La
sospecha de haberme transformado a mi manera me ha llevado a hablar de un tema
por demás manoseado. He dedicado buena parte de mi tiempo a disparar contra las
interminables representaciones de humanoides putrefactos que corren hacia una
compañera; ella trae los víveres mientras yo, desde mi silla de ruedas, disparo a todos lo que le cierren el paso. Soy
un tirador y mato zombis.
Desventaja
de la tecnología: paso horas y horas ganando puntos para comprar armas nuevas y
poder sobrevivir a las misiones. Aún no
caigo en la tentación de recurrir al dinero real para comprar armas virtuales y
brindarme el placer de nuevas emociones en una pantalla que, sinceramente, me
lastima la vista. ¿En qué radica esta adicción, habiendo juegos tan sanos como el
de acomodar caramelos o el de cortar frutas con una espada samurái? A todas
partes voy con mis disparos, los chorros de sangre que se desvanecen; a veces
me remuerde el verme entre los vagones o en el asiento del autobús, casi
convulsionado por la urgencia de los disparos mientras los libros esperan
cerrados en la mochila.
Temeroso
de la conversión, mi padre me cerró las puertas al mundo de los videojuegos
durante toda mi infancia. No puedo menos que agradecer el hecho de habérmelos
cambiado por las inolvidables horas de lectura y el puñado de libros que su
modesto presupuesto (motivo más creíble para prohibirme las consolas) le
permitía brindarme.
Pero
todas las puertas tienen ranuras y resquicios. A través de ellos, los fines de semana
se colaba la luz de una pantalla ajena hasta mis ojos y mis dedos, ávidos de
aventuras que yo controlaba y que siempre implicaban un riesgo, el mayor de los
cuales era la comparecencia de mi primo, dueño de la consola que escapaba a la
jurisdicción paterna. Esos sábados en casa de mi tía aprendí a mirar una
pantalla con la ansiedad suficiente para no parpadear durante varios minutos,
en medio de peligros indescriptibles. –¡No muevas el control, pareces niña,
sólo aprieta los botones! –solía decir mi primo cuando la emoción de la
pantalla se transmitía hasta mis hombros y codos que giraban y saltaban, como
si eso fuera ayudarle a mi personaje de la pantalla. La autoridad de mi primo en cuestión de
consolas se parecía a la de mi padre en lo tocante a mi formación moral e
intelectual, quizá con menos rigor y contradicciones, pero tenía el encanto de
lo prohibido.
Cuando
después de varias horas de juego mi madre me arrastraba para comer, para estar
unos minutos con mi abuela; podía sentir en los ojos enrojecidos el potencial
de mi adicción, y tenía miedo de mí mismo, cuando en la etapa adulta de mi vida
diera rienda suelta a la afición sin que mi padre pudiera hacer nada para
enderezarme. –Esas cosas secan el cerebro, te alejan de la gente, te vuelven
vicioso y agresivo.
Mi
padre ya no está; adulto y casado, mi primo tiene cosas mejores de que
ocuparse. Yo siento palpitar en el bolsillo la prisa de mis dedos, de mis ojos
que han de reaccionar pronto para matar a todos los zombis que me sea posible, ignorando
que desde hace tiempo he de contarme entre ellos. Pesa el teléfono en el
pantalón como un revólver, como si la furia reprimida durante los años de la
prohibición y el magisterio de mi primo sólo pudiera liberarse con un reguero
de sangre podrida, sustento necesario de un cerebro que apenas sirve para
alimentarse, como el mío, que de seguir
así pronto no necesitará más que un celular donde seguir soltando tiros.
Un
compañero ganó hace no mucho tiempo un concurso de cuento con la historia de un
zombi oficinista. Además de una moda juvenil y una crítica a la enajenante vida
moderna, los zombis son el reflejo de nuestras ganas de encontrar una
justificación para volarle los sesos a cualquiera que se parezca a nosotros,
alguien a quien nos gustaría considerar muerto aunque cada día nos lo
encontremos en la oficina, igual de patético que uno y con las mismas ganas de
meternos un tiro en medio de la frente para olvidar nuestra existencia con sus
más remotas y recientes frustraciones.