viernes, 25 de enero de 2013

Dieces, mercedes y silencios



Hay señoras que viajan muy ufanas en la combi con sus bolsas de Liverpool o de Zara y señores en los cruceros que casi te arrollan con sus volvos y mercedes con tal de que los mires, admires y remires; otros más modestos presumen la belleza de sus novias. Si de presumir se trata yo tengo mis dieces: los tres de este semestre y los seis de los otros dos. Se los echo en cara a todos los que van por ahí echando cosas en cara al resto del mundo, como dándose a notar en un punto para evitar que miren en los demás, donde hay flaqueza y grisura… momento, ¿nueve dieces de nueve posibles?
Pues sí, y la verdad es que yo mismo no me los creo, pero ahí están y son míos y no los vendo ni los presto. Podría pensarse que soy un ñoño (a veces pienso que soy un crack de los trabajos escolares) cuando en realidad sólo aplico lo que más me gusta hacer a lo que se me pide. Si eso es ser ñoño, qué más da si lo soy.
Pero, para ser sincero, me parece que un diez en este tipo de trabajos no significa nada. Significará para la gimnasta o para el clavadista, para el joven que quiere obtener una beca o para el padre cuyo niño prometió enmendar y aplicarse a los estudios, mas en una universidad, para juzgar un trabajo de literatura, el diez no es más que una ruda satisfacción de trámite cumplido a tiempo.
Sería mucho mejor recibir un correo electrónico con un breve comentario, sin que tenga que ir más allá de las cinco líneas, no necesariamente elogiosas o condenatorias, pero líneas al fin que den constancia de que el diálogo está vivo, de que el curso no se fue en vano y donde el profesor haga saber al alumno de que está al tanto de su aprendizaje, sea éste satisfactorio o no, esté o no de acuerdo con lo que ha dicho en el trabajo final. No me imagino poniendo dieces y cincos a los poemas o cuentos de los amigos que me los dan a leer, no adoptaría una escala para calificar los besos de una novia o de una nueva amiga en el bar ni las injurias de un enemigo.
Besos a los besos, señores, peladeces a las injurias y letras a las letras. Quien tiene que ver con estas cosas ha puesto en ellas algo de sí y es justo que se corresponda de la misma manera, vamos, que se pague con moneda corriente y no con cuentas de cristal. Porque ver el diez así de pronto en la boleta me hace imaginar a un profesor que entra cansado en la oficina o llegando a casa después de un agotador día de coloquios, presentaciones de libros y asesorías, cuando de repente recuerda que es último día para calificar a los pobres alumnos de la maestría, cuyos trabajos están en el auto o en el casillero del colegio y además es tarde. Entonces se abre la página electrónica de evaluación y se llena la lista con dieces, bajo la solemne promesa de leer mañana los trabajos y corregir después si es necesario, aunque los alumnos sean brillantes y eso de las correcciones se pueda excusar. A la mañana siguiente el despertador suena tarde y hay que llegar corriendo a un examen profesional o a la junta del colegio, y entonces el muy atareado profesor se vuelve a hundir en el incesante día a día de la universidad…
Pepito Pérez, alumno de maestría en Letras, ha pasado dos o tres semanas escribiendo un trabajo final para el seminario de Ensayo, para el del Siglo de Oro español, para el de Machado de Assis, no importa para cuál; entra la página y se encuentra tres dieces. Sonríe y los presume a la novia, al compañero, fanfarronea un poco con ellos. Para sus adentros siente como si hubiera escrito una carta de quince cuartillas a una novia para recibir un “ok” por respuesta; como si después de trabajar dos horas con el cuerpo de una joven, ella sonriera con apenas timidez sobre la cama fría; como si al decir algo importante a un amigo en la cantina, ambos sobrios aún, él chocara la copa y cambiara de tema.
Un buen día, después de llevar el auto a lavar, el profesor encuentra un folder en el asiento de copiloto. Lo mira con curiosidad y al abrirlo descubre siete trabajos del semestre anterior que “ya calificó”. Repite la promesa de leerlos y los coloca, silenciosos para siempre, en algún estante del enrevesado laberinto del cubículo. Un diez por un Mercedes, ¿cómo ven?

