Fotografía de Francisco Mata |
Tuve
que apartarme para que pasara, casi
acrobático al llamado de las puertas del vagón que se cerraban con un
pitido. Mi movimiento fue ágil y le franqueó el paso a la puerta más
próxima, pero requirió previsión, reflejos y una involuntaria solidaridad con
el prójimo, un esfuerzo que me pude haber evitado con toda facilidad y sin
remordimiento.
Al reparar en ello pensé que no tenía ninguna
necesidad de comportarme así: hubiera sido más fácil endurecer el hombro y
recibir el impacto del suyo, lo cual lo retardaría lo suficiente para hacerlo
perder el convoy; tampoco hubiera requerido tanto esfuerzo apartarme un poco,
dejando el pie estirado para obsequiarle una bonita caída como pilón a la
pérdida del tren, sin embargo actué como ya he dicho e ignoro por qué.
Su rostro pasó como un flashazo: era feo, muy
moreno, de estatura media, con gafas, un poco calvo de la frente. Dada mi
reacción debe entenderse que su rasgo más característico era la premura, la
ansiedad ¿a quién le extraña eso en esta ciudad, qué tiene de extraordinario?
Mi vida es relajada, al menos en estos días, y tanto,
que me puedo dar el lujo de acompañar a mi novia a su casa, al otro extremo de
la ciudad y volverme a la mía después de haber pasado casi toda la jornada con
ella. Venía de vuelta cuando el hombre corrió, desesperado por alcanzar el
tren. La rudeza del trato de los hombres debería haberme insensibilizado. No
quitarme o estirar el pie hubieran sido acciones menos civilizadas tal vez,
pero esto de la civilidad es casi un mito ya en la dura realidad de la vida
urbana, más aún en la del metro.
¿Por qué había de apartarme ante alguien como él?
¿Por qué no sólo permitir sino contribuir incluso a la turbación de mi
relajamiento? ¿Por qué ante un desconocido, feo, ordinario y apresurado hombre
cuando mi holgura era casi un elemento de superioridad? ¿Fue miedo al golpe,
repugnancia de su contacto? Podía ser, cualquiera de estas posibilidades pudo
explicar mi reacción. Al pensarlas lo maldije, ¿qué culpa tenía yo de su prisa,
de que no fuera a llegar al trabajo o a la entrevista o a la cita con su novia?
¡Qué novia iba a tener! Si estaba horrible, viejo, pelón y ciego y pobre y
desesperado. Me culpé por blandengue, por poco viril, por temeroso en un mundo
donde las personas muerden y matan por el hueso infecto del dinero, por su
ostentación.
La respuesta llegó unos pasos después, cuando vi de
reojo la puerta cerrarse a sus espaldas, bueno, a mis espaldas, porque el
tiempo ató una red entre mi yo de hoy y uno de los muchos yo posibles que,
veinte años después, cuando tenga yo la edad, aspecto y prisa de ese hombre,
cuando el fracaso haya llenado las arcas de mi miseria, me gustaría que
alguien, un despreocupado joven tal vez, se reflejara en mi rostro de un
flashazo y comprendiera, casi sin querer, mi apuración para llegar a esa cita
ineludible con la restitución de mi dicha y mi destino. Dicha es una palabra exagerada para una entrevista de trabajo, pero
obtenerlo sería una dicha pequeña que abriría el camino de otras
progresivamente mayores. Tal vez mi currículum no sea el mejor ni el más
interesante, tal vez mi edad no sea la que requieren, pero tomar ese vagón haría la diferencia entre llegar puntual y cinco minutos tarde, tal vez lo que
les interese más por ahora sea que los contratados (profesores de literatura ¿por
qué no? ) estén a tiempo en sus puestos. A sus espaldas -a las mías-
se habrá cerrado la puerta de la dicha, gracias a alguien que sin saber el motivo se echó hábilmente a un
lado.
Karma, efectos mariposa, antípodas temporales,
saltos cuánticos… las teorías y los bautismos son siempre secundarios. La
cuestión es comprender que cualquier hombre es un espejo, opacado y luido a
veces pero siempre espejo, porque el mundo gira.
Esta entrada no la quería comentar, para no dañar susceptibilidades, digo, cuando describes a ese señor pensé que harías una especie de cuento fantástico donde aquel era tu futuro, porque digo, estudiaste letras y eres profesor, y en México esa combinación, al menos por el lado económico, lleva las de perder mi estimado.
ResponderEliminarY si ese hombre no fuera mi futuro entonces por qué cualquier hombre no sería un espejo: era feo, muy moreno, de estatura media, con gafas, un poco calvo de la frente?
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