Por
desgracia, además de mi habitual pie izquierdo, nací con otro, que aunque
parece derecho, es izquierdo también, por lo cual mis posibilidades con las
chicas están cerradas por la puerta doble del baile y la del futbol.
Es
verdad que mi infancia careció del dorado sueño de jugar en la selección
nacional, ser el delantero con el número 10, y ganar un mundial, con las carretadas de dinero que eso
implica en el espectacular mundo de las patadas y los hinchas; pero de verdad
me da vergüenza echar una cáscara cuando me invitan a hacerlo (lo cual ocurre
cada vez con menos frecuencia). Si alguien sabe del plus de virilidad que
otorga el dote futbolero a un chico, soy yo: en la secundaria perdí un par de
novias por no ser lo suficientemente apto para patear un balón con un grado
decente de precisión y elegancia. No se crea por esto que soy el típico
sedentario que por creerse intelectual desprecia los encantos del deporte y de
toda actividad física, no: es simple y sencillamente muy mala pata la mía; esa
pata que es izquierda pero parece derecha, y con la que puedo jugar cualquier
otra cosa y correr como el que más, mientras no me pongan un balón entre las
piernas porque al pasearlo entre mis empeines, mis talones de Aquiles se
multiplican.
Pero
aun planteadas mis capacidades motoras, no puedo dejar de lamentarme de este
segundo apéndice izquierdo que me quita la felicidad de conectar mi cuerpo con
la euforia de la música. Amo los deslizantes ritmos que creados especialmente
para la entrada triunfal de las parejas en la pista: son y tango, salsa y
guaguancó; también un vals o un rock n’ roll hacen que mi cerebro mande sus
ansiosos impulsos a mis piernas, que terminan por trazar garabatos al aire con
la punta de los pies (izquierdos), aunque siempre desde la solemnidad de mi
asiento y el consuelo de mi copa, porque sé que levantarme a buscar a una
pareja es como pedirle amablemente a alguna samaritana que se arroje por mí a
las vías del tren. Tampoco es mi ansiedad tanta que me levante en solitario a
hacer un número deplorable y especialmente lastimoso en una reunión donde la
sociedad se solaza en compañía.
Así
suelen acabar todos los bailes: en la contemplación envidiosa de los amigos que
se retiran temprano y bien acompañados a sus aposentos, mientras yo rasco el
goce de una conversación con ancianos venerables, camareros que me sangran la
propina, e incluso niños soñolientos que sacan caramelos de los lugares más
inesperados de su diminuta fisionomía. Claro que el progresivo aumento de las
porciones etílicas en mi sangre me hace disfrutar de estos penosos pasatiempos
como si estuviera en el centro de la pista rodeado de vestidos escotados y
muslos que relumbran a la pálida luz de las velas. Comienzo a preocuparme
cuando los ancianos se quejan ante la efusión amistosa de mis palmadas en su
espalda, pierdo la cuenta de las veces que he sacado la cartera o los niños
huyen llorando en pos de sus padres. Cuando detecto una mirada femenina sobre
mí, inmediatamente descarto la posibilidad de un encuentro, pues mis pies se pisan
el uno al otro reteniendo la ansiedad, dando salida a un mohín desdeñoso que,
en el rostro, me hace ver antipático y creo que hasta miserable.
Llego
por fin a casa entre tumbos, jadeos y promesas de no asistir jamás a un evento
así. Me siento sobre la cama para desnudarme. El par de zapatos diestros asoma
sus intactas puntas bajo la colcha, y mientras me quito uno de los siniestros,
no dejo de renegar por el hecho de tener que comprar siempre dos pares de cada
modelo.
Te recordé, jajaja, ahora lo entiendo todo.
ResponderEliminarMe gustó el giro que le das al final, de lo metafórico a lo literal. Yo no sé dónde ponerlo si en un artículo o en un cuento -me inclino hacia éste. Buena entrada mañanera, me hace agradecer mis dos pies por igual. Jajajaja.