viernes, 30 de noviembre de 2012

Coloridas y sexacionales aventuras



No me bastaron Las mil y una noches eróticas ni el Pornotikón con las obvias referencias a obras clásicas de la literatura que en ese entonces me eran inaccesibles. Era el paso natural para alguien ávido de lecturas, humedades y que encima de todo, no podía aspirar a una revista con fotografías reales, carentes de ese entramado de acciones que le da sabor a la cochinada. Para un chico de doce años, venido de una familia empobrecida por las absurdas mensualidades de un colegio privado no era tan difícil reunir los $ 3.50 que, juntando morralla, podían cubrir la cuota semanal materializada cada lunes en veinte minutos de coloridas curvas imaginarias y una jadeante emoción que hacía crecer mi deseo y la novedosa sensualidad de lo prohibido.
-¡Claro que me lo vendían! A mis doce años tenía ya la estatura promedio de un albañil adulto que ha cargado botes de mezcla toda su vida; además, eso de andar aliñado nunca ha sido lo mío. A esa edad me ocurrió que unos chiquillos me llamaran “señor” por primera vez. Pero la explicación más razonable es que no fuera yo el único puberto jodido que proveyera de réditos a la industria nacional de la historieta erótica ni mi voceador el único en poner abiertamente esos tesoros de la literatura y las artes gráficas en poder de treceañeros con callos en las manos. 
            De conservar aún mis ejemplares del Sexacional de colegialas los guardaría con harta estima, gozarían de un lugar preciado entre mis libros por lo que significaron para mí en un mundo doméstico de represiones y misterios donde la sombra de papá podía aparecer repentinamente en ese hogar sin puertas. Agotado el repertorio erótico de la biblioteca paterna, mi despertar a la vida requería que buscara yo mis propias fuentes de conocimiento y ésta era inmensa, no sólo por las grotescas ilustraciones que despertaban mi instinto primitivo de posesión, sino por el florido y a veces gongorino lenguaje de albures y guarradas que me dieron otra visión del mundo: si alguna vez fui barrio, fue por vía del lenguaje de quienes viven en él, del imaginario populachero que llegó a mí a través de la lectura. No me cuesta trabajo entender por qué el macuarrín saliva ante el contoneo de una paseante bien metida en carnes, ni por qué las obras se detienen a su paso. El prototipo de la venus de Willendorf sigue vigente en el imaginario erótico del hombre sensato que no se deja impresionar por mujeres Svelty, Special K ni por las totalmente palaciegas: la carne siempre es mejor en abundancia que en sofisticadas líneas fisionómicas; eso es de maricas, cuando no de idiotas. Pero desgraciadamente fui criado como buen cristiano, así que en parte por remordimiento, en parte por caridad, regalé mi colección a un amigo algunos años menor que yo en un acto de comprensión al prójimo, movida mi compasión por la ansiedad de sus peticiones. Yo, el maduro, había pasado ya por ahí.
            El menú era variado: colegialas, chambeadoras, luchas calientes, bellas de noche… ¿por qué las colegialas? Seguramente por fetiche, quizá por cercanía con mi realidad de secundario que imaginaba bajo las faldas de las compañeras la carne que todavía la edad negaba, aunque diera indicios de fructífera metamorfosis. Las faldas de cuadritos, los suéteres ajustados y los vestidores de la alberca eran lugares recurrentes de mi fantasía, aunque los rostros de las compañeras se turnaran el cuerpo imposible que el Sexacional de colegialas tenía a bien prestarles para felicidad de mis poluciones nocturnas.
            Ahora no soy tan curioso de las publicaciones periódicas, casi leo todo en internet. No sé cuáles sean los sustitutos de mis colegialas si es que finalmente salieron de circulación. Me gustaría saber qué hay en la cabeza de los creadores de esas tramas semanales para justificar encuentros sexuales ilustrados -e ilustradores, quizá- en un mundo escolar tan universal como el de esas insípidas historias de vampiros que hoy se usan en voluminosos libros y vomitivos filmográficos que, por supuesto, deben de costar mucho más de los tres pesos con cincuenta centavos que cada semana reunía yo, tras rascar las moneditas de la mochila, la superficie del refri, los pantalones de papá y el costurero de mamá. A veces hasta sobraba para un broadway suelto que fumaba de regreso a casa con la dicha impresa en el bolsillo. 

