Estar tumbado en una cama un día entero, sudoroso, despreocupado y semidesnudo podría no parecer placentero en lo absoluto a nadie. La diversión y el provecho lo asociamos con la actividad, con el trabajo. Si no nos movemos no producimos, si no producimos, no existimos. Es como si el imperativo de las empresas para las que trabajamos se hubiera vuelto ley de vida y más allá de hacernos ver la ociosidad como un pecado, simplemente la desaparecen de nuestro imaginario.
Asociamos el
descanso con algo divertido y lejano, playas abarrotadas de gente, ciudades
coloniales con exquisito café o en todo
caso con remotos lugares llenos de aventura, naturaleza indomeñable, agua y
limpieza: hoteles o cabañas, campamentos en la montaña y una indispensable
cámara fotográfica que nos ayude a probar nuestra intrepidez. Las vacaciones son
algo merecido y digno de contarse, para ello la cámara (ahora digital) es una
inagotable productora de evidencias.
Pero encerrarse
en la habitación cotidiana, en la que nos recibe cuando llegamos del trabajo y
alberga toda nuestra vida y lo que somos, nuestra desnudez y la manera de
vestirnos, de ser y sentirnos nosotros mismos parece carecer de todo encanto,
habituados al trato diario con ella, con los muebles y percheros donde
colocamos los residuos de nuestro día en cada camisa sucia, con cada vaso de leche
dejado por descuido o prisa, y que descubrimos días después, hecha cuajo bajo
un bonche de papeles. El espacio es tan parte de nosotros que podría parecer
una experiencia vacía, y en verdad podría serlo si no pudiéramos evadirnos a
través de la música, la lectura, la televisión o el sueño. Sin embargo, agregar
a este espacio la compañía de alguien que nos es grato puede renovar los muros
y nuestra relación con cada elemento de la habitación puede parecernos
distinta. La cama se vuelve el mundo o cuando menos el continente, la isla
adánica de donde no es preciso salir para obtenerlo todo: el calor y el frío se
solucionan con abrir la ventana o abrazarnos más a quien nos acompaña; no
sentimos hambre, la sed se sacia en los labios vecinos, en sus humedades. Para
ella (o para él), esa habitación es una selva, un campamento guerrillero, un atrevido
baile ante un coro de católicas embozadas.
La presencia del
otro en nuestra habitación nos la hace parecer distinta, la inactividad –pues lo
que ocurre al interior de la alcoba es casi tan íntimo como lo que ocurre al
interior de la mente– nos hace creer que el tiempo se ha detenido y vemos, por
las traslúcidas cortinas, el día que se va volviendo oscuro aunque siga
resplandeciendo ventana adentro. En algún instante de reposo percibimos la
realidad inexorable de las horas, el gruñido ya resignado de las tripas y la
pegostiosa sensación de sudor seco en el abdomen y en las piernas. Entonces
descubrimos el placer único de la crápula, el fatigante descanso del abandono
del mundo sin salir de la habitación y comienza a fustigarnos el remordimiento,
la sensación de haber dejado que el tiempo se escurriera…
Al volvernos, la
sonrisa de nuestro compañero nos desengaña: no hay tiempo que se pierda ni obligaciones
por cumplir; aun contraviniéndolas, si las tuviéramos, la experiencia única de
dejar pasar los días sin hacer nada más que ver cómo transcurre la vida y
comprobar que se puede seguir viviendo en la aparente zona marginal donde no
existimos para nadie es algo que nadie nos va a quitar, porque de entrada
estamos conscientes de su transitoriedad, pues sabemos imposible permanecer
así. La naturaleza del mundo es dinámica pero tenemos tanto el derecho como la
capacidad de alejarnos de ella para disfrutar de lo que somos en nosotros
mismos y en el otro, como una introspección que en vez de volcar nuestra mirada
al interior tuviera que pasar por el espejo ofrecido por el otro, su mirada, su
sonrisa o el ceñido justo de sus labios cuando reposa frente a nosotros sereno
y desnudo, mirándose a sí mismo en nosotros, reconociéndose tal vez sin estar
consciente de ello.
El espejo, el Jano: la habitación. El otro, el testigo, el que nos da las dimensiones, los ángulos que a veces perdemos. Aunque me gustó tu entrada hubiera estado mejor para el comienzo de las vacaciones y no para cuándo ya es demasiado tarde.
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