Escribir
porque hay que respirar, porque hay que comer y dar clases vespertinas, porque
hay que correr en las mañanas y ventilar el cuerpo con el aire, con las piernas
que huyen de la derrota. Escribir porque esperan los personajes en una postura
incómoda mientras terminamos de fabricarles las plantas de los pies, porque
espera alguno que otro masoquista para leernos cada semana o los avances de esa
novela que empieza a postergarse más de lo que quisiéramos; o como esa otra
novela –Proust para ser precisos– con la que llevamos meses ya batallando en la
lectura, en su francés de periodos ultrapaginianos, porque perdemos el tiempo y
sentimos la zozobra de recuperarlo sólo en el deseo.
Porque
somos humanos y finitos, porque nos cansamos, porque el día sólo dura
veinticuatro horas e inevitablemente tenemos que dormir algunas para evitar la
atrofia. Porque hay que volver a las aulas y los exámenes, porque también hay
que comer y escribir es respirar, pero nadie paga por escribir, pues el
respirar no tiene sueldo. Porque sentimos el peso de la vida, escribimos
pesadamente; porque sentimos el peso de los años, corremos, como si quisiéramos
realizar la paradoja del hermano gemelo con la velocidad, para fortalecer las
piernas y podernos sostener en pie más tiempo, mientras respiramos, mientras
transpiramos líneas disparadas a un tejido de significantes donde terminan por
extraviarse, porque queremos persistir, porque sentimos unas ganas tremendas de persistir, sentirnos vivos o presentes, como si fuéramos dejando un camino
sembrado de guijarros, por si debiéramos volver, por si fuera necesario regresar al sitio de donde hemos venido…
Corremos,
queremos dejar la estela, el rastro: corremos para volver, porque respiramos y
escribimos y ahí está el pasado que arrastramos y nos atrae de nuevo hacia él
como un universo que se expandiera y una vez agotadas sus inercias
comienza a contraerse, a devorarse a sí mismo. ¿Entonces cuál es el caso? –preguntarán
los observadores, y la respuesta habrá de limitarse a lo instintivo a los
impulsos, a un irremediable deber orgánico que nos hace garrapatear una hoja, o
repiquetear unas teclas queriendo decir algo, queriendo hacer cada señal
distinta sin darnos cuenta de que lleva nuestro olor, la medida exacta de cada
paso. Porque –dicen a mi lado– nadie lee, a nadie le importa, como tampoco
importan los precios que suben, los policías que golpean, los homenajes
ofrecidos a compositores geniales y desconocidos.
Y
dan las once de la noche y hemos trabajado más de catorce horas, porque hay que
comer, porque hay que tener fuerzas para correr, para persistir; entonces no
importa que dé la media noche, que durmamos cuatro horas porque hay que
respirar, porque mañana alguien verá este rastro en un sitio electrónico, o tal
vez no, pero no nos hemos tragado la asfixia del silencio, porque si no lo
decimos se nos sulfura la lengua y no nos sabe bien el café, los alimentos; se nos
robotiza el pensamiento y comenzamos a podrirnos. Nos tiene que dar el aire así
como nos dan las siete y nos ajustamos los tenis y salimos disparados por las
calles, hasta el parque y sentimos nuestro propio peso sobre las piernas, su
justa dimensión y golpeteo; rebatir del corazón al ritmo del sudor que manan
nuestras sienes y nos renueva. Transpiración, respiración: es vida, dura y
agitada, entrecortada a veces como antes del estornudo o en el tope del orgasmo, vida al fin.
Nos ha tocado llevarla, queremos creerlo mientras nos duchamos. Momento único
de silencio y absoluto. El aire se refresca en los pulmones como nuestra piel;
las yemas se arrugan en los dedos, nos avisan que seguimos envejeciendo; nos
urge respirar, salimos; dan las nueve y hay que irse, nos llevamos el inicio de
las palabras que hemos de teclear esta noche. Mañana alguien las verá, si no,
tal vez luego volveremos a ellas y seremos más jóvenes, o lo seremos una vez
más en el recuerdo, el camino que corremos de regreso.