-Abre la buchaca- decía mamá para meterme la cuchara con
ese expectorante verde que sabía a rayos. Ahora, aunque muy esporádicamente,
sigue diciéndome lo mismo pero en sentido inverso cuando mi labia ha vencido su
paciencia. Es una de mis peculiaridades, mi gran boca y sus intromisiones
cuando se siente en confianza o en aquellos arrebatos que no me puedo explicar y
que suelen derivar en arrepentimiento. Ustedes perdonarán su indiscreción, me
disculpo por ella y por esa suerte de autonomía suya que tantos disgustos me
causa.
Una novia jugando billar por primera vez controla mejor
las buchacas que yo la mía, y aunque es ventajosa en trances como los del beso,
el consultorio dental o los concursos de comer tacos, deja de gustarme en esos
momentos cuando parece que el propio lenguaje la arrastra a decir cosas que no
debería, pero que resultan tan irresistibles: un albur a punto, un verso
impertinente, un sarcasmo inevitable que mi pobre interlocutor (las más de las
veces mujer) de ningún modo se espera en ese momento sacro de la confesión, cuando
sus penas amorosas ocupan el centro del universo. ¿Qué quieren que haga con
ella? Siempre busca esos momentos de la charla para levantar su propia voz y
hacer de las suyas. Amigos, novias, acostones y negocios se han perdido por
causa de su facundia repentina, su ansiedad por decir lo que la jocosa mente le
propone y sabe que debe callarse.
Sin embargo, también la he llegado a descubrir
diciendo cosas imprevistas, haciéndolas pasar a una sala donde no las esperaban
pero resultan ser bien recibidas; entonces me enorgullezco de ella y me gusta
dejarla hacer, pues hasta parece que sabe su camino y actúa de buena fe.
Parece, digo, porque también me ha hecho la trastada de ponerse grandilocuente
y sabia para luego abandonarme cuando ya no le son suficientes las razones y
deja sin terminar lo que empezó por decir. Sus primeras palabras atraen la
atención del quórum y justo cuando sus pupilas brillan a la espera de la gran
sentencia, de la conclusión indiscutible, corre a refugiarse en su silencio
para dejarme en el tartamudeo y el ridículo: tira la piedra y esconde la mano,
bueno, la lengua o las palabras… sé que me entienden. Es como anunciar la bola
negra en la buchaca más inmediata para luego no meterla y perder el juego.
Con trastadas y grandilocuencias, he de resignarme a
declarar que esta boca es mía, que lo ha sido desde el primer vagido con que una
buena nalgada de partera la forzó a revelar su debilidad por la apertura, así
como sus buchacosas dimensiones. Está inserta en mí: cerrada o en mohín, monstruosamente
abierta en grito o en sonrisa, funge como túnel entre yo y el mundo; todo lo
que soy sale de ella y va a parar en la imagen que de mí se forman. Mi lenguaje
soy yo aun cuando se me dispara el disparate o con la burla birlo el orgullo al
sabiondo.
Si las palabras tienen cuerpo es porque salen de él
y algo les queda: en la saliva o el chasquido de la lengua permanece alguna
resonancia de mi cuerpo, entonces cobran peso y carne, tal vez luego endurezcan
y en su rodar por el mundo de las cosas dichas se vayan redondeando hasta volverse
esferas, bolas duras como las del pool; serán del mundo y chocarán con otras que
hayan pasado por lo mismo, incluso volverán a la buchaca. Y como quien mucho
habla mucho yerra, y como en buchaca cerrada no entran bolas- y no tengo intención de tragarme mis
palabras- es hora de obedecer a mamá, que también solía
reprenderme por andar papando moscas.
Érase una bocaza superlativa,
ResponderEliminarérase de un catarro en la garganta,
una buchaca que ninguno aguanta
con un hedor más sano por saliva.
Cosa más grande la del burro fuera
en tu boca si letras no tuvieras;
debes darlas, las gracias, por tenerlas;
que mejor es ser maestro y cogerlas,
que ignorante y dentado masticallas.
Pastor de asnos es lo tuyo ahora
que no de ruda y florecida flauta.
Aunque, ¿quién soy para dictar tu pauta?
Tú sabes si tu boca come u ora
o mordiendo la almohada mejor calla.