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Acusen, quienes así lo quieran, mis gustos y epifanías de ser placeres pequeño-burgueses, emociones anodinas ocurridas a cualquier inútil maestro de bachillerato para sentir que su vida tiene alguna razón de ser, para tener algo que argumentar a favor de su existencia cuando llegue el fin de los tiempos, o cuando estalle la guerra. Enamorarse de unos dedos puede ser cosa de todos los días, más ahora que Oriente nos coloniza trayéndonos el credo de su virtuosismo; yo me dejo llevar por la ola. Hiromi llegó a mi vida con un tecleo mecanográfico que parecía no decirme nada, su aceleración de notas, su frenesí me sacudían más que acariciaban; era el zangoloteo necesario para un abúlico falto de condiciones para lidiar con un mundo que se abre o se revela.
Acusen, quienes así lo quieran, mis gustos y epifanías de ser placeres pequeño-burgueses, emociones anodinas ocurridas a cualquier inútil maestro de bachillerato para sentir que su vida tiene alguna razón de ser, para tener algo que argumentar a favor de su existencia cuando llegue el fin de los tiempos, o cuando estalle la guerra. Enamorarse de unos dedos puede ser cosa de todos los días, más ahora que Oriente nos coloniza trayéndonos el credo de su virtuosismo; yo me dejo llevar por la ola. Hiromi llegó a mi vida con un tecleo mecanográfico que parecía no decirme nada, su aceleración de notas, su frenesí me sacudían más que acariciaban; era el zangoloteo necesario para un abúlico falto de condiciones para lidiar con un mundo que se abre o se revela.
Una más de sus pésimas clases había terminado y
cargaba como bestia las libretas de otras cuarenta rumbo al metro. Por
encerrarse en sí mismo y salir de esa pesadilla diaria acomodó los audífonos en
sus orejas, y guardó el reproductor en la chaqueta. Al activarlo, una especie
de néctar comenzó a derramarse por sus nervios, sus arterias, los cansados
miembros; la vista salió de su encierro. El sol se desplumó sobre él. No, no se
desplomó porque cayó sobre rostro y su cuello como un montón de plumas escapadas
a una almohada, una caricia, un beso tibio de la mañana entraba por sus oídos y
se esparcía hasta la punta erizada de sus cabellos y de sus lacrimales que
empezaban a ganar volumen, a segregar el jugo de una dicha inesperada, la
experiencia plena, musical, de la alegría.
No tenía por qué ser una oda sinfónica de cuatro
movimientos inspirada en poesía del siglo XVIII, sino llevar (se dice fácil) la
alegría misma a la punta de los dedos y oprimir las teclas de un piano,
transmitirla como un líquido que de pronto comenzara a manar y fuera fluyendo
por los hombros, por los brazos, por cada nervio de la mano hasta llegar a la
yema y ser absorbida por las teclas, donde se destilaba en notas: algo etéreo e
intocable -energía pura- que pudiera viajar hasta un reproductor
portátil y condensarse en los oídos para fluir, nuevamente materializado, por
todo su cuerpo, que ganaría calidez y vigilia. El néctar tenía una presencia,
una sensualidad: la de la mujer que cautiva o la sirena que ahoga, el oráculo
que corre el velo de la vida. Y todo ello sin fatalidad, falto de solemnidades
y ceremonias, un regalo, don gratuito del momento.
Quizá la magnitud del presente o los efectos de las
mieles me hayan hecho decir que no había fatalidad en la revelación. Pronto
descubrí la posesión: Hiromi estaba en mí junto con el día que, tras dar esa
clase, podía dedicar despreocupadamente a cualquiera de mis cosas: a escucharla
una y otra vez, a escribir sobre ella y pensar en la forma de sus dedos, en su
forma y su textura, en las yemas lisas, las falanges alargadas y finas, en su
cuerpo convulso por la fuerza de la música. Supe entonces que el día era de
ella, que me lo había robado. ¡Lo imprescindible que es un día en estos tiempos
tan acelerados!
Oigo a Hiromi y escucho al padre Las Casas
evangelizando indígenas, cautivados por el tono amoroso de su voz, por sus
ademanes llenos de un espíritu sin lengua, asimilable para todos. Me gusta la
palabra epifanía cuando me pasan
cosas así. Nada que a un señor -un
insignificante maestrescuela-
sentado en un sofá, tecleando absurdamente en el aire mientras ve pasar los irrefrenables
años, no se le pueda ocurrir.
Bendito día el tuyo... el de hiromi¡¡¡
ResponderEliminarEl oriente, el oriente y dale con el oriente. No lo digo por usted, señor, es más por el mundo que no deja de voltear hacia allá. Y yo me siento sin suelo, mi educación occidental me hace ver con malos ojos todo lo que no conozco. Qué quiere, al fin siglo xix y cosmopolita. Además, me quedo sin tema de conversación y quizá eso es más lo que me pesa, la pinche vanidad.
ResponderEliminarPero ciertamente terminé desplumado al escuchar a la señorita. Con ganas de un poco más de ella, pero es que, ahh..., usted sabe. El oriente, el oriente, el oriente. Al menos la tarde está nublada y no creo que por el día de hoy tenga que voltear más hacia allá. Qué quiere, cosas de viejos.