Para
ordenar el mundo y los objetos, para facilitar las adiciones que no son más que
la expresión del polvo que se acumula con los recuerdos y la experiencia, para
hacer cortes exactos en el tejido de la vida informe, preferimos los números
redondos.
Los
preferimos en todas partes, para evitar la aritmética y la calderilla, las moneditas
de cinco centavos que mi primo aventaba por las banquetas, cuando éramos niños.
Hasta en el súper se aprovecha nuestra tendencia al buen gusto de la redondez y
nos sustraen del bolsillo cantidades hormiga que luego se vuelven legión al declarar
impuestos: toda nuestra caridad se redondea en la panza o en las valoraciones
bursátiles a las que destinamos esas ínfimas cifras que hasta los pobres nos
damos el lujo de despreciar. El elegante
gobierno capitalino, a fin de evitar las tropelías de las cajeras del Metro,
decidió –con indiscutible imposición democrática– “redondear” de tres a cinco
la tarifa, y en éstas y otras insustanciales demarcaciones de la vida,
preferimos que todo cuadre, o más bien, se redondee para evitar orfandades y
residuos. Entiéndase eso de la contaminación y las desigualdades.
Una
cifra cerrada representa unidad, fuerza grupal contra las unidades sueltas y
abandonadas a su suerte. Es la manada contra el individuo aislado que no se
puede adaptar a la norma o que no tuvo la buena fortuna de nacer en el seno del
grupo. Nos es más fácil recordar los números cerrados en un paquete de cien lunetas,
o en un bloque paralelepípedo en el que caben mil informes mililitros de leche
fresca. La Aritmética sabe bien lo fácil que es trabajar con costalitos de
varios individuos, así como a la Historia le place hacer cortes por siglos y
milenios: todos recordamos –al menos de oídas– la Guerra de los Cien Años pero
nos cuesta saber lo que pasó en 1634, por ejemplo. Ayudándolo a estudiar,
pregunté a un brillante alumno hace unos años, dos o tres (si fuera número
redondo, lo recordaría), qué celebramos el 16 de septiembre y no me lo supo
decir. No lo culpo. ¿Qué es eso del 16, habiendo veintes de noviembre y diez de
mayo imposibles de olvidar?
No
obstante, los paquetes abiertos tienen el encanto de la delectación individual
de cada cosa y cada momento. Aunque un 20 de noviembre llame a la unidad de un
pueblo olvidadizo, y se esperen las fiestas de centenarios y bicentenarios, las
fechas particulares como un 12 de septiembre, un 18 de abril o un 23 de agosto
suelen llevar significados personalísimos que sólo nosotros entendemos como
hitos en la significación de nuestra propia experiencia. Si nos gusta la centena
de lunetas es por el gusto de verlas todas juntas, enteras como un placer que
se avecina; sin embargo, cada par, trío, cuarteta o septeta (¿existe la
palabra?) de lunetas que cruje entre los dientes, el derretimiento individual
del chocolate en nuestra lengua nos da una sensación distinta con cada puñado llevado
hasta la golosa boca. Lástima, eso sí, del paquete que, una vez violado, ha
esparcido a cuentagotas la centena que en principio contenía cien unidades
contaditas de dicha por venir.
Mi
padre colocaba sus fichas en torrecillas de diez cuando nos humillaba o
engañaba jugando al póker o al rummy. Aprendimos a imitarlo; cada torrecilla
era un garante de riqueza y el seguro de al menos dos partidas más. Podíamos
paladear el gozo de agregar una torrecilla nueva a nuestra cuenta como
pujábamos por prolongar la duración de la última, cuando nos veíamos obligados
a deshacerla para pagar al tahúr en turno.
Por cuestiones prácticas, a un primo que cumplirá
cuarenta años muy pronto le adelantamos el pastel. ¡Qué fácil y hasta estético
es encender tan sólo cuatro velitas bien distribuidas entre tanto merengue y
chocolate! Si hubiera cumplido cuarenta y uno, no hubiéramos sabido qué hacer, quizá
hasta el pastel habríamos omitido. A él mismo no le habría importado que ese
número de cumpleaños quedara sin celebración.
¿A
dónde va éste? –se preguntarán. ¿Por qué los números redondos? La razón es
simple, un mero aviso y agradecimiento para quienes han seguido semana a semana
(o más esporádicamente) estas publicaciones, que a lo largo de casi dos años han
luchado contra la monotonía, la falta de seso del autor, la irresistible tentación
de hacer política y sobre todo, contra los accidentes no siempre pasajeros de
la vida, como la pereza, la falta de asuntos o su exceso. A veces me he
sorprendido por la cantidad de lectores que revela el sitio: ciertas semanas
parece que me quedo solo y otras hasta me siento rockstar con tantas visitas y
lecturas. Hemos llegado a cien, cien entradas, número redondo que traducido en
cuartillas daría un bonito total, no tan redondo, de entre trescientas y cuatrocientas
páginas escritas al calor de la vida, interior o exterior, que se nos va
entregando con tal precipitación que a veces sigo pensando en la entrada de la
semana anterior cuando ya me veo con la siguiente encima. Hay quienes dicen que
la erudición, la originalidad y la meditación profunda cuando se escribe
son las claves de la realización
literaria. Pero aspirar a la realización es como dispararle flechas a la luna. Para
mí la escritura es un oficio. Probablemente haya llegado tarde a él y como
aficionado, apuntando mis ideas de la semana como quien sube las fotos de sus
fiestas a su timeline de Facebook. Aunque intente decir con palabras lo que la
vida nos echa en cara con sus más fútiles paradojas, Patidifusión es una timeline, casi un diario.
No siempre hay paradojas fútiles, y no siempre se logra el intento de
traducirlas a la moneda corriente de las palabras. Cuando un trabajo se disfruta,
pocas cosas hay tan tristes como abdicar frente a las necesidades del mundo.
Entonces hay que sentarnos a la fragua y martillar, forjar, doblar las
impredecibles barras del lenguaje que no siempre se nos entregan igualmente,
como la vida, que no siempre es uniforme.