Pocos
gestos hay tan humanos como la sonrisa. Sabemos que siempre es posible fingirla
o forzarla y la experiencia social nos ha enseñado a reconocerla en sus
distintas facetas y significados. Su capacidad expresiva es tan precisa como
las palabras, al grado de que podemos pensar sin problemas en la sonrisa
irónica o la sonrisa despectiva, pues sabemos emplear el gesto con toda la
mordacidad de una palabra cuyo significado queremos que sea interpretado en
sentido inverso.
No faltará quien diga que también los animales
sonríen. En parte es cierto, pero los animales tienen otro tipo de
expresividad, raramente intencionada, dado el grado de transparencia que parece
existir entre sus impulsos y sus gestos, que no siempre sabemos entender. Tan
enigmáticos han de ser los códigos gestuales de los animales como suelen serlo
las sonrisas, aun en los seres humanos. La cultura nos enseña que si hay una
sonrisa enigmática por excelencia, se la debemos a Da Vinci. No estoy en
desacuerdo, pero siempre hay algo de reductor en los iconos que nos desconecta
del aire, del instante en que ocurren las cosas y las llena de
naturalidad. La sonrisa de la Gioconda
se nos aparece de pronto como un símbolo de la belleza o de la experiencia y
perfección artísticas. Repito que no estoy en desacuerdo, pero me sigue pesando
la etiqueta, como me pesa su artificialidad. Gracias a las etiquetas y a
representaciones como ésta nuestra visión del mundo se automatiza: los poetas
aprendieron a hacer de la sonrisa un lugar común en el que podría encontrarse
la belleza; los jóvenes que quieran ligar hoy no podrán dejar de mencionarla si
quieren obtener algún éxito. La alusión a la sonrisa se vuelve parte de un
repertorio que remite a los valores de lo bello, de lo empático, del bienestar,
e incluso de lo femenino; sus giros irónicos son también fáciles de identificar
socialmente, y aún así, cada gesto es tan rico y único que es capaz de
resistirse a las significaciones que normalmente les atribuimos.
Hoy, por ejemplo, me tocó ver una sonrisa que
escaparía a cualquier semiótica. Tal vez no logre explicar bien el fenómeno
(tomen en cuenta que si uso esta palabra, es precisamente porque me pareció
fenomenal). Si tratan de anticiparse, lectores, a imaginar una sonrisa femenina
y coqueta, se llevarán un chasco. La cosa estuvo más o menos así:
Venía de vuelta del trabajo, al bajar del Metrobús
atravesé la calle y di unos pasos. Un hombre se sentaba en una jardinera; un
hombre viejo, humilde, barbado. Sus posaderas lentamente descendían hacia la
jardinera. Llegaron. Su cuello se estiró y su cabeza comenzó a levantarse, como
si mirara al cielo. Entonces comenzó el esbozo de ese gesto, su boca se abrió y
dejó ver unos dientes amarillentos que hacían juego con el brillo que sus ojos
recibían del cielo, al cual ya miraba decididamente.
Me hubiera gustado ser un buen fotógrafo para captar
esa sonrisa. Para atrapar la sensación reconfortante que me comunicó y me hizo
simpático a un hombre que no había visto antes y quizá no vuelva nunca a ver.
Puede ser que el hombre sólo se alegrara por haber dado descanso a sus piernas;
puede que haya llegado ahí tras una larga jornada nocturna o un viaje fatigoso.
No sé, y tampoco sé si radique en ello el enigma del gesto: una sonrisa
totalmente natural, no intencionada ni dirigida; un acto reflejo tal vez, que
parecía por otra parte una ofrenda de gratitud hacia algo inmenso,
incomprensible e impronunciable; una especie de providencia cuya bondad pudiera
darnos, junto con el cansancio, el reposo; y con las penas, las dichas del
humilde.
Despeguen las etiquetas que asocien la belleza a la
mujer y a la juventud, quítenle la ejemplaridad a las sonrisas perladas, a los
ojos de azabache y esmeralda. Lo bello es también cuestión de momentos, o si lo
prefieren, cuestión de miradas: desde este balcón, al menos desde el que se me
ofreció esta mañana, la belleza es amarilla y vieja, desdentada quizá, libre de
toda pretensión de ser idolatrada. Quizá no sean mis palabras el más adecuado
instrumento para hacerlo, pero una belleza así, guardada en la memoria, podría
muy bien salvarse de la corrupción, virtud perenne de lo ya marchito que
agradece el mundo, el día, el alivio del dolor y del cansancio.