     Perdono a quien, por desconocimiento, tal vez parcial de mí, me pide sinceridad. A quien no sabe que pertenezco a ese club de escasos miembros de los que no se achican al decir “no he entendido nada” y que aceptan no tener siempre el juicio lo bastante largo o claro para tejer opiniones sobre cualquier cosa, pero que tampoco temen decir “no me gustó” cuando los elementos para sostener esa afirmación son verbalmente claros y demostrables. Amigo de falsos elogios tampoco soy, y prefiero el silencio a las atenuaciones.
     Ya que ando de perdonavidas, prefiero no tomar la cuerda que hacerla rodear el cuello de quien me ha confiado su garganta en unas líneas. Lo mínimo esperable de quien lanza el cabo será entonces el esfuerzo por resistir la tensión con que tiran del lado contrario. Aceptar la crítica y mantener la cuerda lo suficientemente estirada para que pueda construirse sobre ella. Sólo a través de la tensión probamos la resistencia de la cuerda como elemento básico de un puente que salva el río de lo incomunicable. La podredumbre de las cuerdas es fatal para todo transeúnte que se aventure por esos caminos y nos condena a todos al aislamiento.  

viernes, 6 de julio de 2018

Re vuelto


El viaje es una burbuja que has de reventar en algún momento. Cede a la presión del cuerpo que empuja en su camino de vuelta al medio familiar, sus aguas necesarias, su heredad. El irremediable desorden del sueño, levantarse a escribir. Optar todavía por el papel para dejar a la fiel computadora, que no pude llevar conmigo, habituarse de vuelta a mi presencia, para mantener un ritmo en la prosa que el propio viaje me impuso: su agitación, su respirar forzado de pez fuera del agua que se niega a saberse anfibio.
   Los oídos aturdidos de tanto repentino español: en la sala del último vuelo, en la fila de asientos del avión; acentos de Chihuahua y de la capital, mi capital. Un español que pasa a ser la regla y no la alegre excepción que en la soledad de las mesas extranjeras te impulsaba al saludo, al abrazo --¿Habla español? ¿De dónde es?—que terminabas reprimiendo por el siempre ridículo temor al ridículo. Los oídos aturdidos de tanto español. Hasta hace unas horas seguían habituados al silencio de las lenguas comprendidas a medias. Silencio o ruido de fondo que sólo exigía atención cuando te hablaban los meseros, las recepcionistas, los dependientes de las tiendas, los letreros de las calles y museos. De pronto te llaman por todas partes, y no, sientes que son para ti todos los mensajes sólo porque lo comprendes todo, sin ningún esfuerzo. Habrá que reaprender a filtrar para no enloquecer.
    Despertar en mi cama y creerse en un hotel, siendo el otro, el de allá; entreabrir los ojos y sorprenderte de la cantidad de objetos que te rodean, tantos libros, sombras de prendas colgadas, la pantalla de la fiel computadora y televisión reflejando el poco de luz callejera. Estás bocabajo y quieres levantarte un poco. Los músculos están entumidos. Los encorajas en inglés y esta es la traducción que te viene a la cabeza ahora que escribes, al impulsarte pensabas en inglés, pues no sabías bien todavía dónde estaba tu cuerpo, to encourage.
    Tensas los tríceps y el abdomen. Una pequeña plancha. Se te revuelve el estómago, ¿pastor y Negra Modelo? Un eructo breve lo confirma. Estás en casa. Reconoces las siluetas de las cosas alrededor. No es el limpio vacío de las habitaciones temporales sino la forma y sustancia de una vida que estabas empezando a olvidar. Un desodorante en espray te insiste en francés a quedarte dentro de la burbuja. Lo haces a un lado para darle espacio a la libreta y notas que también está en inglés. Lo quitas de enfrente, –yo escribo en español– piensas, tal vez lo dices en voz alta mientras tomas el lápiz. Apartas la cangurera para que no estorbe los trazos. Un tintineo de monedas forasteras que pronto serán un souvenir, porque era ridículo cambiarlas en el aeropuerto donde quisiste pagar un agua con ellas y la dependienta se las quedó viendo antes de decirte en español que despertaras, que eso no valía, y luego sacabas, por primera vez en más de un mes, un billete mexicano. Benito Juárez sin despeinarse vale poco más que un loonie. Estos billetes sí que caben en tu cartera.
    Te levantas por agua. No más botellas, tomas un vaso de la alacena y te sirves de la horrible jarra de plástico que pronto tendrás que tirar. Estás en casa y deberías sentirte aliviado, pero sueles ser un viajero liviano y ahora sientes el peso de todas las cosas que se quedaron aquí abrumarte de nuevo. De momento les cierras la puerta al volver a la recámara. Ya te ocuparás de ellas. Abres de nuevo la libreta, empuñas el lápiz. Tres páginas se llenan de un tirón. También el español tropieza un poco, pero no se paraliza. Empiezas a sentirte en casa. La cama te pide volver.