No
me bastaron Las mil y una noches eróticas
ni el Pornotikón con las obvias referencias
a obras clásicas de la literatura que en ese entonces me eran inaccesibles. Era
el paso natural para alguien ávido de lecturas, humedades y que encima de todo,
no podía aspirar a una revista con fotografías reales, carentes de ese
entramado de acciones que le da sabor a la cochinada. Para un chico de doce
años, venido de una familia empobrecida por las absurdas mensualidades de un
colegio privado no era tan difícil reunir los $ 3.50 que, juntando morralla,
podían cubrir la cuota semanal materializada cada lunes en veinte minutos de
coloridas curvas imaginarias y una jadeante emoción que hacía crecer mi deseo y
la novedosa sensualidad de lo prohibido.
-¡Claro que me lo vendían! A mis doce años tenía ya
la estatura promedio de un albañil adulto que ha cargado botes de mezcla toda
su vida; además, eso de andar aliñado nunca ha sido lo mío. A esa edad me
ocurrió que unos chiquillos me llamaran “señor” por primera vez. Pero la
explicación más razonable es que no fuera yo el único puberto jodido que
proveyera de réditos a la industria nacional de la historieta erótica ni mi
voceador el único en poner abiertamente esos tesoros de la literatura y las
artes gráficas en poder de treceañeros con callos en las manos.
De conservar aún mis ejemplares del Sexacional de colegialas los guardaría
con harta estima, gozarían de un lugar preciado entre mis libros por lo que
significaron para mí en un mundo doméstico de represiones y misterios donde la
sombra de papá podía aparecer repentinamente en ese hogar sin puertas. Agotado
el repertorio erótico de la biblioteca paterna, mi despertar a la vida requería
que buscara yo mis propias fuentes de conocimiento y ésta era inmensa, no sólo
por las grotescas ilustraciones que despertaban mi instinto primitivo de
posesión, sino por el florido y a veces gongorino lenguaje de albures y
guarradas que me dieron otra visión del mundo: si alguna vez fui barrio, fue
por vía del lenguaje de quienes viven en él, del imaginario populachero que
llegó a mí a través de la lectura. No me cuesta trabajo entender por qué el
macuarrín saliva ante el contoneo de una paseante bien metida en carnes, ni por
qué las obras se detienen a su paso. El prototipo de la venus de Willendorf
sigue vigente en el imaginario erótico del hombre sensato que no se deja
impresionar por mujeres Svelty, Special K ni por las totalmente palaciegas: la
carne siempre es mejor en abundancia que en sofisticadas líneas fisionómicas;
eso es de maricas, cuando no de idiotas. Pero desgraciadamente fui criado como
buen cristiano, así que en parte por remordimiento, en parte por caridad,
regalé mi colección a un amigo algunos años menor que yo en un acto de
comprensión al prójimo, movida mi compasión por la ansiedad de sus peticiones. Yo, el maduro, había pasado ya por ahí.
El menú era variado: colegialas,
chambeadoras, luchas calientes, bellas de noche… ¿por qué las colegialas? Seguramente
por fetiche, quizá por cercanía con mi realidad de secundario que imaginaba
bajo las faldas de las compañeras la carne que todavía la edad negaba, aunque
diera indicios de fructífera metamorfosis. Las faldas de cuadritos, los
suéteres ajustados y los vestidores de la alberca eran lugares recurrentes de
mi fantasía, aunque los rostros de las compañeras se turnaran el cuerpo
imposible que el Sexacional de colegialas
tenía a bien prestarles para felicidad de mis poluciones nocturnas.
Ahora no soy tan curioso de las
publicaciones periódicas, casi leo todo en internet. No sé cuáles sean los
sustitutos de mis colegialas si es que finalmente salieron de circulación. Me
gustaría saber qué hay en la cabeza de los creadores de esas tramas semanales
para justificar encuentros sexuales ilustrados -e
ilustradores, quizá-
en un mundo escolar tan universal como el de esas insípidas historias de vampiros
que hoy se usan en voluminosos libros y vomitivos filmográficos que, por supuesto,
deben de costar mucho más de los tres pesos con cincuenta centavos que cada
semana reunía yo, tras rascar las moneditas de la mochila, la superficie del
refri, los pantalones de papá y el costurero de mamá. A veces hasta sobraba
para un broadway suelto que fumaba de regreso a casa con la dicha impresa en el
bolsillo.
Esta entrada refiere a: La mil y unas noches eróticas