Escribió
Muñoz Molina que estaba feliz de volver a su ciudad y rodarla en bicicleta,
luego de una larga estancia en Nueva York. Como no lo conozco personalmente lo
imagino con el corte de barba y la camisa que muestra en su blog, como tampoco
conozco Madrid (no salí del aeropuerto), ignoro si la ciudad tiene vías para
ciclistas como las que me supongo existen en otras ciudades europeas (aunque no
las recuerdo en las ciudades que visité) para seguridad quienes gustan de rodar
las metrópolis.
De este lado del charco y de la antípoda, Julia, mi
querida madrileña, ahora que Muñoz Molina vuelve a casa, acaba de llegar a
Nueva York. Mientras pedaleo sorteando los baches del Eje Central Lázaro
Cárdenas bajo el casi insoportable calor de mi ciudad, caigo en la cuenta de
que tampoco he estado nunca en la Gran Manzana, ¿por qué entonces tanta emoción
de ver que estos queridos españoles vienen y van, volando o rodando, sin el más
mínimo respeto a las dimensiones de un océano que hoy no nos merece ningún
respeto y socarronamente llamamos charco?
Puedo asegurar que hoy quiero más a Julia y a Muñoz
Molina que a casi todos mis compañeros de la facultad. Se trata de una
situación desconcertante, tan irónica como el hecho de que Julia llegue cuando
el escritor se va, y se hayan cruzado, tal vez, en el camino: “Mi bicicleta de
aquí es más ligera y más rápida, más adecuada a esta ciudad de cuestas y de
topografía desordenada, de tráfico con un filo de agresividad que en Nueva York
sólo tienen los taxistas” –dice Muñoz Molina, esbozándome unas pinceladas de
Madrid, que puedo figurarme gracias al recuerdo de algunas fotografías y a la
ligereza y aire que me comunican las palabras de Antonio.
La escritura puede ser también una topografía
desordenada y un tráfico, o cuando menos un vehículo. Colegas hubo con los que
apenas compartí las cuatro paredes de un salón, acaso el saludo. De Julia
tengo, en cambio, la inolvidable impresión de sus ojos, de su sonrisa
escoltando su vermú en la irrepetible noche granadina; de Antonio, la intriga
de Beletenebros, las lágrimas a las
que me orilló algún pasaje del Jinete
Polaco, el cuerpo de Inés en Beatus
Ille; tengo a Mágina y sus calles a Solana y a su padre…
Al asegurar mi bicicleta a un poste, vuelvo al
angustiado rostro de Julia cuando hablamos de inhumanidad, a su ponencia sobre
la importancia de las utopías, a sus anteojos implacables buscando el punto
flaco de mi texto, vergonzantemente improvisado para ganarme la oportunidad de
sobrevolar el charco inmenso y comparecer ante ellos. Quizá en esos momentos
Antonio guardaba su bici en la cochera, absolutamente ajeno a lo que su entrada
del blog acababa de despertar en un joven profesor, al otro lado, varios miles
de kilómetros al sur de Nueva York.
Lo
que tenemos en común, los mundos interiores que nos forjamos y nos hacen ser quienes
somos necesitan un avión, una bicicleta livianísima para poder llegar a los
demás y compartir los horizontes. Ese vehículo milagroso es la palabra. Pero
algunos difícilmente hablamos o tal vez sólo nos envalentonamos al calor de las
copas o al roce de la pluma con el papel; más frecuentemente frente a la pantalla. Dirán unos que el
milagro es la red, la fibra óptica, la banda ancha. Algo habrá de eso, sin
duda. Gracias a eso puedo leer a Antonio, día con día, y ver las imágenes que
Julia, publica o el video de sus ponencias. Mas tampoco es garantía. Tengo
amigos en facebook que publican cada veinte minutos y difícilmente logran
interesarme. La virtud está en la escritura y en el pensamiento, el diálogo
cara a cara que implica leer, escribir, compartir a través de los filtros de la
experiencia, la razón y el lenguaje. Julia es demasiadas cosas para mí; aun
así, dada su lejanía, los lazos se debilitan. Es natural. Pero basta la maestría de Antonio para lograr
que un texto de 218 palabras me haga ver al ciudadano que rueda por la Puerta
del Sol, recién llegado de una ciudad, cuya mención me pone nuevamente a Julia
en la imaginación: Madrid-Nueva Yok, Julia-Antonio, una bicicleta-un avión, la
vida-la palabra, la escritura-la sonrisa; en medio de todo eso está el
Atlántico, había dos metros entre mi pupitre y el del colega de cuyo nombre no
quiero acordarme… El silencio puede ser también una muralla.
Si vas a contar el chisme cuéntalo bien. Cuál colega, nombres... jajajaja, Es una entrada que se pedalea con cierta gracia, aunque con algo de melancolía. El recuerdo rara vez provoca otra cosa. Tú entrada, para qué mentir, la leí sobre todo por la mención de Antonio. Quizá algún día, con los textos de mi amigo y el de mi escritor favorito, me anime a comprar una bicicleta y ver la ciudad y a los recuerdos desde ese frenesí.
ResponderEliminarUna entrada que se lee con una agua de limón al lado. Me gustó.