Esta entrada refiere a: La mil y unas noches eróticas

jueves, 22 de noviembre de 2012

Esta boca es mía




-Abre la buchaca- decía mamá para meterme la cuchara con ese expectorante verde que sabía a rayos. Ahora, aunque muy esporádicamente, sigue diciéndome lo mismo pero en sentido inverso cuando mi labia ha vencido su paciencia. Es una de mis peculiaridades, mi gran boca y sus intromisiones cuando se siente en confianza o en aquellos arrebatos que no me puedo explicar y que suelen derivar en arrepentimiento. Ustedes perdonarán su indiscreción, me disculpo por ella y por esa suerte de autonomía suya que tantos disgustos me causa.
Una novia jugando billar por primera vez controla mejor las buchacas que yo la mía, y aunque es ventajosa en trances como los del beso, el consultorio dental o los concursos de comer tacos, deja de gustarme en esos momentos cuando parece que el propio lenguaje la arrastra a decir cosas que no debería, pero que resultan tan irresistibles: un albur a punto, un verso impertinente, un sarcasmo inevitable que mi pobre interlocutor (las más de las veces mujer) de ningún modo se espera en ese momento sacro de la confesión, cuando sus penas amorosas ocupan el centro del universo. ¿Qué quieren que haga con ella? Siempre busca esos momentos de la charla para levantar su propia voz y hacer de las suyas. Amigos, novias, acostones y negocios se han perdido por causa de su facundia repentina, su ansiedad por decir lo que la jocosa mente le propone y sabe que debe callarse.
Sin embargo, también la he llegado a descubrir diciendo cosas imprevistas, haciéndolas pasar a una sala donde no las esperaban pero resultan ser bien recibidas; entonces me enorgullezco de ella y me gusta dejarla hacer, pues hasta parece que sabe su camino y actúa de buena fe. Parece, digo, porque también me ha hecho la trastada de ponerse grandilocuente y sabia para luego abandonarme cuando ya no le son suficientes las razones y deja sin terminar lo que empezó por decir. Sus primeras palabras atraen la atención del quórum y justo cuando sus pupilas brillan a la espera de la gran sentencia, de la conclusión indiscutible, corre a refugiarse en su silencio para dejarme en el tartamudeo y el ridículo: tira la piedra y esconde la mano, bueno, la lengua o las palabras… sé que me entienden. Es como anunciar la bola negra en la buchaca más inmediata para luego no meterla y perder el juego.
Con trastadas y grandilocuencias, he de resignarme a declarar que esta boca es mía, que lo ha sido desde el primer vagido con que una buena nalgada de partera la forzó a revelar su debilidad por la apertura, así como sus buchacosas dimensiones. Está inserta en mí: cerrada o en mohín, monstruosamente abierta en grito o en sonrisa, funge como túnel entre yo y el mundo; todo lo que soy sale de ella y va a parar en la imagen que de mí se forman. Mi lenguaje soy yo aun cuando se me dispara el disparate o con la burla birlo el orgullo al sabiondo.
Si las palabras tienen cuerpo es porque salen de él y algo les queda: en la saliva o el chasquido de la lengua permanece alguna resonancia de mi cuerpo, entonces cobran peso y carne, tal vez luego endurezcan y en su rodar por el mundo de las cosas dichas se vayan redondeando hasta volverse esferas, bolas duras como las del pool; serán del mundo y chocarán con otras que hayan pasado por lo mismo, incluso volverán a la buchaca. Y como quien mucho habla mucho yerra, y como en buchaca cerrada no entran bolas- y no tengo intención de tragarme mis palabras-  es hora de obedecer a mamá, que también solía reprenderme por andar papando moscas.





