viernes, 28 de junio de 2013

Un caballero digresor, vida y opiniones.

Pese a que el inicio de un viaje siempre será un buen motivo para la escritura, como las últimas dos semanas me he visto invadido, si no por el espíritu de la reseña, al menos sí por un impulso de hablar de los libros en los que he metido las narices, me parece justo –y no sé si también necesario– darle lugar a uno de más largo aliento, uno que, según el canon, sería imprescindible. El azar no ha jugado ahora ningún papel en mi vínculo con esta lectura: ni fue la joya hallada fortuitamente en la biblioteca ni tampoco tuvo que ver con sentencias apocalípticas con las cuales el autor nos condena irremediablemente en la última línea; por el contrario, fue la realización de un deseo o una curiosidad largamente buscados.
     Ya será tiempo de decir el nombre (quienes me siguen pronto podrán adivinarlo) de ese libro complejo y disparatado, ¿novela, tal vez?, en la que lo único que reina es la digresión. A su tiempo he decir su nombre, como también a su tiempo se nos narra en él la vida del protagonista sin llegar a ninguna conclusión sobre ella, puesto que para entenderla es preciso estar bien informado de toda clase de circunstancias previas, y el narrador no tiene reparos en hacérnoslas saber; sin embargo, en ese camino se percata de que dichas circunstancia están determinadas a su vez por algunos eventos previos de los cuales también se nos da cuenta, no sin que antes el narrador nos haya prometido que no tardará en retomar el hilo de su historia…
     Así leemos cien, doscientas, cuatrocientas páginas enterándonos de todo aquello que antecedió al GRAN acontecimiento, que consiste simplemente en que el protagonista nazca. Cuando ocurre, apenas si se menciona, tangencialmente, parece que otros acontecimientos llaman más la atención del narrador en ese momento. Si algo se puede decir de este libro es que rompe a cada momento con lo que esperamos de él y, si a lo largo de las primeras páginas eso nos molesta, cuando creemos que ya nos hemos acostumbrado a sus mecanismos, nos los cambia. Para haber sido escrito a finales del siglo XVIII tienen que sorprendernos las páginas en blanco, las marmoleadas, las líneas dejadas a propósito para que el lector complete con el adjetivo más de su agrado aquello que quiere juzgar, las palabrotas autocensuradas con asteriscos, las páginas en negro, los dibujos, los capítulos comidos en los que inmediatamente se nos hace reparar. En pocos libros se nos regaña tanto como lectores, nos recriminan porque no leemos con cuidado, pues simplemente se trata de uno de esos libros en los que siempre se está pensando en nuestra participación ¿cuál libro? –siguen preguntándose ustedes.
     Pero hay que conservar el espíritu del infinito rodeo, del pensamiento inconexo que rompe con los esquemas novelísticos que comenzaban a utilizarse aun a riesgo de que hombres con pelucas espolvoreadas nos digan que no sabemos escribir y presentar para ellos un protagonista ridículo que ni siquiera sea capaz de portar un nombre respetable, es más, un protagonista que tal vez ni lo sea más que por la voz, uno al que difícilmente veremos actuar. Es preciso seguir entonces con la tradición de los adorados Rabelais y Cervantes a quienes rinde el autor merecidos tributos por haberle antecedido, la poética del disparate que implica un salto de tres siglos entre esta obra y otras que quizá sólo la imiten superficialmente y a las que solemos llamar vanguardistas.

     Un caballero desnarigado, con un nombre mal puesto, y que en realidad tiene poco qué contar sobre sí mismo nos da a conocer su vida y opiniones. No nos molesta intercalar otra lectura mientras nos las cuenta, porque siempre terminaremos volviendo a él. –Pero ¿de qué libro hablas?, con una… –Bueno, por no irritarlos (cosa que él nunca consideraría) voy a decirles el nombre del autor: un tal Laurence Sterne escribió esta obra divertidísima y desconcertante que, curiosamente, contra lo que decían sus detractores y contra la opinión generalizada de la ignorancia del público, se vendió en serie y como pan caliente en aquella Inglaterra del siglo XVIII que leía al Dr. Johnson o a Swift, a Defoe, para mofarse de su solemnidad y su fe el poder de la voluntad del hombre ilustrado. El susodicho Sterne debió enseñarla, pues fue un clérigo y su obra, por cierto, anda circulando por ahí con el nombre de Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy. Un librazo, una lectura exigente, sin duda.

