jueves, 6 de septiembre de 2012

Mándalos a la verga




Fue en época de posadas. El joven universitario se preparaba para asistir a una fiesta con sus compañeros de escuela. Había que llevar regalos para sortear, uno bueno y uno malo; la tradición de la fiesta dictaba una especie de intercambio al azar. Un joven sensible, enamorado y pobre, necesariamente. Esta última condición lo impedía de llevar el regalo bueno, pero para no quedar al margen del ritual, decidió llevar un pequeño espejo envuelto un poema escrito por él, que versaba sobre las cualidades del espejo.
La casa de la anfitriona era confortable, con su propia capilla y un gran jardín, una gran variedad de botanas y bebidas agasajaban a los invitados, producto del esfuerzo común de los compañeros, muestra generosa de su solidaridad. Ella, su novia, había llegado; era su cómplice, entendedora de los secretos que él albergaba en el fondo de sus pensamientos: bella, inteligente, sensible y, sobre todo, suya. Al acercarse a la mesa de los regalos se encontró con un dilema: no sabía si colocarlo encima, con los obsequios buenos o en el suelo, junto a los malos. La delicadeza del objeto hizo que lo pusiera sobre la mesa. Empezó el reparto.
Por turnos cada quien elegía un regalo bueno y uno malo. Todos apreciaban las cualidades del regalo bueno y reían las gracias del malo, un juguete sexual casi siempre: tangas con trompa de elefante, condones, paletas en forma de verga… una verdadera fiesta para una juventud ávida de carcajadas.
El azar hizo que ella tomara el pequeño envoltorio con el espejo. Lo abrió cuidadosamente, comenzó a leer el poema para todos: Tienes en tus manos el único ojo que mira hacia adentro / mira dentro de él y mirarás dentro de ti / el mundo que eres y el que te rodea…
-Ese wey es codo -interrumpió una voz masculina, un tanto ebria a medio reír. Se desató el alborozo. El texto quedó sin concluir. Ella, que tuvo la mala suerte de elegir ese regalo volvió a su lugar, mirando a veces hacia los grandes envoltorios que aún quedaban sobre la mesa. El reparto continuó y, después, la fiesta. No se volvió a decir nada sobre el espejo, el incidente fue minimizado en pro de la diversión que debía continuar antes de que todos se dispersaran para las vacaciones invernales. No importaba en realidad que alguien hubiera tenido el mal gusto de poner un regalo de broma en la mesa de los auténticos. Se bebió, se partieron piñatas, se bailó. Él observaba las acciones y cuando era requerido participaba de ellas, tenía verdadero afecto por sus amigos, que benévolamente lo arropaban en su círculo, como a uno más.
Le habían concedido la beca completa. Así que podría graduarse en esa prestigiada universidad, relacionarse, y obtener un buen empleo, ser alguien en la vida para beneplácito de sus sacrificados padres. Los compañeros se hacían bromas fraternalmente, aplaudían la idea de haber llevado regalos malos. Veinte pesos de más o de menos no impedirían la diversión. Sin duda era la mejor posada de todos los años.
Pocos minutos después comenzó a despedirse. Las fálicas paletas entraban y salían de las bocas, dejando ver las sonrisas perfectamente blancas de los futuros licenciados que lamentaban profundamente su partida. Al caminar hacia el metro, pensó en su texto. Quizá no era lo suficientemente bueno, quizá. Le hubiera gustado leerlo de nuevo, pero tendría que revolverse en la basura, otra vez. Ya en el autobús, rumbo a la casa de sus padres en un suburbio lejano, el repentino dolor de sus muelas cariadas no lo dejaría pensar en cosas tan elevadas.

1 comentario:

  1. Rojo tenías que ser hasta las lágrimas. Y con rojo me refiero a jodido y humano. Qué horror. A quién se le ocurre, a quién.

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