viernes, 16 de noviembre de 2012

Un Ateneo sin juventud



Me he descubierto reflexionando y soliloquiando varias veces sobre lo que me gustaría compartir de los textos que leo -y en general de los hallazgos de la vida- con los florecientes jóvenes a los que doy clase.  Asuntos trascendentales que da gusto penetrar, porque llevan del individuo hasta la patria, de la tradición literaria a la metafísica, de nuestro modo de decir a nuestro modo de ser… pero pronto descubro también que estoy escuchándome a mí mismo, viendo rincones del mundo que muy, pero muy pocos vemos. No es un don que deba agradecerse, duele de verdad notar lo incomprensible que llega a ser el hecho de que alguien se dé a pensar en cosas que entran en la médula de la vida misma, por encima de nuestra abarrotada cotidianeidad falta de tiempo.
Me siento en un bar con un par de amigos. Si hiciera cuenta de mis conocidos que se dedican a esto por verdadero gusto, difícilmente reuniría diez personas, a pesar del abarrotamiento de la Facultad de Filosofía. Suponiendo que juntara a diez  con las buenas intenciones, la convicción y fuerza de trabajo de buenos ateneístas, nada habríamos ganado. Los Reyes, los Vasconcelos, los Henríquez Ureña y quizá los Torri vivían en una ciudad manejable, sin malls, teléfonos celulares, pantallas de plasma y anuncios espectaculares. El eco de las balas revolucionarias aún sonaba en aquel aire, había una sola Escuela Nacional Preparatoria, la gente se ocupaba más por vivir, salía a las calles a enterarse del mundo que la rodeaba, se conocía; no estaba obligada a barrer con la mercancía de los escaparates, el dinero quizá rindiera más. No digo que fuera una edad de oro, pero definitivamente no era ésta.
Si los ateneístas fueron monstruosos, tuvieron pupilos cuyo brillo también  envidiamos: de su magisterio surgieron los Contemporáneos, los Paz, los Fuentes. Hay conferencias de Reyes pronunciadas con menos años de los que tengo ahora; no me culpo, quizá no fui dotado de talento, ser como Reyes es demasiado pedir. Pero miro a mis muchachos preparatorianos que no saben ubicar Alemania en un mapa, ignoran lo qué pasó en 1492 o en 1521, que difícilmente terminarán de leer esta entrada, peor aun esa fabulosa novela que es Niebla y que, a pesar de sus iPhones, su ropa de marca y la colegiatura que pagan cada mes a una institución que más que educar vende certificados, jamás se les ha ocurrido lo vacío que es un hogar hispanohablante sin un ejemplar de Don Quijote de la Mancha. La pobreza se perdona, es una desgracia con la que se nace, un accidente, quizá, al que muchos estamos expuestos; pero cuando hay medios, la indolencia es un pecado terrible que ya empezamos a pagar ha largo tiempo.
Atrapados por la necesidad de sobrevivir en un mundo donde todo es trabajar para pagar y pagar por vivir, los nuevos ateneístas (si llegáramos a serlo) tendríamos que compartir nuestro proyecto cultural con el mal recompensado magisterio, con el estudio (las becas de posgrado son uno de los últimos milagros sociales), las labores domésticas (no tenemos criados como los ateneístas), la administración del dinero, la lectura, la creación literaria, la difusión, además de la ya casi prescindible vida privada. Nos enfrentaríamos a un público envejecido por el mucho trabajo, aturdido por los anuncios publicitarios y su obsesión de compras; una “aristocracia” frívola y elegante, secundada por una clase media igualmente frívola pero envilecida por una pobreza que sólo le produce frustraciones; la clase de los pobres sabemos persistirá inamovible en su vivir de alimaña. Los nuevos ateneístas hablaríamos para un público de jóvenes atolondrados que buscan un lugar en el mundo, un club de cultas damas que luciría su “inteligencia” en colonias bien y un montón de pretenciosos que usan la literatura para ostentar la  “clase” que no tienen. ¡Al diablo los asuntos trascendentales! ¡Vivan los productos culturales que no son más que entretenimiento! La vida es dura, y sin trabajo se vuelve absurda y aburrida: ese nicho, esa hendidura entre las losetas de la agitación urbana sería el espacio de los nuevos ateneístas que con la misma aceleración de nuestros tiempos van perdiendo también la juventud, entiéndase que el rey burgués puso al poeta a darle vueltas a un cilindro, como adorno helado de su jardín.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Los dedos de Hiromi


