Pese a que el inicio de un viaje siempre será un buen
motivo para la escritura, como las últimas dos semanas me he visto invadido, si
no por el espíritu de la reseña, al menos sí por un impulso de hablar de los
libros en los que he metido las narices, me parece justo –y no sé si también
necesario– darle lugar a uno de más largo aliento, uno que, según el canon,
sería imprescindible. El azar no ha jugado ahora ningún papel en mi vínculo con
esta lectura: ni fue la joya hallada fortuitamente en la biblioteca ni tampoco
tuvo que ver con sentencias apocalípticas con las cuales el autor nos condena
irremediablemente en la última línea; por el contrario, fue la realización de
un deseo o una curiosidad largamente buscados.
Ya será tiempo de decir el nombre (quienes me siguen
pronto podrán adivinarlo) de ese libro complejo y disparatado, ¿novela, tal
vez?, en la que lo único que reina es la digresión. A su tiempo he decir su
nombre, como también a su tiempo se nos narra en él la vida del protagonista
sin llegar a ninguna conclusión sobre ella, puesto que para entenderla es
preciso estar bien informado de toda clase de circunstancias previas, y el
narrador no tiene reparos en hacérnoslas saber; sin embargo, en ese camino se percata
de que dichas circunstancia están determinadas a su vez por algunos eventos
previos de los cuales también se nos da cuenta, no sin que antes el narrador
nos haya prometido que no tardará en retomar el hilo de su historia…
Así leemos cien, doscientas, cuatrocientas páginas
enterándonos de todo aquello que antecedió al GRAN acontecimiento, que consiste
simplemente en que el protagonista nazca. Cuando ocurre, apenas si se menciona,
tangencialmente, parece que otros acontecimientos llaman más la atención del
narrador en ese momento. Si algo se puede decir de este libro es que rompe a
cada momento con lo que esperamos de él y, si a lo largo de las primeras
páginas eso nos molesta, cuando creemos que ya nos hemos acostumbrado a sus
mecanismos, nos los cambia. Para haber sido escrito a finales del siglo XVIII tienen
que sorprendernos las páginas en blanco, las marmoleadas, las líneas dejadas a
propósito para que el lector complete con el adjetivo más de su agrado aquello
que quiere juzgar, las palabrotas autocensuradas con asteriscos, las páginas en
negro, los dibujos, los capítulos comidos en los que inmediatamente se nos hace
reparar. En pocos libros se nos regaña tanto como lectores, nos recriminan
porque no leemos con cuidado, pues simplemente se trata de uno de esos libros
en los que siempre se está pensando en nuestra participación ¿cuál libro? –siguen
preguntándose ustedes.
Pero hay que conservar el espíritu del infinito rodeo,
del pensamiento inconexo que rompe con los esquemas novelísticos que comenzaban
a utilizarse aun a riesgo de que hombres con pelucas espolvoreadas nos digan
que no sabemos escribir y presentar para ellos un protagonista ridículo que ni
siquiera sea capaz de portar un nombre respetable, es más, un protagonista que
tal vez ni lo sea más que por la voz, uno al que difícilmente veremos actuar. Es
preciso seguir entonces con la tradición de los adorados Rabelais y Cervantes a
quienes rinde el autor merecidos tributos por haberle antecedido, la poética
del disparate que implica un salto de tres siglos entre esta obra y otras que
quizá sólo la imiten superficialmente y a las que solemos llamar vanguardistas.
Un caballero desnarigado, con un nombre mal puesto, y
que en realidad tiene poco qué contar sobre sí mismo nos da a conocer su vida y
opiniones. No nos molesta intercalar otra lectura mientras nos las cuenta,
porque siempre terminaremos volviendo a él. –Pero ¿de qué libro hablas?, con
una… –Bueno, por no irritarlos (cosa que él nunca consideraría) voy a decirles
el nombre del autor: un tal Laurence Sterne escribió esta obra divertidísima y desconcertante
que, curiosamente, contra lo que decían sus detractores y contra la opinión
generalizada de la ignorancia del público, se vendió en serie y como pan
caliente en aquella Inglaterra del siglo XVIII que leía al Dr. Johnson o a
Swift, a Defoe, para mofarse de su solemnidad y su fe el poder de la voluntad
del hombre ilustrado. El susodicho Sterne debió enseñarla, pues fue un clérigo y
su obra, por cierto, anda circulando por ahí con el nombre de Vida y opiniones del caballero Tristram
Shandy. Un librazo, una lectura exigente, sin duda.
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