A uno que se casa
No
se sentía ni bueno ni malo. En realidad la vida le era fácil, se le había dado
como empaquetada, a lo largo de ella lo único que hizo fue abrir paquetes. Estaba
bien.
En un paquete de cinco hijos, él era el último, el
menos sujeto a los rigores de la pobreza y del hacinamiento urbano; sus ojos de
ganso, enormes, parecían absorber la oscuridad de la recámara para adaptarse a
ella. Recibía en paquete juguetes de sus hermanos mayores y de su padre, un
poco más aliviado por la crianza de cinco hijos (y otros cinco, ocultos en el
silencio del secreto) y recibía dulces y mimos, en paquete también. Pronto
llegaron los interminables paquetes de videojuegos que se llevarían por lo
menos la cuarta parte de su existencia. Mientras tanto el desempaquetaba y desempaquetaba.
Los libros jamás le interesaron. A una mirada hecha
a los colores vivos, al brillo de la pantalla, la monotonía de las páginas le
era inadmisible; a una mente hecha para recibirlo todo del exterior, le era
difícil crear algo internamente que pudiera modificar su idea del mundo, que
era como era, como tenía que ser: un montón de paquetes esperando a ser
abiertos.
Logró pasar la escuela sin grandes sobresaltos: una
mente hábil, entrenada durante años para reaccionar rápido, resolver
acertijos y tomar decisiones en momentos clave, aunque fuera frente a una
pantalla desbordada de héroes y problemáticas ficticias ofrecía ventajas
inesperadas y una gran capacidad de comprensión. La escuela era un paquete de
problemas a resolver que él abría con desgano y a regañadientes, pero terminó
por develar todo su contenido hasta terminar una carrera cualquiera. Era lógico
que su elección fuera la informática o algo parecido a lo que mejor sabía
hacer: interactuar con pantallas y paquetería de software. Paquetes, paquetes,
paquetes…
Desarrolló sus instintos naturales: el de comer se
educó en la cultura de los tacos, las hamburguesas y el tepache; el de dormir,
en hábitos inusuales que le daban la capacidad de no despertar hasta por trece
horas cuando la ocasión lo permitía; su elegante manía de tirar el papel sanitario
con la cara usada hacia el techo respondía seguramente a su gusto por el color
intenso; el gusto por las mujeres vino también a su tiempo, acompañado del
anime donde las chicas son exageradamente hermosas y su piel tan lisa como el
plástico de un salvavidas. No había heroína de videojuego o manga cuyas
proporciones carnales hubiera dejado sin explorar y tal vez sin experimentar en
el gemido sordo de sus sueños húmedos. Los años venían en paquete, de la
secundaria a la escuela superior.
Aprendió que la vida es un paquete inagotable que
puede manejarse sin dificultades cuando no se ambiciona demasiado. Tal vez nunca
reflexionó en la suerte que tuvo y de la que otros carecían, pero esas cosas
son intrascendentes ante el apuro de estrenar una consola o un juego.
Desempaquetar y vivir.
En su joven adultez era forzoso que se rozara con la
realidad, con el trabajo, pero éste le llegó en paquete también, por lo que sus
preocupaciones fueron mínimas, la vida no cambiaba. Fue el tiempo de los primeros
contactos con mujeres reales, pero nunca les dio importancia. Una noche, en un
auto lleno de amigos, camino de un burdel al que se encaminaba para pasar el
trago amargo de haber sido despedido de un trabajo, sospechó la existencia de
paquetes de problemas a los que era preciso enfrentarse aun sin buscarlos. El
hallazgo de un nuevo y mejor trabajo un mes después lo hizo olvidarse de eso.
Pronto aparecería ella, en el paquete del trabajo
nuevo y los cursos gratuitos de inglés. Parecía no tener importancia pero su
hondura estaba oculta. Este paquete implicaría que volteara atrás y viera los
que había dejado rasgados en el camino, vio que eran demasiados, como sus años.
Entonces exploró el fondo de ése en el que estaba ella y vislumbró algo así
como un futuro. “Si no das un paso te estancas”, dijo para sí. Recibió el
paquete de la religión, el compromiso y la realidad como otro cualquiera, tal
vez con un poco más de solemnidad y de duda. Los videojuegos, que eran su sello
personal, quedaron empaquetados en el pasado.
Ayer lo vi empacar todo el día, y en por la noche lo
escuché repasar los pasos del vals. Está decidido a abrir el paquete tras haber
pagado el del salón, banquete, vestido y todo lo necesario. Si todo sale bien a
partir de ese día habré aprendido una lección de vida: vivirla puede ser tan
fácil como recibir un montón de paquetes que los mismos años acomodan.
Estás viendo y no ves, Pati. Yo entiendo eso de los paquetes, a mí me toco en suerte un paquetote y qué hacer. Ni modo lo que natura da...
ResponderEliminarEsperemos que ese paquete tocado al estimado lo haga feliz y que los que nos toquen podamos aceptarlos con muy pocas reticencias.