domingo, 26 de enero de 2014

Shoot them all!



La sospecha de haberme transformado a mi manera me ha llevado a hablar de un tema por demás manoseado. He dedicado buena parte de mi tiempo a disparar contra las interminables representaciones de humanoides putrefactos que corren hacia una compañera; ella trae los víveres mientras yo, desde mi silla de ruedas,  disparo a todos lo que le cierren el paso. Soy un tirador y mato zombis.
Desventaja de la tecnología: paso horas y horas ganando puntos para comprar armas nuevas y poder sobrevivir a las misiones.  Aún no caigo en la tentación de recurrir al dinero real para comprar armas virtuales y brindarme el placer de nuevas emociones en una pantalla que, sinceramente, me lastima la vista. ¿En qué radica esta adicción, habiendo juegos tan sanos como el de acomodar caramelos o el de cortar frutas con una espada samurái? A todas partes voy con mis disparos, los chorros de sangre que se desvanecen; a veces me remuerde el verme entre los vagones o en el asiento del autobús, casi convulsionado por la urgencia de los disparos mientras los libros esperan cerrados en la mochila.
Temeroso de la conversión, mi padre me cerró las puertas al mundo de los videojuegos durante toda mi infancia. No puedo menos que agradecer el hecho de habérmelos cambiado por las inolvidables horas de lectura y el puñado de libros que su modesto presupuesto (motivo más creíble para prohibirme las consolas) le permitía brindarme.
Pero todas las puertas tienen ranuras y resquicios. A través de ellos, los fines de semana se colaba la luz de una pantalla ajena hasta mis ojos y mis dedos, ávidos de aventuras que yo controlaba y que siempre implicaban un riesgo, el mayor de los cuales era la comparecencia de mi primo, dueño de la consola que escapaba a la jurisdicción paterna. Esos sábados en casa de mi tía aprendí a mirar una pantalla con la ansiedad suficiente para no parpadear durante varios minutos, en medio de peligros indescriptibles. –¡No muevas el control, pareces niña, sólo aprieta los botones! –solía decir mi primo cuando la emoción de la pantalla se transmitía hasta mis hombros y codos que giraban y saltaban, como si eso fuera ayudarle a mi personaje de la pantalla.  La autoridad de mi primo en cuestión de consolas se parecía a la de mi padre en lo tocante a mi formación moral e intelectual, quizá con menos rigor y contradicciones, pero tenía el encanto de lo prohibido.
Cuando después de varias horas de juego mi madre me arrastraba para comer, para estar unos minutos con mi abuela; podía sentir en los ojos enrojecidos el potencial de mi adicción, y tenía miedo de mí mismo, cuando en la etapa adulta de mi vida diera rienda suelta a la afición sin que mi padre pudiera hacer nada para enderezarme. –Esas cosas secan el cerebro, te alejan de la gente, te vuelven vicioso y agresivo.
Mi padre ya no está; adulto y casado, mi primo tiene cosas mejores de que ocuparse. Yo siento palpitar en el bolsillo la prisa de mis dedos, de mis ojos que han de reaccionar pronto para matar a todos los zombis que me sea posible, ignorando que desde hace tiempo he de contarme entre ellos. Pesa el teléfono en el pantalón como un revólver, como si la furia reprimida durante los años de la prohibición y el magisterio de mi primo sólo pudiera liberarse con un reguero de sangre podrida, sustento necesario de un cerebro que apenas sirve para alimentarse,  como el mío, que de seguir así pronto no necesitará más que un celular donde seguir soltando tiros. 
Un compañero ganó hace no mucho tiempo un concurso de cuento con la historia de un zombi oficinista. Además de una moda juvenil y una crítica a la enajenante vida moderna, los zombis son el reflejo de nuestras ganas de encontrar una justificación para volarle los sesos a cualquiera que se parezca a nosotros, alguien a quien nos gustaría considerar muerto aunque cada día nos lo encontremos en la oficina, igual de patético que uno y con las mismas ganas de meternos un tiro en medio de la frente para olvidar nuestra existencia con sus más remotas y recientes  frustraciones.

1 comentario:

  1. Chingá, esta madre ya van tres veces que me borra el comentario, creo que matando zombies o escribiendo cuentos sobre ellos perdería menos el tiempo. Te imaginé moviendo los hombros, bien niña. Y bueno con una tesis y una novela terminada no pierdes mucho el tiempo, eres bien niña mi zombie amigo.

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