martes, 2 de julio de 2019

Alentejana 3


PAX y olvido


Veo esta palabra en el papel que acaban de darme en la ventanilla de una estación de autobuses. Ese día estuve en cuatro ciudades, no vale la pena  recordar dónde fue. PAX y el número del asiento que debo ocupar. Varias de esas ciudades están construidas sobre ruinas romanas. PAX y la ausencia de minúsculas en el abecedario latino. Paz, en nuestra lengua suavizada por las minúsculas, por dos milenios de guerras y cristianismo. Una lengua acaso no tan augusta y sin mayúsculas en piedra. Tal vez será olvidada.
     PAX y olvido, dejar atrás momentos y ciudades para ganar kilómetros, millas aéreas, ítems para el repertorio de los rostros, cruces para las ciudades del mapa que adorna el muro de nuestra recámara y traza el itinerario de nuestra vida. Siempre tuve claro que la palabra se refería al pasajero, a varios, incluso. En ninguna de las lenguas que creo conocer la palabra tiene una equis. Me pregunto de dónde salió y la pregunta es la respuesta, la incógnita. PAX es la casilla vacía que llenamos con nuestro nombre al registramos en la taquilla, con nuestro cuerpo al abordar el autobús. Podemos ser cualquiera.  
     En los no lugares del tránsito, los que están al pie del camino, somos cualquiera. Ninguno llega para quedarse. Rostros y nombres son indistintos para los espacios dedicados al pasaje. El registro carece de sentido, atranca el engranaje de las partidas y las llegadas. Veo mi nombre en la parte superior del billete y entiendo que la única concesión que recibimos es poder conservar, en ese diminuto rectángulo de papel, la memoria de nuestro tránsito. Pero esto solo ocurre para viajes largos, los que merecen algún recuerdo.
     NO TE ENAMORARÁS DURANTE EL VIAJE. Los romanos habrían escrito con mayúsculas, en piedra, este mandamiento que parece incompatible con la disposición a encontrar, característica de los viajeros. Hay que aprender el amor del soldado, que toma la ciudad y la abandona o se queda a cuidarla para otros, sin establecerse. Hay viajes que duran menos que un verano, así que recordar tu rostro, el ademán con que te acomodas el cabello o me sonríes, atenta contra mi condición de PAX, me perturba, y aunque la turbación también suele ser pasajera, su naturaleza es sedentaria. El amor y los placeres quieren durar, pero pronto habremos de ocupar un nuevo asiento (palabra paradójica para quien ha decidido no asentarse) y habrá que dejar atrás. Me quedo con tu nombre que cada día pronunciaré menos veces; con alguna foto, tuya o nuestra, a la que se irán sobreponiendo fotos de nuevas ciudades y paisajes, tantas, que pronto me será imposible encontrarla. PAX y olvido.
     Cuatro ciudades en un solo día: la de partida, dos visitadas, la de llegada; Viana, Braga, Guimarães, Aveiro. Aunque los horarios en las estaciones rodoviarias y de trenes nos recuerdan que somos itinerantes, la costumbre del sedentarismo parece empujarnos a detenernos en un mirador, en el cuarto de hotel, en la voz que precede a un rostro sabio, a una cara bonita. Como el viaje es una experiencia estética y las portuguesas son mayoritariamente guapas, vale la pena detenerse, pero esto contradice mi condición de PAX, que cuenta el tiempo justo para alcanzar mi lugar en el autobús, los muy pocos minutos de retraso con que parte cada vez. Me detengo como puedo, cuando necesito recobrar el aliento después de una cuesta muy pronunciada. Habrá que hablar de la correlación entre la belleza de las ciudades portuguesas y su tortuosa disposición de montaña que rompe mis hábitos andariegos, mi costumbre arquitectónica de mesetas y lagos desecados.
     Aveiro. Me siento a la mesa de una pastelaria después de haber dejado la mochila en la habitación más fea de todo mi viaje. Como con avidez lo que es casi mi primer alimento del día: rissois fríos de camarón, croquetas frías de bacalao, una superbock. Dan las diez de la noche y en la tele juegan dos equipos africanos. Mañana será un día de playa y fotos coloridas. Basta de ser PAX por hoy (para los hoteleros lo sigo siendo).
