Omiri o el aroma seco de la despedida
O viajante volta já.
Não é verdade. A viagem não acaba nunca. Só os
viajantes acabam.
E mesmo estes podem prolongar-se em memória, em
lembrança, em narrativa.
Viagem a Portugal
José Saramago
Estoy empezando a
irme. La cabeza llena de preparativos, listas de pendientes y cosas que ya no
me fue dado ver. Tantos planes para acabar de cualquier forma arrollado por lo
espontáneo. Omiri, por ejemplo. Decisión de última hora entre amigos que habían
planeado algo diferente. Escucharlo por internet mientras escribes, mientras
intentas concentrar la atención en eso que te ha traído aquí. La ansiedad de
avanzar con el trabajo, la negación a quedarse encerrado a trabajar cuando la
vida ha puesto ahí, en la plaza, el tianguis de lo irrepetible.
Porque Omiri
preparó el concierto especialmente para esta noche, para esta Praça do Sertório
que “nunca vi tão cheia” –dijo Vicente, y le creí. Tamborileros gigantes llevan
la marcha de las paredes, hombres con esa boina alentejana que desde ya pongo
en la lista de los souvenirs imprescindibles, un telar que canta, un hombre que
juega “ao aro”, un barbero con castañuelas. Alentejanos todos, síntesis o
postal de lo visto en casi dos meses de carreteras bordeadas de viñedos y
poblados rurales. La voz poderosa y grave de un joven: holograma en la pared de
cal que me devolvió al recuerdo de mis primeras dos semanas, cuando no lograba
entender una palabra de lo que me decían, sobre todo los hombres, con todas
esas vocales cerradas y esa indolencia ante mi extranjería.
La música y el
cine son las artes que más me emocionan, aunque me diga literato. Omiri las
conjugó en un escenario todavía más fixe.
Objetivamente, porque la Praça do Sertório es el corazón de Évora. Las letras
blancas gritan el nombre de la ciudad frente a la Cámara Municipal, de donde
nace toda la actividad, la vida en forma de dinero público. Quizá sea más bonita
la Praça do Giraldo, pero es apenas la fachada, la cara para recibir a los
turistas apresurados que pasan a saludar, a saludarse a sí mismos desde sus
selfies con telones de fondo intercambiables. Después de dos semanas de errar por
Évora, entre calles curvas y vapuleado por el sol, descubrí la Praça do
Sertório. Sentado al escritorio, veo el mapa. Ser animal de costumbres tiene
sus desventajas: te aprendes un camino y aunque te pierdas un poco, volver al
camino acostumbrado impide ver lo que está unos pasos más allá. Una plaza está
a unos cuantos metros de la otra. Pero las primeras dos semanas, por más que
caminé y caminé, mis pies no me llevaron hasta ahí.
El corazón de
Évora. Ahora veo por qué no entendía ni una palabra, por qué no había hecho
amigos, por qué empezaba a querer huir de la ciudad. Seguía siendo el turista
apresurado, encerrado en sí mismo, en sus preocupaciones de investigador que
necesita sólo las cuatro paredes de su cuarto y el confortable autoengaño de
que se puede conocer una cultura a través los libros. La gaita, las cuerdas que
Omiri tañe me mandan a un recorrido por mis propias imágenes mentales.
Síntesis, postal. Todo empieza a cobrar sentido. Un riff y el batir de los tambores me despiertan a la vida de la
ciudad. Tambor, latidos. Esta vez dentro de mí, que había llegado al lugar correcto
después de un leve extravío.
Despertar a la
vida arrastra su inevitable regreso al estado somnoliento. No sólo es que el
concierto se acabara, que la noche se acabara, que los vasos mostraran ya sólo un
lastimoso rastro de espuma… Évora y Portugal se estaban acabando para mí. Una
semana más y guardar toda mi evoricidad en una maleta que ha de pesar tanto
como las despedidas. El coro frente a la puerta calla, el coro en el balcón
calla, los tambores se van apagando. Sólo habla Omiri. Agradece, sí, pero sobre
todo evalúa: foi fixe, foi bué de fixe.
Omiri y yo tenemos en común lo forastero. Lo veo en su forma de agradecer, no
sólo a los espectadores, sino a todos los que hicieron posible el concierto con
un programa hecho ex-profeso. Omiri
evalúa porque al acabar el concierto descubre que no está ahí tan sólo en su
rol de artista, sino de espectador de sí mismo, del proyecto que lo conectó con
la ciudad. No es el concierto sino su propia experiencia de la evoricidad lo
que se lleva en la maleta, junto con los aplausos. Bué de fixe.
Para Omiri, sin
embargo, será más fácil volver que para mí. Esta semana iré a Lisboa a mis últimas
diligencias de investigador apresurado, de turista correteado por las últimas
compras y la puntualidad de los trenes. Quisiera ir a Belem y ver partir mi
nave hacia los mares por siempre navegados del regreso. Que se vaya el turista
y se quede el gajo mexicano con su
maleta y su evoricidad + e = evoricidade.
La humedad de Lisboa y una ilusión de permanencia impostada en el muelle, ver
partir todos los barcos desde la inmovilidad secular de la torre.
O viajante volta já. En vez de Belém el Cais do
Sodré, la estación de Oriente; el tren que me devuelva a mis últimos tres días
en Évora. En vez de mares, barcos y humedad, el calor seco del Alentejo. Su aroma
de pastos amarillos y casas blancas. Cambiar los até já, por até mais ver.
Tal vez adeuses. El aroma seco de la
despedida, su incertidumbre. No ha ocurrido aún, pero empecé a verlo cuando
escuchaba a Omiri y pasaba por mi mente todo ese flashback alentejano. El viaje se prolonga, dice Saramago: é preciso recomeçar a viagem. Sempre. O viajante volta já. Vuelvo ya, a
Évora, a México, a mis pasos. Cuando se está en medio del camino, el concepto
“vuelta” cobra una ambigüedad inesperada. Siempre. Hasta siempre.
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