La escalera
parece infinita en su rectángulo espiral hacia el salón. Se aceleran los
latidos, no sé si por el esfuerzo de la subida o porque me anticipo a esas
imágenes (nunca habituales, por más que se repitan varias veces por semana) que
cuando levanto la vista hacia el siguiente descanso, ya buscado por la fatiga,
me echan en cara la lozanía intocable de tres pares de empeines blancos, sobre
los que se yerguen las correspondientes juveniles piernas, oprimidas por los leggins
casi siempre oscuros, listas a posarse en el siguiente paso.
Si la prisa
no las agitara tanto, si mi apuración por la chicharra que indica la hora de empezar
la clase no me fustigara, detendría el instante en este cuadro: justo en el
instante previo a la entrada de los coloridos fantasmas de sus suéteres en mi
campo visual. Frente a mí las tres jóvenes gracias acomodan sus miembros, dejan
paso libre al profesor que sube, adormilado todavía con el regreso a clases,
entreoyendo las tiernas carcajadas más allá de sus audífonos, del saxofón de
John Coltrane que se retuerce en las últimas notas oscuras del amanecer. Si
fuera cineasta desaceleraría el tempo del rodaje en este cuadro. El furor
místico de Coltrane se resquebraja ante las carcajadas sin pecado concebidas en
el rostro aún invisible de Aglaya, Talía y Eufrosine, de cuya imagen apenas se
perciben los empeines de una albura tan casta como su prisa por llegar a la
cafetería antes del pase de lista. La sensualidad queda sustraída de la luz,
amasijo de carne virgen entre crespones de la prohibición legal, profesional,
matrimonial. La oscuridad de los deseos muere ahí donde las combas alargadas de
sus muslos palpitan una vida plena y vigorosa, desdeñosa también de quien las
mira casi por accidente, en el cruce rutinario de la arquitectura con las
pasiones matutinas.
El saxofón
va ahogando sus bemoles cuando la cinta nuevamente avanza y ellas (yo también)
damos el paso. Ahora puedo ver sus
rostros desvaídos por la fuerza de la imagen previa. Saludo con una inclinación
de cabeza que busca ocultar mi culpa de sus miradas. Los bajos de mi abrigo
verde dan un aleteo agitados por el viento de su paso, tras el silencio del
sobresalto, vuelven las risas, el vuelo de los cabellos. Subo un escalón y
siento el peso del abrigo, del portafolio, de los pies. Intento mantenerme
erguido y concentrarme en el deber que me ha llevado ahí. Escucho pasos y al
girar el rostro entiendo la inutilidad de mis esfuerzos: la gamuza de una bota
anuncia nuevamente los leggins, ahora grises que conducen mi mirada, del
anonimato del nivel inferior hacia la luz sinuosa que dibuja las pantorrillas delicadas,
las rodillas nobles, los muslos que traicionan mi pudicia y la hacen converger
en el triángulo invertido de su pubis que se acerca, que el vestido apenas
oculta desde ciertos ángulos…
Tres
escalones arriba me descubro observado. El joven intenta dar a su risa un aire
de complicidad, pero lo encuentro falso. Cuando los leggins grises se emparejan,
ya he sacado el celular del bolsillo, disimulo; es un disimulo útil, me sirve
para detenerme y mirar atrás, escaleras abajo, por donde escapa la suave
redondez de ese trasero anónimo que va a perderse al patio, con el segundo
toque de la chicharra. Lo veo alejarse, mientras subo la escalera, la cifra de
minutos vividos. ¡Qué verde luce el gabán con la luz del tercer piso! Da a mi
piel un tono aceitunado, como el musgo húmedo adherido a las losetas, no tan
blancas ya, de la tumba de mi padre.
Recordé en
él miradas similares, cuando me creía alejado y distraído. Me sorprendía la
rápida dilución de sus instintos, resignados al goce de la vista, siempre
insuficiente.
–Éste abrigo es suyo – recordé, castañeando
los dientes. Un viento subió del patio y agitó los faldones, un viento frío de
enero, mes que sucede al aniversario de su muerte. En el umbral del salón
detengo la música.
Me gustó que empieces en el espacio, la escalera el centro del arriba y el abajo, la mirada como una escalera que recorre tanto la carne de frescos racimos y la otra, la puntual, al final, en el arriba, la fúnebre que es tan tuya como ese abrigo que antes no te pertenecía, hasta hoy o hasta esos momentos en que la hiciste tuya: carne y pensamiento. La escalera es una escritura del deseo, una arquitectura de carne que viene y va. Gran entrada.
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