viernes, 8 de junio de 2012

Paso izquierdo, pata siniestra

Por desgracia, además de mi habitual pie izquierdo, nací con otro, que aunque parece derecho, es izquierdo también, por lo cual mis posibilidades con las chicas están cerradas por la puerta doble del baile y la del futbol.
      Es verdad que mi infancia careció del dorado sueño de jugar en la selección nacional, ser el delantero con el número 10, y ganar un  mundial, con las carretadas de dinero que eso implica en el espectacular mundo de las patadas y los hinchas; pero de verdad me da vergüenza echar una cáscara cuando me invitan a hacerlo (lo cual ocurre cada vez con menos frecuencia). Si alguien sabe del plus de virilidad que otorga el dote futbolero a un chico, soy yo: en la secundaria perdí un par de novias por no ser lo suficientemente apto para patear un balón con un grado decente de precisión y elegancia. No se crea por esto que soy el típico sedentario que por creerse intelectual desprecia los encantos del deporte y de toda actividad física, no: es simple y sencillamente muy mala pata la mía; esa pata que es izquierda pero parece derecha, y con la que puedo jugar cualquier otra cosa y correr como el que más, mientras no me pongan un balón entre las piernas porque al pasearlo entre mis empeines, mis talones de Aquiles se multiplican.
      Pero aun planteadas mis capacidades motoras, no puedo dejar de lamentarme de este segundo apéndice izquierdo que me quita la felicidad de conectar mi cuerpo con la euforia de la música. Amo los deslizantes ritmos que creados especialmente para la entrada triunfal de las parejas en la pista: son y tango, salsa y guaguancó; también un vals o un rock n’ roll hacen que mi cerebro mande sus ansiosos impulsos a mis piernas, que terminan por trazar garabatos al aire con la punta de los pies (izquierdos), aunque siempre desde la solemnidad de mi asiento y el consuelo de mi copa, porque sé que levantarme a buscar a una pareja es como pedirle amablemente a alguna samaritana que se arroje por mí a las vías del tren. Tampoco es mi ansiedad tanta que me levante en solitario a hacer un número deplorable y especialmente lastimoso en una reunión donde la sociedad se solaza en compañía.
      Así suelen acabar todos los bailes: en la contemplación envidiosa de los amigos que se retiran temprano y bien acompañados a sus aposentos, mientras yo rasco el goce de una conversación con ancianos venerables, camareros que me sangran la propina, e incluso niños soñolientos que sacan caramelos de los lugares más inesperados de su diminuta fisionomía. Claro que el progresivo aumento de las porciones etílicas en mi sangre me hace disfrutar de estos penosos pasatiempos como si estuviera en el centro de la pista rodeado de vestidos escotados y muslos que relumbran a la pálida luz de las velas. Comienzo a preocuparme cuando los ancianos se quejan ante la efusión amistosa de mis palmadas en su espalda, pierdo la cuenta de las veces que he sacado la cartera o los niños huyen llorando en pos de sus padres. Cuando detecto una mirada femenina sobre mí, inmediatamente descarto la posibilidad de un encuentro, pues mis pies se pisan el uno al otro reteniendo la ansiedad, dando salida a un mohín desdeñoso que, en el rostro, me hace ver antipático y creo que hasta miserable.
      Llego por fin a casa entre tumbos, jadeos y promesas de no asistir jamás a un evento así. Me siento sobre la cama para desnudarme. El par de zapatos diestros asoma sus intactas puntas bajo la colcha, y mientras me quito uno de los siniestros, no dejo de renegar por el hecho de tener que comprar siempre dos pares de cada modelo.

1 comentario:

  1. Te recordé, jajaja, ahora lo entiendo todo.
    Me gustó el giro que le das al final, de lo metafórico a lo literal. Yo no sé dónde ponerlo si en un artículo o en un cuento -me inclino hacia éste. Buena entrada mañanera, me hace agradecer mis dos pies por igual. Jajajaja.

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