No
es fácil para mi neurosis aceptar la presencia de mucha gente en mi espacio
íntimo. Hay en mí resabios de un salvajismo heredado de aquellas cavernas que
habitaba el primero en agandallárselas. Siempre he sido así: desde niño corría
escaleras arriba cuando oía gente extraña llegar a casa y escuchaba sus voces
desde mi cuarto, sus conversaciones que resonaban en el cubo de la escalera,
amplificadas para mayor invasión de mis contornos aéreos y para mejor estimular
la imaginación de los rostros que les correspondían. Me gustaba comprobar mis
cálculos, y al oír las fórmulas de despedida, corría a la ventana para
verificar que sus rostros coincidieran con lo que había imaginado.
De
no ser por los regaños de mi padre, por su insistencia en hacerme “aparecer en
sociedad”, (llamo sociedad a mi propia familia y a sus contados amigos, que
distaban mucho de ser lo que en buenos términos de caché se entiende por
“sociedad”) jamás hubiera yo salido de mi cuarto. Me habría convertido en un
insecto samsiano avergonzado de sí mismo, de no ser un niño amigable y
preguntón, de no jugar con otros niños y agachar la mirada ante las palabras de
los adultos. Las charlas interiores que desde entonces desarrollaba con
auditorios imaginarios siguen teniendo lugar en los oídos de mi mente: ahora son
alumnos con total disposición de aprender algo, ahora un amigo ausente, ahora
una confidente novia con quien hablo poco cuando estamos juntos.
Pero
más allá de la autoridad irrebatible de mis padres, que la abrían por sus
privilegios jerárquicos en la manada familiar, la puerta siempre ha estado
abierta, en relación horizontal de iguales, a mi pequeña hermana. Nada que haya
en mí se le puede ocultar, conoce mis habitaciones interiores como tal vez no
conozca las propias, ni yo las de ella. A veces pienso que vino al mundo para
vigilarme, como en una especie de complicidad con mi consciencia. Un mirada
suya podría detenerme en el acto más largamente premeditado, y la más gastada
de sus burlas podría arrebatarme la carcajada en una seria contrariedad;
penetra mi sensibilidad, mi intelecto y mi malicia, a veces hasta lee mi
voluntad; para ella no hay puerta ni ventana ni pared cerrada alrededor de mí.
En
una acalorada y espumante charla sobre literatura, orígenes y fútbol, un buen
amigo estuvo a punto de soltar la lágrima al hacernos el retrato de su hermano:
un prócer del esfuerzo, un jugadorazo, un dador a manos llenas; nadie como él.
Hay más casos. Tú, lector, no dejarás de pensar inmediatamente en los tuyos.
Tener un carnal, de eso se trata. Como que pasa desapercibido el momento en que
empezamos a construirles un pedestal aun cuando sabemos que pisamos la misma
alfombra en el corredor o el mismo piso de tierra en el patio de la casa
paterna. Es un reconocimiento natural, de materia; la carne que se reconoce en
la carne, pero también en el gesto, en la voz, en todo lo que nos da vida.
Montaigne citaba a Plutarco, en quien podía leerse el caso de un hombre que “no
daba importancia al hecho de haber salido del mismo agujero”, pero es tan
racionalmente inexplicable esta fraternidad que sólo nos queda culpar a la
carne, y quizá a la sangre. Pero esto es ponernos metafísicos, porque la sangre
es la sustancia y la carne… ¿acaso forma? ¿Acaso el límite o el punto medio
entre la forma y la sustancia? Sí, la relación es meramente corporal, y
provenir del mismo agujero nos hermana, como nos puede hermanar el coincidir en
algún otro, llámese cárcel, desdicha, desolación...
Cuando haya que repartir la herencia
-dice Montaigne
en el mismo ensayo que éste es el único inconveniente de la fraternidad- tendremos que voltear al agujero y
reconocer en él el pasado común y el futuro común, el destino. Y ya sé que voy
trazando una utopía y que me estoy poniendo didáctico, pero por algo nací profesor.
El agujero es la puerta que decidimos abrir o cerrar a nuestro mano o mana, a
nuestro carnal, “yemano”, a nuestro “bro”, único conciliador que hace concebible
la soledad acompañada.
Eso de nací profesor no sé por qué me hizo sonreír. Lo de la amistad, no mucho, es tu carga. Lo de tu hermana, da miedo, siempre pensé que era algo freaky -¿música?, por Dios, en este mundo. Cuándo se ha visto. Un texto que postearé en mi muro no por el gusto, si no como advertencia de que hay agujeros, y vaya que hay agujeros que por sí solos son la puerta, la llave, el pomo y es, desgraciadamente, imposible caer o dejar que caigan con nosotros en ellos.
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