viernes, 18 de enero de 2013

Un culito es un culito



Que si tiene celulitis, que si no están bien torneadas, que si es inmoral, que si por eso nos acosan… Esta imagen puede abrirse a muy variadas lecturas desde diferentes trincheras, pero aun a riesgo de hacer saltar al lector, es inevitable usar el lenguaje de la calle para declarar una verdad irreversible: un culito es un culito, así sea cincuenta metros bajo tierra en un vagón o en una habitación oscura, tanto en la plaza pública como en la intimidad de la alcoba. Es material y carnal como una mano o un rostro, sólo que no estamos acostumbrados a verlo así tan al aire y de frente, no nos hacemos a la idea de ver lo que hay debajo, las verdades individuales que invalidan los estereotipos colectivos. Porque cada culito es una verdad personal y por ello arrinconamos el nuestro en la sombra de nuestra habitación, al amparo del pantalón o la falda.
            ¿Qué tanto dice de quiénes y cómo somos en realidad? No lo sé, quizá sea una pregunta que cada quien deba responder para sí. Lo importante es que nos mostramos de pronto con la más franca de nuestras verdades, la del cuerpo. Un día es un día, como en el carnaval donde el mundo se pone de cabeza y el tonto es rey. La borregada es infinita, no se duda, pero es necesaria para el éxito de estos eventos en el fondo de los cuales hay una búsqueda ¿estética?, quizá, ¿política?, puede ser. El Metro de nuestra ciudad se rige por su propia ley de vida.
Leo otra vez (porque al parecer ya es un evento anual) los comentarios del público en la prensa, me encuentro lo mismo de siempre: salen a relucir los prejuicios sexuales, la doble moral, el machismo, la incomprensión del fenómeno, la incomprensión de muchos participantes al respecto de lo que hacen, los prejuicios regionales donde el chilango siempre es un ser de la más baja calaña (yo digo que es envidia del Metro), la intolerancia, el morbo, la envidia de las que no se atreven y descalifican moral o anatómicamente a sus pares que se dejan fotografiar, la de los homosexuales por 1) no haber nacido mujeres, 2) no estar así de buenas, 3) no atreverse a hacerlo.
¿Exhibicionismo? No lo creo, porque ese único día la ley se ha relajado, como las costumbres. Hay que aprovechar. En lo personal me pregunto cómo se sentirá en los muslos desnudos el aire fresco que el convoy empuja. Es algo que no se experimenta siempre, como tampoco el ver la desnudez parcial de las personas, su despreocupación dominical de día de fiesta, aunque lo único que se festeje sea la verdad que cada quien lleva debajo de la ropa y que nos hace únicos, la alegría de que lo privado se vuelva público, dejándonos a todos indefensos, desenmascarados.
No es la desnudez total y pura, también el calzón dice algo de nosotros, sobre todo si se ha preparado el atuendo con premeditación. En muchos casos se agradece la espontaneidad de quienes, de pronto, dominados por la atmósfera de carnes que se orean y se refrescan ante la mirada, se despojan de la falda o del pantalón, uniéndose a la fiesta, porque lo es, como las de disfraces, a donde se puede ir sin él pero así qué chiste; nunca faltan los señores serios que más vale ignorar para no aguarla, para no agüitarse y sentirse mal consigo mismo, con lo que uno es en realidad, sin ambiciones ni falsas perspectivas. El cuerpo es tan verdadero como la tierra que pisamos y tan digno como trabajarla honradamente.
Un happening es sólo eso, algo que sucede de pronto y llama la atención, efímero pero digno de ser recordado. Su valor estético reside en su volatilidad: algo que ocurre y no entendemos se esfuma de pronto, no sin antes dejarnos para siempre una experiencia, un disgusto, un deleite, una duda sobre nuestro propio atrevimiento, el peso de la ropa sobre la carne, el de la máscara sobre el rostro, el del personaje sobre la persona. ¿Quiénes somos? Tal vez nuestro cuerpo nos responda, tal vez sólo nuestras piernas reflejadas en la figura irrepetible de otras de piernas, culitos y entrepiernas que al salir de la estación volverán a su prisión de tela.

