Agárrenme,
no quepo en mí de tanta emoción. ¡Rayos y sentencias! Sentencias y sentencias y
sentencias. Aparecen varias por segundo, este mundo es tan moderno, tan
acelerado. El pensamiento funciona por chispazos, y lo mejor: es para todos.
Bueno, todos, todos, no. Pero quién que
se precie de vivir en sociedad como Dios manda no tiene una cuenta de twitter,
un smartphone, o de perdis una computadora portátil. No se es hombre o mujer -no se enojen las intelectuales feministas- de mundo quien carece de estas
herramientas.
Hay que estar al segundo, porque estar al día
resulta ya demasiado lento. No faltan los buenos samaritanos que nos informan
de la calle que el Departamento de Tránsito acaba de cerrar justo cuando estamos
a 250 metros de cruzarla en nuestro automóvil y podemos evitarla a la hora
pico, o los que puntualmente informan de cada acontecimiento. Todo de
inmediato, en tiempo real, y en la insuperable concisión de 140 caracteres.
Seamos sinceros: quien compra el periódico sólo lee los titulares, echa un ojo a las fotos y pasa
luego a fantasear en las últimas planas con los anuncios de masajes: Kimberly: 17 años, rubia, argentina,
bustonsísima, complaciente. No te arrepentirás. 55**2*98*0. (Cifro el
número para seguridad de la rioplatense K.) No hace falta más. La fantasía se
tetona, digo, se detona (perdonarán el lapsus, pero son tan poderosas las
imágenes mentales…) Es la síntesis de la síntesis: datos concretos que crean
una imagen veloz del objeto deseado; basta la llamada para que el objeto se
autoempaquete y se autoenvíe
directamente a nuestro desesperado domicilio.
Pero nunca falta quien vaya más allá de este veloz
acto de intercambio. Lo rápido también puede ser bello, pero por encima de
todo, trascendente. Hay que rebelarse, hay que dotar al mundo de sus nuevas “flores
de baria poesía” que pueden salir de cualquier teléfono móvil. ¡Mal año para el dinosaurio de Monterroso,
ahogado ante la ola de genios cibernéticos que invaden las redes con su
protagonismo! Y es que el límite de los 140 caracteres es un desafío: toda esa
idea genial debe caber ahí. Un reto, un reto tremendo, gigante; un par de
líneas.
Es la Edad de Oro de la expresión democratizada.
Todos nos ven, todos nos escuchan. Podemos decir lo que queramos e irradiar al
mundo con nuestro ingenio, con los expeditos juegos verbales que no le quitan
el tiempo a nadie, porque éste es valiosísimo donde corre prisa para cada cosa.
Lo de menos es saber cómo llega el juez a la sentencia. Seamos prácticos, la sentencia
es lo que importa. ¿Montaigne? ¿Emerson? ¿Hazlit? ¡Pero si todo se puede decir
tan aforísticamente, tan greguerísticamente! Podemos evitarnos la fatiga de
pensar ¿no?, de todos modos los razonamientos derivan en una conclusión y esa
opinión final es la que cuenta, ¿me equivoco? No, yo nunca me equivoco, eso de
las equivocaciones es relativo. ¿Para qué seguir al autor por su largo y
tortuoso camino? Importan los resultados, el producto final. Pero aceptarlo
nosotros o no es también algo relativo, eso está clarísimo. ¿Para qué Montaigne
o Benjamin donde ya nadie requiere de autoridades, donde todos podemos ser
jueces? Basta dar clic en “Twetear" para ser filósofos irrefutables y cuentistas
irrepetibles. Un derrame de talento el de esta época, una verdadera explosión
de inteligencia que, sin duda, es un reflejo de este mundo tan avanzado.
Tweet, tweet, tweet. Los segundos se van restando en
el semáforo peatonal mientras cruzamos la calle. Nos acompaña el trino de un
pájaro azul, encerrado en esa caja eléctrica que regula el tránsito entre
calxonazos. Pisamos el gris asfalto con nuestras grises vidas, ¿y qué? Si logro
tomar asiento en el autobús empezaré a escribir mi próximo cuentweeto. A mi
lado, un señor se humedece los labios con un periódico abierto en las
reticuladas páginas finales.
Sólo leí el titular, woeey, pensé que era un tuit. Se me acaban los 140 y el rojo del semáforo…
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