jueves, 20 de junio de 2013

2013. Vértigo



2013. Vértigo de la invención profecía (Este  el título real de la entrada, pero la plantilla no permite el tachado)

-2013- pone W.G. Sebald, en medio de una escena apocalíptica, al final de su libro Schwindel. Gefühle. Vértigo, para los que no entendemos pizca de alemán. Londres se incendia y los habitantes corren a las aguas. El narrador sueña mientras vuelve a casa después de un breve paseo por la ciudad. A lo largo de la novela (si es que así podemos llamar a este libro), hemos seguido al narrador entre idas y vueltas por Italia, por la campiña alemana, por los límites alpinos con Austria y también por el pasado: el histórico y el personal. Los indicios, las asociaciones hechas por el mismo narrador dan a la historia un aire policiaco que difícilmente irá a resolverse en algo concreto. La voz narrativa deambula por las ferrovías europeas que trazan una línea entre Londres y Venecia con algunos desvíos inesperados…
            Volvamos al punto. Esto no es una reseña. -2013- pone el autor ¿o el narrador? antes de la palabra FIN. No cabe duda de que es un número siniestro, y también una proyección hacia el futuro (si pensamos que el libro su publicó en 1990). Dirán ustedes: “el narrador refirió haber estado soñando” y eso los tranquilizará. Y los podría ayudar más aún el hecho de que, páginas antes, sumido en el recuerdo, el narrador nos describiera cómo en una clase de la infancia (a la que la memoria lo había transportado en virtud de una breve estancia en su tierra natal, incrustada en el vértigo de los trenes) la profesora había enumerado las tragedias de su pequeña comarca, W., entre las cuales figuraba una buena cantidad de incendios. Podrán argumentar que los mecanismos narrativos permiten la conexión entre el pasado recordado y el futuro onírico a través de la figura simbólica del incendio; podrán decir, también, que la actividad mental del narrador, el recuerdo y el sueño, son los dos bordes por los que la narración podría precipitarse, dejando que la “realidad” narrada fungiese como hilo conductor, la cuerda floja a lo largo de la cual el lector había de deslizarse, como sobre las vías, sintiendo el vértigo de caer a cualquier lado del camino. Si esta segunda hipótesis fuera correcta, tengo una pregunta: ¿Caímos todos por el borde del sueño? ¿Nos precipitamos en él como en las aguas del Támesis para huir del incendio?        
            Nada sé yo de eso. A mí solamente me parece sospechoso que hubiera de ser justo este año, entre todos los ya pasados y cuantos quiero suponer que me restan, cuando se me ocurriera leer esta novela. Tal clase de asociaciones me parecen más misteriosas y dudo que haya teoría literaria para explicarlas, en ellas radica para mí el vértigo mayor. Porque debe quedar claro que no hay casualidades, pues la acción de la novela, comenzada en 1800 con una batalla napoleónica, es trasladada hasta el protagonista, a través del polvoriento traje de un soldado alemán de aquel entonces, quien, en 1987, lo encuentra en un desván de su casa de la infancia y al tocarlo lo reduce a nada. Esos misteriosos hilos, prácticamente imperceptibles, son tendidos por una entidad poderosa –por el creador –dirán ustedes, y yo lo aceptaré por simplificar las cosas, pero con la sospecha de que así como hay creadores dentro, debe haberlos afuera de los libros.
-2013 –me digo otra vez, sin esperanzas de entenderlo, perfectamente al tanto de la connotación del número trece para nuestra supersticiosa cultura. ¿Por qué había de ser precisamente ese año, este año cuando yo, que no soy nadie, leo esa última terrible línea, como si también yo estuviera soñando? ¿Por qué había yo, además, de levantarme a escribir esto para ponerle una parada adicional al itinerario de las eventualidades que sólo pueden ocurrir sobre las ferrovías traslaticias del lenguaje? ¿Por qué? ¿Es que hemos quedado atrapados en la ficción? ¿Acaso Sebald lo tenía planeado?   

