El trayecto de vuelta un viernes, luego de las lindezas y también rudezas del trabajo, lejos
de ser un adormilante transcurrir de minutos es un viaje de vuelta. Quienes ya
hemos ido y nos perdemos por esperados y poco asombrosos senderos podemos ya
sólo ver el gozo en lo ido, el ayer cansado de Quevedo que si quisiéramos
recuperar no encontraríamos más las fuerzas para revivirlo. Me veía en el
cansancio de la noche, vestido casualmente como para cualquier encuentro
informal, en una noche que poco después sabría futbolera, una noche como
aquellas que años atrás, tan pocos como uno solo de mis años me llevarían sin
duda a los bares del centro a beber en vaga y amistosa compañía hasta ocho litros
de cerveza de barril para volver tambaleante, caída ya la hoja del calendario.
Noches de beber y buscar chicas, sentir la ligereza
del alcohol aclarando la noche y las ideas que habrían de ir y venir, pesadas
de nombres de escritores, de pasajes memorables y experiencias literarias que
nunca alcanzarían la suficiente pedantería para convertirse en manifiestos ni
artes poéticas, pero sí en declaraciones de que los oficios son serios y son
columna vertebral de la vida…
Trato de enderezar la espalda contra el plástico duro
del asiento, las luces se desvanecen sobre el húmedo cristal de las
ventanillas. La columna vertebral de la vida, repito mientras intento relajar
los músculos del cuello, vislumbrando un merecido descanso de fin de semana.
Vuelve entonces a escucharse el llamado de la vida, del viernes agitándose en
el aire neblinoso de los bares, mas vencido
del trabajo presuroso y contrastar a
las ondas no pudiendo de mi fatiga veo casi con dicha la parada de mi barrio,
y desciendo, para encriptarme luego en el pétreo sarcófago de mi habitación.
Amanece porque amanece siempre, pero esta vez al menos
no hay que cumplir un horario. Los oficios son serios, la columna vertebral de
la vida –me digo (te digo una vez más, Berganza) mientras me
dejo alcanzar por la ducha, que es la domesticación de una cascada, tal como el
trabajo remunerado lo es de mis fuerzas y el cada vez más dudoso talento del
que fui dotado. Amanece un día con planes concretos que me llevarán al centro
del ciudad, corazón de vida urbana que me había atemorizado hacía apenas unas
horas.
Siempre hay algo que se sale de los planes. A veces un
impulso, y esta vez fue el recuerdo de un sabor, de una consistencia y tal vez
de un olor que sospechaba desterrado de mi vida. Vuelvo al lugar de los duelos,
a beberme la nata espesa de recuerdos que también salieron de los planes,
aunque hayan entrado en consonancia con los recuerdos de la noche anterior. A
las once de la mañana solíamos reunirnos ahí para hincar los codos en las mesas
y beber ese néctar de unos dioses que nos echan el pasado a la cara: los
colores estridentes, casi psicodélicos de la pulquería me hacían pasar de
caballero jaguar a la piedra de sol. El néctar de los dioses me ha parecido
insoportablemente dulce para la amargura, tal vez, de los recuerdos que
comenzaron a agolparse en mis pestañas. Eran, de todos modos, las once de la
mañana, y estaba bebiendo ahí, una vez más, como si rindiera un tributo
inesperado, chocando el tarro contra la mesa como si lo hiciera contra el del
amigo que no puede ni debe estar ahí, disciplinado y firme, como en los años
sin canas de cabellos largos y cuerpos macizos.
Seguía los trazos del pintor, porque lo recuerdo
trepado a una escalera rellenando los muros y plafones con siluetas de un
pasado que sabemos nuestro y lejanamente queremos recobrar. La dulzura de mis
venas me repugna y busco el bebedero. No, es preciso terminar antes el tarro,
la ausencia no puede ser motivo para pasar sobre los principios caballerescos
del hombre que termina su bebida. Afuera me espera un sol que hiende el cráneo.
Miro los que escalan coloridos por las paredes del local. Presiento que he de
ser sacrificado a esa deidad serena que lo mira todo, pero ya no hay héroes ni
dioses, sólo la vulgaridad de una ciudad entre pollerías, molinos y
carnicerías. Estos númenes y su néctar de maguey se han disuelto en la ciudad,
briosos aún tras el mandil y las manos hábiles para pelar mandarinas que pronto
habrán de mixturarse con un pulque comprado, traído cada mañana desde Tlaxcala,
en un recorrido tan épico, tan ilustrativo, tan vulgarmente cotidiano como el
mío de casa hasta la escuela. Queda la memoria en la bebida de lo que fue,
queda en el ritual del solitario la memoria de lo colectivo; en lo humores del
maguey se cifra, serpiente mordiéndose la cola, un día más de los que empiezan
mirando hacia Sodoma como estatuas de sal arrastradas por Lot,
irremediablemente, hacia un adelante que tampoco es más eterno que un punto
final perdido en la maraña de versículos.
Qué decirte, si lo escribo me da sed y se ahondan los ojos, con qué ganas un pulque para quitarle tanta dulzura al presente, pero prometo contestarte con algo digno de esta entrada Pati..., o al menos más largo, que mi comentario, jajajajaja; pero esta entrada avivó un pasado tan reciente y que siento ya tan lejos. Saludos mi estimado Cipión.
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