Imagino
el momento cuando abro por segunda, tercera o cuarta vez mis libros favoritos como
si me internara en un bosque cuyos senderos he recorrido antes. Aunque el
regreso es voluntario, el acto de volver nunca es una reproducción exacta de la
primera vez: vuelvo al libro en busca de una imagen, de algún eco que han
dejado en mí palabras que empezaron a olvidarse, de una secuencia de acciones
que mi memoria ya no es capaz de organizar o de los rostros difuminados por el
tiempo.
El
asesino que vuelve a la escena del crimen encuentra en ella cada vez nuevos
indicios, peligros que lo acusan y le niegan la certeza de la impunidad;
sabe que el lugar guarda huellas siempre significativas que sólo podrá
descifrar aquel que entre en su mente hasta lograr encontrarlo en la imagen
inculpadora del pasado.
Esta
imagen de mí mismo es la que me revelan los subrayados, las anotaciones, los
diversos signos que coloco en los márgenes cuando vuelvo a un libro ya leído:
descubro mi lectura anterior y puedo descifrar lo que buscaba en ese entonces,
las preocupaciones que me inquietaban o el estado de ánimo con que leí; en los
pasajes sin marcar puedo descubrir también que leí sin atención, sin
sensibilidad o casi sumergido ya en el sueño, como tantas veces me ocurre. No
me atrevo a decir que se trate de un viaje en el tiempo, pero un reencuentro sí
es. El yo que recorre nuevamente el camino percibe los tropiezos, los aciertos
y las pausas de su antecesor, que a veces se multiplica, cuando vuelvo más de
dos o tres veces al mismo libro.
Hay
personas que consideran al libro un templo sagrado o una pieza de exhibición. No podrían concebir la idea del lápiz subrayando unas líneas o anotando en los
márgenes. Se angustian al ver una pasta ligeramente doblada o el esbozo de una
mancha de café, de un dedazo en la portada… No pretendo enjuiciar a nadie, pero
sospecho que en esta obsesión o culto al libro hay algo de idolatría y
cosificación, el culto no se dirige al texto sino al objeto, al bien. Lo paso
por bueno en los casos de las ediciones únicas, de los ejemplares valiosos en
cuanto tales, pero en un libro cualquiera…
Leer
es un trabajo, requiere instrumentos. El mío es el lápiz y declaro que sería el
primero en felicitar a quienes se valen o se confían lo suficiente de su
memoria como para no profanar el albo espacio de las márgenes o las
interlíneas. Yo soy de natural desconfiado y prefiero afirmarme en el lápiz, en
las líneas trazadas con la firmeza que permite el escritorio o con la falta de
tino y rectitud que causa el movimiento del metro o el pesero, los codazos de
los pasajeros. Me conmueve echarles encima el café, la sopa, el agua, la
cerveza, que la lluvia los salpique, ver cómo se arrugan e hinchan, pero es
como ver a un hijo con la rodilla raspada: nos duele, pero sabemos que se le pasará y su vida volverá a
ser la de siempre. El trabajo con los libros deja huellas sobre sus páginas que
podemos reconocer como las cicatrices y callos en las manos del carpintero, del
herrero. Y así como los oficiales recuerdan cómo se hicieron esa rajada, con qué
se distraían, con qué herramienta fue; así los lectores reconocemos en las
huellas dejadas en el libro si habíamos leído por obligación y qué cosas nos
hicieron buscar, qué nos interesaba en ese momento, cuánto habíamos
madurado las habilidades lectoras.
La
palomita junto al margen indica un deleite pasado con una frase, con un
pasaje; el subrayado marca un interés especial por recordar o una idea
importante para la comprensión del texto; la doble palomita indica a la vez
gusto e importancia. Me gustaría que el código fuera perfecto, pero la
diversidad de emociones y movimientos intelectuales que la lectura me provoca
lo vuelve insuficiente, uniformaría la experiencia y la cuadraría. Los trazos
sobre el libro han de ser imperfectos porque leer es un acto viviente como un
beso, que nunca es igual por mucho que nos hayamos empeñado en perfeccionar una
técnica satisfactoria.
Un
amigo hace no mucho me echó a perder el final de una novela con sus
anotaciones. Pero no puedo culparlo. Cada que le pido un libro suele advertirme
vagamente que está lleno de notas, de
rayones, que qué pena. Es como si el herrero no estrechara la mano de su
cliente por tener ríspidas las manos, avergonzado de eso, porque en cada libro
propio dejamos cuanto somos al leer.
No
he pensado en los libros de la biblioteca, pero esos, al menos en cuanto
libros, objetos físicos, no nos pertenecen, no son bosques en los que nos
internemos y podamos reconocer con claridad nuestros propios pasos. Ha de ser
como en los parques o las plazas donde las huellas se pisan unas a otras hasta
borrarse, más aún, hasta el bache o el grafiti: “Ana y Pedro estuvo aquí”, grosería de lo privado que
invade el espacio público y lo vuelve menos visitable. Los textos son otra
cosa, asunto tal vez de una futura entrada.