En
verdad soy el primero que está deseando equivocarse, pero he observado que, de
unos años para acá, las personas buscan con desesperación paz espiritual, el
descanso del blanco saludable que derivan en una rutina y una filosofía de la
vida tan curiosas como –lamentablemente, en honor a la tolerancia– respetables.
El
yoga (“la yoga”, como dice mi mamá) es una práctica que se ha vertido hacia
Occidente junto con muchas otras visiones, pensamientos e ideales del mundo oriental.
El impulso globalizador ha hecho su trabajo trayéndonos con gran celeridad
productos intelectuales de importación en los que buscamos la manera de
cuadrar. Es verdad, nuestro Occidente desgastado, corrompido y libre de
encantos parece no ofrecernos nada que no sea estrés, velocidad, violencia,
materialismo. La nueva filosofía es el escape.
Las
televisoras, benevolentes informadoras, nos ofrecen entonces la gran vía: el
mediador, un hombre guapísimo y escultural, comienza a hablarnos con una voz
parsimoniosa, lenta, enseñándonos a respirar, a concentrarnos en nosotros
mismos, en evadir este mundo aterrador, el marido que nos golpea, el jefe que
no acosa, las deudas acumuladas. Y empezamos el viaje: “el cuerpo debe
encontrar la comodidad y el reposo en la incomodidad” –dice el gurú Mal-donado,
desde en una postura imposible, parecida a aquella con la que anuncia un aceite
de soya para que “ames a tu cuerpo”, tu microcosmos.
Sin
preocupación alguna por su espiritualidad, los fabricantes de tapetes y las
grandes convenciones de yoguis, gurús y “swamis” calculan las ganancias del
nuevo negocio y comienzan a apostar por formas innovadoras de extenderlo.
Paralelamente, asisten a estos pequeños templos del amor al cosmos
principalmente mujeres con serios problemas de neurosis: inseguridades,
insatisfacciones, frustraciones originadas por miedos no enfrentados, traumas
amorosos o infantiles sin superar, hay de todo en la viña de este nuevo señor,
sobre todo pose y banalidad. Ser yogui se ha vuelto sinónimo de busca de
superación, de retiro voluntario de todos los males del mundo. No se debe
olvidar hacer check-in en Foursquare una
vez en Sport City poco antes de la clase; a mis amigos en Face y en twitter les
gustará lo espiritual que soy. No hay necesidad libros somníferos ni filosofías
engorrosas; el gurú lo sabe todo y está por empezar a hablar.
El
charlatanismo no se hace esperar, y como consecuencia de lecturas al nivel de
Gaby Vargas y Paulo Coelho, la gente quiere rodear entonces su vida de paz, de
armonía. De la clase diaria de yoga se salta al café orgánico, luego hay que
llevar la paz a casa. Puede pasarse un día completo en el acomodo de los
muebles según los polos magnéticos de la tierra, se pueden gastar miles en
pintura (orgánica, por supuesto) de colores que creen una atmósfera de buenas
vibraciones y que encaminen las malas (“todo el odio, todo el rencor, todas las
impurezas de tu vida”) hacia la ventana. Pero hay que salir corriendo en la
vagoneta, quemando gasolina a pistón abierto con el acelerador a fondo, pitando
a esos conductores lentos que no pueden entenderme –muévete idiota–, dudando si
nos pasamos un alto o si hemos brincado
un tope, porque la clase de tai-chi lleva cinco minutos de haber comenzado
mientras malmetemos la Toyota del año entre un coche y un puesto de
hamburguesas –esos carnívoros asquerosos e inconscientes.
Terminada
la clase, las compañeras agotadas, pero en una especie de éxtasis, cuchichean
el plan de un cafecito. –¿Para qué nos complicamos? ¡Hay un Starbucks a la
vuelta, tienen café orgánico! El empleado que gana 15 pesos la hora les toma,
en el tono más fresa que puede imitar, la orden.
La
feliz reunión que versó sobre las escuelas privadas de los hijos y las bondades
de una casa armoniosa, cierra con un colofón literario sobre el amor y la mujer
en Ángeles Mastreta y Elena Poniatowska.
Hay gente que no puede sentirse más plena que en momentos como ese. Ya cerca de
la camioneta, entre los repugnantes vapores de las hamburguesas, una figura
aparece apuntándonos a la cabeza con un revólver, pide las llaves. Son momentos
para pensar en el karma, el los flujos y reflujos del universo, y como
obedeciendo al llamado una compañera de la clase pasa en su Escape. Nos
consuela, nos lleva a casa –lo material no importa, y además está asegurada
–tratamos inútilmente de controlarnos, pero enterramos las uñas en las palmas,
que ya sangran, del susto, de la rabia. Pero hay que mantener la compostura.
Casa
al fin, mañana día de llamadas al seguro y levantamiento de actas. Los muebles
no están en la posición ideal para la fuga de las vibras. –No me gusta cómo
pusiste los muebles, tengo que torcerme el cuello para ver la televisión–. No
nos gusta usar el karma contra los que amamos, y además él es un terco. Entre
los sollozos que él acalla subiendo el volumen del programa deportivo,
lloramos, nos sentimos personajes de novela. Mañana, antes de cualquier cosa,
ver por televisión la clase de Alejandro Maldonado. El mundo irá bien mientras
haya armonía, mientras haya salud y aceite Nutrioli, Starbucks con café
orgánico e infusiones. Tuiteamos: “Víctima del cosmos, pero él sabrá ponerlo
todo en su lugar. Namasté.”