Nunca
me había puesto a meditar qué parte de una casa me es más significativa hasta
que vi a la intrusa. La casa materna, la que ha albergado a cada uno de los que
llevamos mi segundo apellido, se ha mostrado, desde que tengo uso de razón, con
la misma puerta de hierro con cristales (a veces micas) traslúcidos a través de
los cuales nos sabíamos recibidos en ella.
La
puerta es el saludo de la casa o de cualquier recinto. Que tenga una ventana de
cristal, una pequeña rendija que al acercarnos a ella nos anticipen el
contacto, el beso o apretón de manos que le seguirán es una cortesía que
siempre se agradece cuando somos quienes visitamos, porque desde la primera
mirada se nos anuncia si adentro hay alegría, tristeza, irritación, si nos
esperan o si somos inoportunos. Al abrirse ya solo confirmaremos lo que la
mirada nos ha dicho y no nos sentiremos extraños ni invasores.
La
puerta de esa casa de mi abuela, que pasó luego a ser de mi tía tenía esos
cuadros cuya traslucidez tal vez no nos diera acceso al rostro de quién venía,
pero bastaba con mirar la silueta que se aproximaba, su pesadez, su ligereza o su
arrastrar de los pasos para adivinar quién nos recibía y ponernos en la posición
conveniente. Si era la tía, había que preparar el beso; si la abuela, el
abrazo; si el primo, la fuerza de la mano. La luz que, ora penetraba de la
calle, ora emanaba de la casa me hacía sentir ya en el pasillo, como si no
hubiera necesidad de penetrar el umbral pues era impensable que la gente, cuyas
sombras y voces ya me saludaban desde
dentro, no me recibieran como a otro de los suyos.
Pero
los años y la soledad se han ido albergando poco a poco en esa casa. La vejez se
vuelve desventaja, indefensión; porque el barrio ha cambiado y estamos todos
lejos, y la tía que habita y hace un hogar de esa casa es susceptible, frágil y
emblemática para la familia; lo es tanto que no podemos imaginarla fuera de esa
casa, sin esa inclinación del cuerpo con que siempre se ha asomado por la
puerta de su eterna recámara para enterarse de quién entra. A veces, desde
antes de atravesar la puerta de cristales traslúcidos alcanzaba a ver (quizá la
imaginaba) su siempre despierta silueta. Ser la mayor entre todos los tíos
quizá le confiriera cierta autoridad y raigambre con la casa que sus hermanos
no gozan, independientes y ajenos, luego del matrimonio o de la muerte, a sus
muros y su centenario desvencijo que difícilmente tapan la pintura y los demás
arreglos que se hacen en ella.
Porque
la casa siempre ha sido la misma, y ni siquiera cuando quitaron la divertida
escalera de caracol de la cual me colgaba cuando niño, desde donde jugaba con
mis hermanas a arrojar las cáscaras de plátano en el bote de basura (sólo
acerté una vez y ellas, que no vieron, siguen sin creerme), aquella desde donde
mi tío cayó de borracho y vivió para contarlo; ni siquiera entonces sentí que
iba a volvérseme tan ajena como cuando vi ese armatoste azul de doble lámina
que va a cerrar para siempre la casa, como una tumba. No habrá más siluetas ni
pasillos anticipados detrás de esa fortaleza, de ese monumento al cambio, que
es a la vez signo del tiempo y su desgaste, de la vejez y su abandono, de imposición
y paranoia. El corredor de la entrada se oscurecerá como un túnel de tiempo
entre la vida de afuera y el abandono del interior.
Recuerdo
cuando mi madre me enseñó la técnica largamente aprendida para abrir la eterna puerta;
me he seguido valiendo hasta hace unos días: “empujas con la rodilla y abres el
pestillo”. Ahora no habrá más que golpear y esperar a ser recibido, como en una
oficina burocrática en donde siempre somos forasteros y nunca recibidos con
gusto, donde nuestros asuntos han de despacharse rápido. Aun en ésta podemos
ver al funcionario hacernos esperar a través del cristal mientras se lima las
uñas. Aquí no; sólo cabrá gritar “¡Ah, de la casa!” y esperar a que mi tía
active los mecanismos para abrir esa pesada y metálica fortaleza, ridícula frente
a sus fuerzas decrecientes, entristecida por el encierro y por el cambio que
nos hace notar cuán viejos nos hemos puesto, cuán pronto ha de venir el
encierro definitivo, ése del que ni la más imbatible de las puertas nos puede
guardar.
Esta ha sido una de las entradas que con más gusto releo. Porque tu puerta me hizo recordar otr puertas, y verlas, como tú desde la nostalgia, pero también, como tú, me hizo recordar otra verso para no salir de tono con tu título: miré los muros de la patria mía... Gracias por dejar sin llave las puertas del pasado.
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