Los
personajes de nuestros sueños escalan con frecuencia desde las profundidades
más remotas de la memoria y se asoman con formas, actitudes y gestos totalmente
incompatibles con los recuerdos que de ellos guardamos. Él se llamaba Víctor
Ramiro y era un amigo de la primaria: bonachón, regordete y curiosamente ágil.
Nuestra amistad, por lo demás intermitente y cordial más que cercana, se prolongó
hasta la secundaria, cuando por fin me cambiaron a otra escuela.
De él me llevé el amigable recuerdo de su sonrisa y de
su humor siempre dispuesto a la carcajada, un chico risueño y seguro de sí
mismo como el que en aquellos años me hubiera gustado ser. Quizá ahora me
descubra a ratos el niño tímido de los primeros años, asomado en mis momentos
serenos o de adaptación a una atmósfera social improvisada, forzosamente
pasajera. Es posible que siga envidiando la seguridad de Víctor en lo más
profundo de mi inconsciencia.
Apareció ahora en un sueño, aunando a otras
presencias que el despertar desdibuja. Casual y oscura velada en una casa de mi
cuadra, la cual seguramente él desconoce si aún habita nuestra realidad.
Sujetos a la parte trasera de una pick-up (tal vez reencarnación de la
acarcachada camioneta de mi padre) charlábamos de cosas que no puedo recordar.
El acto que marcó la noche, sin embargo, fue el obsequio que me hizo como
símbolo de su visita –ignoro si se refería a la visita onírica o a la que me
hacía en la realidad donde el sueño nos había juntado –. Víctor sacó un pequeño
estuche de plástico, repleto de yerba apretujada. –Yerba de primera, imposible
de olvidar. Droga, marihuana de una calidad que no me atrevía a discutirle.
Víctor, ese muchacho cuyo recuerdo era sinónimo de salud mental, me hacía un
siniestro y a la vez irrechazable presente.
La ocasión se prestaba para apurarlo en el momento,
de modo que nos acercamos al patio frontal de mi casa y nos acuclillamos para
quemar… Una patrulla dio la vuelta en mi cuadra y los oficiales se acercaron
rápidamente. Arrojamos el estuche. El oficial se dirigió a la puerta, golpeó violentamente. Mi hermana abrió y el hombre se
disponía a entrar. Me interpuse. Decía haber visto una motoneta dentro y eso me
inculpaba. Yo no sabía ni de qué ni por qué había de inculparme una motoneta
pero así funciona la lógica del sueño (tal vez tenga un hondo complejo de regguetonero
perseguido).
Entre el despertar y la angustia, Víctor había
desaparecido. Noté, ya en la conciencia, mis deseos de fumar y quizá también de
recuperar esos recuerdos entrañables. El día transcurrió casi con normalidad
salvo por un suceso: en la apuración con que devoraba una torta en un puesto
callejero antes de entrar a mis clases vespertinas, vislumbré a un grupo de
policías en el puesto de tacos vecino. Uno de ellos llevaba un libro en la
mano, lo hojeaba; otro se acercó e intercambiaron unos comentarios. No alcancé
a ver el título, pero la imagen era suficiente. Traté de afirmarme en el sabor
grasiento de la milanesa, en el calor de la tarde. La sofocación era real así
que no estaba soñando. Los policías también leen, resulta ser, como en los
sueños, como en las más desesperadas utopías.
La brutalidad con que el oficial intentaba entrar a
mi casa, contrastada con la de estos pacíficos lectores de la realidad me hizo
recordar mi sueño. Yo sé que son naderías, pero sin estas notas curiosas no sé
qué podría compartir. Es como si los episodios más amenos de nuestra vida
tuvieran lugar en la abstracción de los sueños, en la de los estereotipos que la
realidad nos obliga a romper imprevisiblemente.
Mira que son hasta epifánicos, un poli ganó un concurso de cuentos en la universidad de chapingo. Y esas tortas, quizá no sean las que yo tengo presentes del centro, pero me hiciste pensar en una de ésas. Por lo demás mi pati regguetonero, qué decirte, los sueños sueños son, pero la vida es sueño, igual en una de ésas encuentras un piillo bajo la almohada o escribes otra entrada como ésta que nos hace acordarnos de lo amorfo y lógicos que resultan la realidad y los sueños, los dos tan verdaderos, sentidos y absurdos.
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