http://grooveshark.com/#!/search?q=Hiromi+joy

Acusen, quienes así lo quieran, mis gustos y epifanías de ser placeres pequeño-burgueses, emociones anodinas ocurridas a cualquier inútil maestro de bachillerato para sentir que su vida tiene alguna razón de ser, para tener algo que argumentar a favor de su existencia cuando llegue el fin de los tiempos, o cuando estalle la guerra. Enamorarse de unos dedos puede ser cosa de todos los días, más ahora que Oriente nos coloniza trayéndonos el credo de su virtuosismo; yo me dejo llevar por la ola. Hiromi llegó a mi vida con un tecleo mecanográfico que parecía no decirme nada, su aceleración de notas, su frenesí me sacudían más que acariciaban; era el zangoloteo necesario para un abúlico falto de condiciones para lidiar con un mundo que se abre o se revela.
Una más de sus pésimas clases había terminado y cargaba como bestia las libretas de otras cuarenta rumbo al metro. Por encerrarse en sí mismo y salir de esa pesadilla diaria acomodó los audífonos en sus orejas, y guardó el reproductor en la chaqueta. Al activarlo, una especie de néctar comenzó a derramarse por sus nervios, sus arterias, los cansados miembros; la vista salió de su encierro. El sol se desplumó sobre él. No, no se desplomó porque cayó sobre rostro y su cuello como un montón de plumas escapadas a una almohada, una caricia, un beso tibio de la mañana entraba por sus oídos y se esparcía hasta la punta erizada de sus cabellos y de sus lacrimales que empezaban a ganar volumen, a segregar el jugo de una dicha inesperada, la experiencia plena, musical, de la alegría.
No tenía por qué ser una oda sinfónica de cuatro movimientos inspirada en poesía del siglo XVIII, sino llevar (se dice fácil) la alegría misma a la punta de los dedos y oprimir las teclas de un piano, transmitirla como un líquido que de pronto comenzara a manar y fuera fluyendo por los hombros, por los brazos, por cada nervio de la mano hasta llegar a la yema y ser absorbida por las teclas, donde se destilaba en notas: algo etéreo e intocable -energía pura- que pudiera viajar hasta un reproductor portátil y condensarse en los oídos para fluir, nuevamente materializado, por todo su cuerpo, que ganaría calidez y vigilia. El néctar tenía una presencia, una sensualidad: la de la mujer que cautiva o la sirena que ahoga, el oráculo que corre el velo de la vida. Y todo ello sin fatalidad, falto de solemnidades y ceremonias, un regalo, don gratuito del momento.
Quizá la magnitud del presente o los efectos de las mieles me hayan hecho decir que no había fatalidad en la revelación. Pronto descubrí la posesión: Hiromi estaba en mí junto con el día que, tras dar esa clase, podía dedicar despreocupadamente a cualquiera de mis cosas: a escucharla una y otra vez, a escribir sobre ella y pensar en la forma de sus dedos, en su forma y su textura, en las yemas lisas, las falanges alargadas y finas, en su cuerpo convulso por la fuerza de la música. Supe entonces que el día era de ella, que me lo había robado. ¡Lo imprescindible que es un día en estos tiempos tan acelerados!
Oigo a Hiromi y escucho al padre Las Casas evangelizando indígenas, cautivados por el tono amoroso de su voz, por sus ademanes llenos de un espíritu sin lengua, asimilable para todos. Me gusta la palabra epifanía cuando me pasan cosas así. Nada que a un señor -un insignificante maestrescuela- sentado en un sofá, tecleando absurdamente en el aire mientras ve pasar los irrefrenables años, no se le pueda ocurrir.