viernes, 14 de junio de 2013

"Corazón de perro". Las joyas del azar


Lo interesante de las buenas novelas es que siempre aceptan varias lecturas y en estos tiempos donde la información viaja rápido y no siempre con profundidad, la brevedad es una cualidad que debe agradecerse cuando los asuntos no dan mucho de sí. Otra cualidad que suelo agradecer es lo fortuito. Como no soy precisamente un lector sistemático ni necesariamente disciplinado, me es demasiado grato que caiga en mis manos alguna novela divertida, de fácil lectura, sin que por ello pierda otras cualidades como la cohesión del sentido, la invitación a varias reflexiones, así como una especie de chispa saltona donde sea posible detectar eso que alguna vez la crítica llamó “genio”.
Me declaro abiertamente ignorante de la literatura rusa: más allá de los monstruos de la segunda mitad del XIX (Tolstoi, Dostoyevski, Gógol, Chéjov), la lista de mis lecturas se dispersa en algunos otros “hitos” canónicos como Pushkin, el folklore de Afanasiev, el siempre polémico Nabokov; poco sé decir sobre Maiakovski, sobre todo tomando en cuenta mi ignorancia del ruso, su manejo político y lo dudoso de la traducción que conocí. La cuenta no va más allá y todavía declaro mi conocimiento superficial de estas obras. El hábito (no sé si bueno o malo) de volver siempre a las mismas fuentes, así como mi pobreza, me llevaron a la biblioteca en busca de Humillados y ofendidos o Las almas muertas, que no he leído, para sazonar un poco y entrar en el espíritu de digresión que reina de principio a fin el Tristram Shandy en cuanto terminaba de leerla. Sin embargo, la extensión de ambas novelas me hizo ver que su lectura no serviría para sazonar nada y sí para distraerme y correr el riesgo de abandonar a Sterne. La solución era, ya estando ahí, buscar alguna otra lectura que no se alejara en latitud pero que tampoco me tentara a dejar de lado la actual.  Sé que para muchos lectores, la solución habitual sería un buen volumen de cuentos, pero dada mi indisciplina, sé que un libro de cuentos lleva siempre el camino de la inconclusión, pues rara vez leo una colección completa.
¿Alguien había oído antes el nombre de Bulgákov? Felicidades, yo no. Me apena reconocer que su hallazgo se debió a una búsqueda cuyos únicos criterios eran el género, el país y el volumen, pero así suelen ser siempre mis búsquedas. El título Corazón de perro era lo suficientemente atractivo como para sacar el libro del estante y comenzar a hojearlo. La comprobación de que era una novela y que además no pasaba de las doscientas páginas me llevó a las primeras líneas: un aullido y unas parrafadas encolerizadas que despotricaban contra el género humano dieron a ese fragmento algo del espíritu dostoyevskiano que había ido a buscar…
Ya estaba capturado por la intriga de la novela  cuando me preocupó no saber nada sobre el autor. Luego de enterarme un poco de quién fue Bulgákov, me sorprendió saber que aquello que yo leía había sido considerado en algún momento como ciencia-ficción. En realidad sigo teniendo poca certeza sobre lo que leí: que uno de los personajes principales fuera científico e hiciera cosas nunca vistas por la ciencia no justificaba la ciencia-ficción; el tono satírico, de crítica social y ética hacia varios de los sectores de la sociedad rusa revolucionaria, así como el manejo disparatado del argumento científico indicaban otra lectura. Se trata, sin duda, de una de las cosas más raras que he leído en mi vida y que no por ello ha dejado de gustarme.
No me atrevo a juzgar la calidad de la obra, pero ha cumplido con la virtud de dejarse leer en menos de tres días sin entorpecer la normalidad de mis actividades. Una obra entretenida, divertida, crítica y que, poniendo de nuestra parte, puede llegar a ser profunda. Si se piensa que fue escrita hacia 1925 también resulta vanguardista, por cuestiones formales como el hecho de que uno de los capítulos sea un parte médico.  
De vuelta a la Wikipedia, resalta que la obra no sea de las que más reconocimiento le valieran al autor, de donde infiero que, o soy un pésimo lector, o las obras importantes de Bulgákov son magníficas. Como dudo de ambas, vuelvo a meter el dedo en la llaga de la fiabilidad del canon y a regodearme en la infinidad de tesoros que tiene la literatura, la cual, de una búsqueda insulsa y sin métodos, me puso en las manos una joya muy extraña y canónicamente carente de importancia, mas no por ello menos entrañable en lo personal. La biblioteca es infinita, dice Borges; así han de ser también las posibilidades de encontrar joyas como Corazón de perro de cuando en cuando.


