Te
vi desde que estabas en la acera a través del paño traslúcido de la ventana del
autobús recién formado por la lluvia y el calor de los que venimos dentro.
Reconozco difícil no recurrir a los lugares comunes que suelen se usarse cuando
tu silueta desplegaba un brazo para que pedir parada y abordar. Y es que, con
todo y su olor a gente cansada -de la jornada laboral o de la monótona
vida de una ciudad abigarrada en su propia uniformidad-
el calor humano de la cabina era acogedor frente a las sombras frías que la
brisa trazaba en las banquetas a la intemperie. Y no sé si un instinto paternal
de protección, la nostalgia de un cuerpo frío que contagiara al mío de sus
temblores, un mero afán de posesión, dictaron que tomara a mi cargo la misión
de que te sentaras en el asiento contiguo, misión inexplicablemente lograda con ese
solo lenguaje de la voluntad, que ni mira, ni habla, que apenas disimula
desinterés, desenfado, tal vez concentración en un lectura interrumpida desde
tu aparición en la acera.
Y ya una vez a mi lado, la sensación de orgullo se
evaporó sobre los asientos y los pasajeros que te miraban como el recién
llegado que eras, un elemento extraño que apenas empezaba a definir sus
contornos para romper el silencio monótono de las imágenes que, para quien
viaja en autobús a diario, forma parte de un escenario grismente habitual. Pero
hablaba del orgullo, porque aun habiendo varias plazas, te sentaste al lado mío
y llenaste esa ansiedad de aire y de intemperie, de frío y belleza viva que la
larga exposición a la indolencia cálida de adentro me había despertado junto
con el hormigueo en las piernas. Sin conocerte, sin haber cruzado palabra o
mirada premonitoria alguna, me sentí privilegiado por tu presencia, como si en
tu sola belleza -fácil de notar incluso a través de un
vidrio empañado- se encerraran más cualidades silenciosas del mundo.
La belleza debe ser un don, un presente que se da de gracia –pensé. No es el
enamoramiento ni el ansia de la carne viva bajo una chaqueta de piel, no es mi galanteo
frustrado ni la vaga influencia de películas cursis lo que me hizo sentir
especial por compartir contigo el asiento. Tampoco pensé en el azar ni en
destinos entrecruzados, porque al fin y al cabo, esta experiencia es tan sólo
pasajera, como cualquier retorno a casa.
Ni siquiera voluntad de poseer, de tomar por asalto
un edificio y hacerlo mío. Sólo ser partícipe, compartir de cerca un obsequio
dado al mundo; los platónicos dirán que un reflejo de las ideas, pero yo no me
meto en filosofías. La experiencia es más viva que cualquier abstracción y las
palabras no dan, porque también parcelan la experiencia. Frente a Platón,
Petrarca o Ficino, prefiero la llana sentenciosidad de Enrique Iglesias y su “experiencia
religiosa”, o el “un alma y un sentido” que otro Enrique quería que buscáramos
en todas las cosas. Una vivencia del
bien, así de simple, que se toma la mano con la belleza y nos hace pensar que
el mundo nos habla a través de sus manifestaciones más habituales, para
decirnos que también es nuestro todo lo bueno, lo bello o lo sabio que hay en él.
Y estas experiencias --instantes que quisiéramos
retener como en un éxtasis-- al igual que el autobús sobre la avenida, avanzan y
se desvanecen, cumplen su destino. Los pasajeros bajan en sus paradas
habituales; la canción que desde el flamante iphone5 reventaba los oídos del
chico de adelante también llega a su
fin. Muevo apenas los labios para pedirte permiso porque voy reconociendo las
calles de mi colonia, tengo que bajar. Una mirada y una sonrisa cordial coronan
la vivencia, junto con tus piernas girando para no obstruirme el paso. Y tras
tocar el timbre, una brizna húmeda me recuerda que es hora de afrontar mi destino,
en un mundo que, desde ahora, compartimos.
Ese Odiseo o mi Simbad desbarado, entre tantas temperaturas me recordaste el "hielo abrasador" o "el fuego helado" o el "me vengo en seco" -ya de autor más contemporáneo. Pero a pesar del frío y del calor, el texto está muy bien atemperado.
ResponderEliminar