Esta entrada pudo haber
sido otras dos, pero la intensidad de la experiencia me ha forzado a descartar
una sobre monstruos y mutilados que se reivindican y otra sobre un amor a la
oriental para dejar ésta, de posibles que uno mismo se imposibilita por
dejadez, por cobardía o por no estar destinado para ellos.
La biblioteca parece
ser el lugar menos adecuado para ciertos encuentros. No negaré que suelo colocar
el libro con la inclinación precisa para mirar por encima de él, sin evidenciar
el descaro de estar mirando antes la belleza de la chica que va sentándose a un
gabinete cercano que las portentosas líneas de un autor que leía con gusto hasta
que la urgencia de la vida -la maldita primavera-
viniera a arrebatarme de su laberinto verbal para llevarme al de metal y
cristales que son las estanterías y andadores de la biblioteca. La veo
estirarse y removerse en el asiento (los de esta biblioteca son incomodísimos),
la veo soltarse el peinado y volverlo a acomodar, leer y tomar notas; también la veo ser bella, que es lo que mejor
le sale. De vez en cuando regreso al libro, pero cualquier distracción me
vuelve a las líneas de su rostro y al brillo de su cabello…
Llega la hora de ir a
clase. Aunque la miro al dejar la biblioteca, estoy resignado a su
imposibilidad: demasiado hermosa, demasiado desconocida, demasiada también la
costumbre de no intentar las cosas y dejarlas perderse en su potencia (cuando
la tienen). Además la biblioteca es el lugar sagrado donde nadie levanta la voz
y nadie se acerca a nadie.
Una amiga extranjera
casi choca conmigo en uno de los pasillos; hablamos de Vallejo y de la
incomprensión, de la monstruosa memoria del profesor, de… pronto ella aparece
de nuevo, tras los cristales, mirando al patio donde acabamos de sentarnos. ¿Me
mira? A veces el deseo nos hace imaginar cosas de las cuales la realidad nos revela
la esencia con bofetadas certeras. Me ha pasado. La memoria del ridículo es un
neutralizador muy eficaz de los impulsos. Camino con la compañera hacia el aula
y ella queda ahí, como expectante, mirando hacia nosotros con una especie de
desafío que me avergüenza. Me siento inflamado de un valor que no me conozco,
que definitivamente no tengo, será por la compañera en quien escudo un poco el
descaro de mis miradas. Confieso mi hallazgo a la compañera, que se molesta por
mis niñerías aunque voltea a verla y ratifica mi buen gusto; me toma de la
manga dirigiéndome al salón. No hago más que voltear como un niño al que alejan
de algo no apto para su mirada: una pelea a puños, un atropellado.
El salón está vacío, el
profesor no ha llegado. Dejo la mochila y salgo corriendo. -Voy
al baño. La compañera ríe mi mentira y me deja escapar. El vestíbulo está igualmente
vacío, ella ya no. Yo muerdo mi derrota y voy pisando mi cobardía que he
querido dejar regada sobre las losetas. -Para otro
caballero estaba guardada esta aventura. No puedo más.
César Vallejo y las
isotopías… el lenguaje, lo críptico… la orfandad profunda... Sólo esto último
me despierta y me lleva al “Golpes, como el del odio de Dios” porque la clase
está tan alejada de mí como ese anhelado “tú” que nunca dejó y quizá no dejará
de ser un “ella” de los muchos que nos pasan por la vida donde lo que no fue,
no será.
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