Fue
en época de posadas. El joven universitario se preparaba para asistir a una
fiesta con sus compañeros de escuela. Había que llevar regalos para sortear,
uno bueno y uno malo; la tradición de la fiesta dictaba una especie de
intercambio al azar. Un joven sensible, enamorado y pobre, necesariamente. Esta
última condición lo impedía de llevar el regalo bueno, pero para no quedar al
margen del ritual, decidió llevar un pequeño espejo envuelto un poema escrito
por él, que versaba sobre las cualidades del espejo.
La casa de la anfitriona era confortable, con su
propia capilla y un gran jardín, una gran variedad de botanas y bebidas
agasajaban a los invitados, producto del esfuerzo común de los compañeros,
muestra generosa de su solidaridad. Ella, su novia, había llegado; era su
cómplice, entendedora de los secretos que él albergaba en el fondo de sus
pensamientos: bella, inteligente, sensible y, sobre todo, suya. Al acercarse a
la mesa de los regalos se encontró con un dilema: no sabía si colocarlo encima,
con los obsequios buenos o en el suelo, junto a los malos. La delicadeza del
objeto hizo que lo pusiera sobre la mesa. Empezó el reparto.
Por turnos cada quien elegía un regalo bueno y uno
malo. Todos apreciaban las cualidades del regalo bueno y reían las gracias del
malo, un juguete sexual casi siempre: tangas con trompa de elefante, condones,
paletas en forma de verga… una verdadera fiesta para una juventud ávida de
carcajadas.
El azar hizo que ella tomara el pequeño envoltorio
con el espejo. Lo abrió cuidadosamente, comenzó a leer el poema para todos: Tienes en tus manos el único ojo que mira
hacia adentro / mira dentro de él y mirarás dentro de ti / el mundo que eres y
el que te rodea…
-Ese
wey es codo -interrumpió
una voz masculina, un tanto ebria a medio reír. Se desató el alborozo. El texto
quedó sin concluir. Ella, que tuvo la mala suerte de elegir ese regalo volvió a
su lugar, mirando a veces hacia los grandes envoltorios que aún quedaban sobre
la mesa. El reparto continuó y, después, la fiesta. No se volvió a decir nada
sobre el espejo, el incidente fue minimizado en pro de la diversión que debía
continuar antes de que todos se dispersaran para las vacaciones invernales. No
importaba en realidad que alguien hubiera tenido el mal gusto de poner un
regalo de broma en la mesa de los auténticos. Se bebió, se partieron piñatas,
se bailó. Él observaba las acciones y cuando era requerido participaba de
ellas, tenía verdadero afecto por sus amigos, que benévolamente lo arropaban en
su círculo, como a uno más.
Le habían concedido la beca completa. Así que podría
graduarse en esa prestigiada universidad, relacionarse, y obtener un buen
empleo, ser alguien en la vida para beneplácito de sus sacrificados padres. Los
compañeros se hacían bromas fraternalmente, aplaudían la idea de haber llevado
regalos malos. Veinte pesos de más o de menos no impedirían la diversión. Sin
duda era la mejor posada de todos los años.
Pocos minutos después comenzó a despedirse. Las fálicas
paletas entraban y salían de las bocas, dejando ver las sonrisas perfectamente
blancas de los futuros licenciados que lamentaban profundamente su partida. Al
caminar hacia el metro, pensó en su texto. Quizá no era lo suficientemente
bueno, quizá. Le hubiera gustado leerlo de nuevo, pero tendría que revolverse
en la basura, otra vez. Ya en el autobús, rumbo a la casa de sus padres en un
suburbio lejano, el repentino dolor de sus muelas cariadas no lo dejaría pensar
en cosas tan elevadas.
Rojo tenías que ser hasta las lágrimas. Y con rojo me refiero a jodido y humano. Qué horror. A quién se le ocurre, a quién.
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