 Esta entrada se relaciona con: Sin pantalón, sin pudor ¿sin opresión?

viernes, 11 de enero de 2013

Desempaquetar la vida



A uno que se casa

No se sentía ni bueno ni malo. En realidad la vida le era fácil, se le había dado como empaquetada, a lo largo de ella lo único que hizo fue abrir paquetes. Estaba bien.
En un paquete de cinco hijos, él era el último, el menos sujeto a los rigores de la pobreza y del hacinamiento urbano; sus ojos de ganso, enormes, parecían absorber la oscuridad de la recámara para adaptarse a ella. Recibía en paquete juguetes de sus hermanos mayores y de su padre, un poco más aliviado por la crianza de cinco hijos (y otros cinco, ocultos en el silencio del secreto) y recibía dulces y mimos, en paquete también. Pronto llegaron los interminables paquetes de videojuegos que se llevarían por lo menos la cuarta parte de su existencia. Mientras tanto el desempaquetaba y desempaquetaba.
Los libros jamás le interesaron. A una mirada hecha a los colores vivos, al brillo de la pantalla, la monotonía de las páginas le era inadmisible; a una mente hecha para recibirlo todo del exterior, le era difícil crear algo internamente que pudiera modificar su idea del mundo, que era como era, como tenía que ser: un montón de paquetes esperando a ser abiertos.
Logró pasar la escuela sin grandes sobresaltos: una mente hábil, entrenada durante años para reaccionar rápido, resolver acertijos y tomar decisiones en momentos clave, aunque fuera frente a una pantalla desbordada de héroes y problemáticas ficticias ofrecía ventajas inesperadas y una gran capacidad de comprensión. La escuela era un paquete de problemas a resolver que él abría con desgano y a regañadientes, pero terminó por develar todo su contenido hasta terminar una carrera cualquiera. Era lógico que su elección fuera la informática o algo parecido a lo que mejor sabía hacer: interactuar con pantallas y paquetería de software. Paquetes, paquetes, paquetes…
Desarrolló sus instintos naturales: el de comer se educó en la cultura de los tacos, las hamburguesas y el tepache; el de dormir, en hábitos inusuales que le daban la capacidad de no despertar hasta por trece horas cuando la ocasión lo permitía; su elegante manía de tirar el papel sanitario con la cara usada hacia el techo respondía seguramente a su gusto por el color intenso; el gusto por las mujeres vino también a su tiempo, acompañado del anime donde las chicas son exageradamente hermosas y su piel tan lisa como el plástico de un salvavidas. No había heroína de videojuego o manga cuyas proporciones carnales hubiera dejado sin explorar y tal vez sin experimentar en el gemido sordo de sus sueños húmedos. Los años venían en paquete, de la secundaria a la escuela superior.
Aprendió que la vida es un paquete inagotable que puede manejarse sin dificultades cuando no se ambiciona demasiado. Tal vez nunca reflexionó en la suerte que tuvo y de la que otros carecían, pero esas cosas son intrascendentes ante el apuro de estrenar una consola o un juego. Desempaquetar y vivir.
En su joven adultez era forzoso que se rozara con la realidad, con el trabajo, pero éste le llegó en paquete también, por lo que sus preocupaciones fueron mínimas, la vida no cambiaba. Fue el tiempo de los primeros contactos con mujeres reales, pero nunca les dio importancia. Una noche, en un auto lleno de amigos, camino de un burdel al que se encaminaba para pasar el trago amargo de haber sido despedido de un trabajo, sospechó la existencia de paquetes de problemas a los que era preciso enfrentarse aun sin buscarlos. El hallazgo de un nuevo y mejor trabajo un mes después lo hizo olvidarse de eso.
Pronto aparecería ella, en el paquete del trabajo nuevo y los cursos gratuitos de inglés. Parecía no tener importancia pero su hondura estaba oculta. Este paquete implicaría que volteara atrás y viera los que había dejado rasgados en el camino, vio que eran demasiados, como sus años. Entonces exploró el fondo de ése en el que estaba ella y vislumbró algo así como un futuro. “Si no das un paso te estancas”, dijo para sí. Recibió el paquete de la religión, el compromiso y la realidad como otro cualquiera, tal vez con un poco más de solemnidad y de duda. Los videojuegos, que eran su sello personal, quedaron empaquetados en el pasado.
Ayer lo vi empacar todo el día, y en por la noche lo escuché repasar los pasos del vals. Está decidido a abrir el paquete tras haber pagado el del salón, banquete, vestido y todo lo necesario. Si todo sale bien a partir de ese día habré aprendido una lección de vida: vivirla puede ser tan fácil como recibir un montón de paquetes que los mismos años acomodan.