     Un inconveniente previsto: tendré que cambiarme de hostal. La mochila pesa porque he cometido el error de llenarla de vino que, por una diferencia razonable, podría comprar en Évora, en casa, pues. El calor, la soledad y el precio del vino me han convertido en un alcohólico bastante funcional. Dejo la habitación inhumana y salgo a recorrer la ciudad, la “Venecia portuguesa” –rezan las guías turísticas. Un fraude que se vuelve asequible conforme el sol aviva los colores de las fachadas. Me dirijo a la segunda habitación inhumana (sin recepción, sin nadie que se haga cargo de cualquier eventualidad) dispuesto a todo. No sólo la habitación es mejor y está a veinte pasos de la estación del tren, sino que me entregan la llave dos lugareñas guapísimas. Sé que no van a quedarse, pero el aislamiento en estos días ha sido tal, que me reconforta escuchar la explicación de los horarios mientras una de ellas me muestra la casa de banho, la cozinha, el balconcito para fumar. Estaba malhumorada, pero ya sonríe cuando me escucha el obrigado al alargarme la llave. Devuelvo la sonrisa y la veo llevarse la mano al escote, sonrojarse. Tal vez he visto de más. Las escucho discutir escaleras abajo, yo no era la causa del mal humor.       
     Ir a la playa en bicicleta es impensable con este sol. Habrá que ser PAX otra vez. El barrio de los pescadores y sus casas pintadas con franjas, dunas de arena casi blanca, agua fría que se vuelve soportable conforme avanza la tarde. Me baño y soy feliz unas horas. PAX prolongada en el camino de vuelta, en la botella de vino que voy vaciando a lo largo de la noche en una cama que me queda demasiado grande.
     Una vieja ciudad universitaria es la última parada antes de volver a casa, Coimbra. Estoy tan cansado (y probablemente tan crudo) que me dejo llevar como turista. No doy con los espíritus de Pedro e Inés ni el puente que lleva su nombre, ni en el Penedo da Saudade. Todo lo bueno está en la Universidade y tal vez en el monasterio gótico que ya no tuve tiempo de ver…
     Tener tiempo, hacerse tiempo. Leo a Kapuscinski, tres días después, en casa: “Los hombres del lugar, los africanos, perciben el tiempo de manera bien diferente. El tiempo es algo que el hombre puede crear, pues la existencia del tiempo se manifiesta a través de los acontecimientos, y el hecho de que un acontecimiento se produzca o no, no depende sino del hombre. En alguna parte del mundo fluye y circula una energía misteriosa, la cual, si viene a buscarnos, si nos llena, nos dará la fuerza para poner en marcha el tiempo: entonces algo empezará a ocurrir”. Pensado en modo africano, no vi el monasterio porque no quise. Pude ser PAX con destino a Évora algunas horas más tarde y crear el tiempo del monasterio gótico.    
     NO TE ENAMORARÁS DURANTE EL VIAJE. Pensándolo así, en modo africano, esta regla romana carece de sentido, porque el tiempo creado no es pasajero, no es PAX. Que el tiempo dependa de la voluntad, esa energía misteriosa, es la más schopenhaueriana de las soluciones, y al mismo tiempo, la más fatal y accidental. Corrijo entonces: no vi el monasterio porque no quise, sino porque no tenía que verlo. No fue por falta de tiempo, fue por falta de voluntad, de fuerza. Este elemento incide en que pueda crear el tiempo del amor y dedicarte mi energía, mis palabras. Incide también en mi capacidad para crear el tiempo del olvido cuando tenga la certeza de que me traerá la PAX, provisoriamente, en lo que un nuevo tiempo del amor viene a pedirme que lo forje.
     Coimbra y las ciudades del norte se han quedado atrás, contigo. Estoy una vez más en modo alentejano, en esta casa improvisada que me exige crear el tiempo del silencio.



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