jueves, 6 de junio de 2013

De uno y otro lado del charco: escribir y rodar



Escribió Muñoz Molina que estaba feliz de volver a su ciudad y rodarla en bicicleta, luego de una larga estancia en Nueva York. Como no lo conozco personalmente lo imagino con el corte de barba y la camisa que muestra en su blog, como tampoco conozco Madrid (no salí del aeropuerto), ignoro si la ciudad tiene vías para ciclistas como las que me supongo existen en otras ciudades europeas (aunque no las recuerdo en las ciudades que visité) para seguridad quienes gustan de rodar las metrópolis.
De este lado del charco y de la antípoda, Julia, mi querida madrileña, ahora que Muñoz Molina vuelve a casa, acaba de llegar a Nueva York. Mientras pedaleo sorteando los baches del Eje Central Lázaro Cárdenas bajo el casi insoportable calor de mi ciudad, caigo en la cuenta de que tampoco he estado nunca en la Gran Manzana, ¿por qué entonces tanta emoción de ver que estos queridos españoles vienen y van, volando o rodando, sin el más mínimo respeto a las dimensiones de un océano que hoy no nos merece ningún respeto y socarronamente llamamos charco?
Puedo asegurar que hoy quiero más a Julia y a Muñoz Molina que a casi todos mis compañeros de la facultad. Se trata de una situación desconcertante, tan irónica como el hecho de que Julia llegue cuando el escritor se va, y se hayan cruzado, tal vez, en el camino: “Mi bicicleta de aquí es más ligera y más rápida, más adecuada a esta ciudad de cuestas y de topografía desordenada, de tráfico con un filo de agresividad que en Nueva York sólo tienen los taxistas” –dice Muñoz Molina, esbozándome unas pinceladas de Madrid, que puedo figurarme gracias al recuerdo de algunas fotografías y a la ligereza y aire que me comunican las palabras de Antonio.
La escritura puede ser también una topografía desordenada y un tráfico, o cuando menos un vehículo. Colegas hubo con los que apenas compartí las cuatro paredes de un salón, acaso el saludo. De Julia tengo, en cambio, la inolvidable impresión de sus ojos, de su sonrisa escoltando su vermú en la irrepetible noche granadina; de Antonio, la intriga de Beletenebros, las lágrimas a las que me orilló algún pasaje del Jinete Polaco, el cuerpo de Inés en Beatus Ille; tengo a Mágina y sus calles a Solana y a su padre…
Al asegurar mi bicicleta a un poste, vuelvo al angustiado rostro de Julia cuando hablamos de inhumanidad, a su ponencia sobre la importancia de las utopías, a sus anteojos implacables buscando el punto flaco de mi texto, vergonzantemente improvisado para ganarme la oportunidad de sobrevolar el charco inmenso y comparecer ante ellos. Quizá en esos momentos Antonio guardaba su bici en la cochera, absolutamente ajeno a lo que su entrada del blog acababa de despertar en un joven profesor, al otro lado, varios miles de kilómetros al sur de Nueva York.
Lo que tenemos en común, los mundos interiores que nos forjamos y nos hacen ser quienes somos necesitan un avión, una bicicleta livianísima para poder llegar a los demás y compartir los horizontes. Ese vehículo milagroso es la palabra. Pero algunos difícilmente hablamos o tal vez sólo nos envalentonamos al calor de las copas o al roce de la pluma con el papel; más frecuentemente  frente a la pantalla. Dirán unos que el milagro es la red, la fibra óptica, la banda ancha. Algo habrá de eso, sin duda. Gracias a eso puedo leer a Antonio, día con día, y ver las imágenes que Julia, publica o el video de sus ponencias. Mas tampoco es garantía. Tengo amigos en facebook que publican cada veinte minutos y difícilmente logran interesarme. La virtud está en la escritura y en el pensamiento, el diálogo cara a cara que implica leer, escribir, compartir a través de los filtros de la experiencia, la razón y el lenguaje. Julia es demasiadas cosas para mí; aun así, dada su lejanía, los lazos se debilitan. Es natural.  Pero basta la maestría de Antonio para lograr que un texto de 218 palabras me haga ver al ciudadano que rueda por la Puerta del Sol, recién llegado de una ciudad, cuya mención me pone nuevamente a Julia en la imaginación: Madrid-Nueva Yok, Julia-Antonio, una bicicleta-un avión, la vida-la palabra, la escritura-la sonrisa; en medio de todo eso está el Atlántico, había dos metros entre mi pupitre y el del colega de cuyo nombre no quiero acordarme… El silencio puede ser también una muralla.