viernes, 4 de enero de 2013

Cualquier hombre es un espejo

Fotografía de Francisco Mata


Tuve que apartarme para que pasara, casi acrobático al llamado de las puertas del vagón que se cerraban con un pitido. Mi movimiento fue ágil y le franqueó el paso a la puerta más próxima, pero requirió previsión, reflejos y una involuntaria solidaridad con el prójimo, un esfuerzo que me pude haber evitado con toda facilidad y sin remordimiento.
Al reparar en ello pensé que no tenía ninguna necesidad de comportarme así: hubiera sido más fácil endurecer el hombro y recibir el impacto del suyo, lo cual lo retardaría lo suficiente para hacerlo perder el convoy; tampoco hubiera requerido tanto esfuerzo apartarme un poco, dejando el pie estirado para obsequiarle una bonita caída como pilón a la pérdida del tren, sin embargo actué como ya he dicho e ignoro por qué.
Su rostro pasó como un flashazo: era feo, muy moreno, de estatura media, con gafas, un poco calvo de la frente. Dada mi reacción debe entenderse que su rasgo más característico era la premura, la ansiedad ¿a quién le extraña eso en esta ciudad, qué tiene de extraordinario?
Mi vida es relajada, al menos en estos días, y tanto, que me puedo dar el lujo de acompañar a mi novia a su casa, al otro extremo de la ciudad y volverme a la mía después de haber pasado casi toda la jornada con ella. Venía de vuelta cuando el hombre corrió, desesperado por alcanzar el tren. La rudeza del trato de los hombres debería haberme insensibilizado. No quitarme o estirar el pie hubieran sido acciones menos civilizadas tal vez, pero esto de la civilidad es casi un mito ya en la dura realidad de la vida urbana, más aún en la del metro.
¿Por qué había de apartarme ante alguien como él? ¿Por qué no sólo permitir sino contribuir incluso a la turbación de mi relajamiento? ¿Por qué ante un desconocido, feo, ordinario y apresurado hombre cuando mi holgura era casi un elemento de superioridad? ¿Fue miedo al golpe, repugnancia de su contacto? Podía ser, cualquiera de estas posibilidades pudo explicar mi reacción. Al pensarlas lo maldije, ¿qué culpa tenía yo de su prisa, de que no fuera a llegar al trabajo o a la entrevista o a la cita con su novia? ¡Qué novia iba a tener! Si estaba horrible, viejo, pelón y ciego y pobre y desesperado. Me culpé por blandengue, por poco viril, por temeroso en un mundo donde las personas muerden y matan por el hueso infecto del dinero, por su ostentación. 
La respuesta llegó unos pasos después, cuando vi de reojo la puerta cerrarse a sus espaldas, bueno, a mis espaldas, porque el tiempo ató una red entre mi yo de hoy y uno de los muchos yo posibles que, veinte años después, cuando tenga yo la edad, aspecto y prisa de ese hombre, cuando el fracaso haya llenado las arcas de mi miseria, me gustaría que alguien, un despreocupado joven tal vez, se reflejara en mi rostro de un flashazo y comprendiera, casi sin querer, mi apuración para llegar a esa cita ineludible con la restitución de mi dicha y mi destino. Dicha es una palabra exagerada para una entrevista de trabajo, pero obtenerlo sería una dicha pequeña que abriría el camino de otras progresivamente mayores. Tal vez mi currículum no sea el mejor ni el más interesante, tal vez mi edad no sea la que requieren, pero tomar ese vagón haría la diferencia entre llegar puntual y cinco minutos tarde, tal vez lo que les interese más por ahora sea que los contratados (profesores de literatura ¿por qué no? ) estén a tiempo en sus puestos. A sus espaldas -a las mías- se habrá cerrado la puerta de la dicha, gracias a alguien que sin saber el motivo se echó hábilmente a un lado.
Karma, efectos mariposa, antípodas temporales, saltos cuánticos… las teorías y los bautismos son siempre secundarios. La cuestión es comprender que cualquier hombre es un espejo, opacado y luido a veces pero siempre espejo, porque el mundo gira.