viernes, 25 de octubre de 2013

Esa vibra mándala, namás te digo…

En verdad soy el primero que está deseando equivocarse, pero he observado que, de unos años para acá, las personas buscan con desesperación paz espiritual, el descanso del blanco saludable que derivan en una rutina y una filosofía de la vida tan curiosas como –lamentablemente, en honor a la tolerancia– respetables.
El yoga (“la yoga”, como dice mi mamá) es una práctica que se ha vertido hacia Occidente junto con muchas otras visiones, pensamientos e ideales del mundo oriental. El impulso globalizador ha hecho su trabajo trayéndonos con gran celeridad productos intelectuales de importación en los que buscamos la manera de cuadrar. Es verdad, nuestro Occidente desgastado, corrompido y libre de encantos parece no ofrecernos nada que no sea estrés, velocidad, violencia, materialismo. La nueva filosofía es el escape.
Las televisoras, benevolentes informadoras, nos ofrecen entonces la gran vía: el mediador, un hombre guapísimo y escultural, comienza a hablarnos con una voz parsimoniosa, lenta, enseñándonos a respirar, a concentrarnos en nosotros mismos, en evadir este mundo aterrador, el marido que nos golpea, el jefe que no acosa, las deudas acumuladas. Y empezamos el viaje: “el cuerpo debe encontrar la comodidad y el reposo en la incomodidad” –dice el gurú Mal-donado, desde en una postura imposible, parecida a aquella con la que anuncia un aceite de soya para que “ames a tu cuerpo”, tu microcosmos.
Sin preocupación alguna por su espiritualidad, los fabricantes de tapetes y las grandes convenciones de yoguis, gurús y “swamis” calculan las ganancias del nuevo negocio y comienzan a apostar por formas innovadoras de extenderlo. Paralelamente, asisten a estos pequeños templos del amor al cosmos principalmente mujeres con serios problemas de neurosis: inseguridades, insatisfacciones, frustraciones originadas por miedos no enfrentados, traumas amorosos o infantiles sin superar, hay de todo en la viña de este nuevo señor, sobre todo pose y banalidad. Ser yogui se ha vuelto sinónimo de busca de superación, de retiro voluntario de todos los males del mundo. No se debe olvidar hacer check-in en Foursquare una vez en Sport City poco antes de la clase; a mis amigos en Face y en twitter les gustará lo espiritual que soy. No hay necesidad libros somníferos ni filosofías engorrosas; el gurú lo sabe todo y está por empezar a hablar.
El charlatanismo no se hace esperar, y como consecuencia de lecturas al nivel de Gaby Vargas y Paulo Coelho, la gente quiere rodear entonces su vida de paz, de armonía. De la clase diaria de yoga se salta al café orgánico, luego hay que llevar la paz a casa. Puede pasarse un día completo en el acomodo de los muebles según los polos magnéticos de la tierra, se pueden gastar miles en pintura (orgánica, por supuesto) de colores que creen una atmósfera de buenas vibraciones y que encaminen las malas (“todo el odio, todo el rencor, todas las impurezas de tu vida”) hacia la ventana. Pero hay que salir corriendo en la vagoneta, quemando gasolina a pistón abierto con el acelerador a fondo, pitando a esos conductores lentos que no pueden entenderme –muévete idiota–, dudando si nos pasamos un  alto o si hemos brincado un tope, porque la clase de tai-chi lleva cinco minutos de haber comenzado mientras malmetemos la Toyota del año entre un coche y un puesto de hamburguesas –esos carnívoros asquerosos e inconscientes. 
Terminada la clase, las compañeras agotadas, pero en una especie de éxtasis, cuchichean el plan de un cafecito. –¿Para qué nos complicamos? ¡Hay un Starbucks a la vuelta, tienen café orgánico! El empleado que gana 15 pesos la hora les toma, en el tono más fresa que puede imitar, la orden.
La feliz reunión que versó sobre las escuelas privadas de los hijos y las bondades de una casa armoniosa, cierra con un colofón literario sobre el amor y la mujer en  Ángeles Mastreta y Elena Poniatowska. Hay gente que no puede sentirse más plena que en momentos como ese. Ya cerca de la camioneta, entre los repugnantes vapores de las hamburguesas, una figura aparece apuntándonos a la cabeza con un revólver, pide las llaves. Son momentos para pensar en el karma, el los flujos y reflujos del universo, y como obedeciendo al llamado una compañera de la clase pasa en su Escape. Nos consuela, nos lleva a casa –lo material no importa, y además está asegurada –tratamos inútilmente de controlarnos, pero enterramos las uñas en las palmas, que ya sangran, del susto, de la rabia. Pero hay que mantener la compostura.
Casa al fin, mañana día de llamadas al seguro y levantamiento de actas. Los muebles no están en la posición ideal para la fuga de las vibras. –No me gusta cómo pusiste los muebles, tengo que torcerme el cuello para ver la televisión–. No nos gusta usar el karma contra los que amamos, y además él es un terco. Entre los sollozos que él acalla subiendo el volumen del programa deportivo, lloramos, nos sentimos personajes de novela. Mañana, antes de cualquier cosa, ver por televisión la clase de Alejandro Maldonado. El mundo irá bien mientras haya armonía, mientras haya salud y aceite Nutrioli, Starbucks con café orgánico e infusiones. Tuiteamos: “Víctima del cosmos, pero él sabrá ponerlo todo en su lugar. Namasté.”

1 comentario:

  1. Perdona, pero sabes que leerte altera mi karma y la verdad por eso me tardo en comentarte. Qué te digo, te hace falta una dieta porque andas de un criticón que de seguro la culpa la tiene el estómago. Qué tallas idas al baño, con qué frecuencia, pues claro! Ése es el problema, pero la culpa la tienes tú de andar provocando al karma, no es de dios ir en bicicleta alentando el tráfico, ni incomodando a las personas con esa pose de yo leo en el metro, es molesto cómo te das ínfulas de monsivaes o volpi, por dios. Mañana a sudar con el gurú y verás cómo te deja los chakras, de que te alínea te alínea. Que tu loto esté completo esta noche. Paz.

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